Recientemente debí actualizar mis datos en la «Agencia Virtual» de la Superintendencia de Administración Tributaria. En principio tiene sentido una ventanilla única en la internet, donde el contribuyente puede ver reunida toda su información tributaria y también los servicios y requerimientos del fisco. Pero, como siempre, Dios y el diablo están en los detalles.
La saga comenzó cuando, por torpeza mía o defecto digital, perdí acceso a la Agencia Virtual. Aunque reconocía mi número de identificación tributaria y mi correo electrónico, el sistema no podía enviarme el cambio de contraseña. Y aquí el tropiezo: cambiar de medio de contacto exige demostrar que el solicitante es quien dice ser. No es un requisito irracional: si la SAT permitiera a cualquiera restablecer a distancia el contacto de nuestras cuentas, sería fácil causar estragos graves en materia fiscal.
Para lograrlo, considerando la masa de solicitudes que enfrenta la entidad, ha optado por cotejar sus registros digitales con una imagen del DPI y un video del solicitante en el que este debe señalar su nombre completo y fecha del día mientras sostiene su carnet frente a la cámara. Cumplidos esos dos requisitos —imagen y vídeo— a vuelta de correo recibe la aprobación tras una revisión hecha por un programa de cómputo que automáticamente evalúa lo enviado. Hasta que se topa con un usuario «chambón». Léase: conmigo.
Para que el programa —artificial y no demasiado inteligente— pueda hacer la revisión, la imagen debe ser a todo color (no puede o no le permiten interpretar imágenes en blanco y negro); el video debe durar 8 o menos segundos, admite un solo formato (no es el que usan los celulares contemporáneos por defecto y hay al menos 6 formatos en uso común) y en él el sujeto debe comportarse de una forma muy particular (siempre en cámara y junto con el DPI).
La interacción fue idéntica a la que casi todos experimentamos ante algún guardia privado de garita, cualquier ambigüedad genera una sola respuesta: no.
Luego de 11 intentos logré hacerlo bien. Bailar y hacer videos han de exigir talentos similares, de lo mal que me salen ambos. Pero el resumen es claro: lo que el sistema consigue, hasta en mi caso, es que aprendamos a portarnos estrictamente como él quiere.
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Más aún —y aquí volvemos al guardia de garita—, el sistema artificial nos adiestra para portarnos como él. Es decir, para abdicar de la inteligencia en favor del automatismo. Ante la prolija diversidad de la humanidad que llega a una garita de entrada, el jefe de seguridad impone una prioridad: no dejar entrar a alguien que pudiera hacer daño. A pesar de que la mayoría, quizá todos los visitantes, no quieren mal, el supervisor da una sola instrucción clara al guardia: «si tenés cualquier duda, no los dejés entrar». La impresionante flexibilidad interpretativa obtenida por 1 millón de años de evolución homínida y depositada en el bachiller con el uniforme seudopolicial es reducida a una sola alternativa: «si tiene el requisito, entra. Cualquier otra cosa, no».
A medio camino en mi frustrante curso de videografía robótica pregunté a la operadora telefónica de la SAT si podía hacer el trámite personalmente. Los humanos tenemos mucha facilidad en descifrar si la persona frente a nosotros es la misma de la foto, no digamos ya a determinar la fecha del día en que lo hacemos. Pero no, el proceso solo puede hacerse en internet. Esto apunta a una de dos cosas, o quizá las dos: la SAT no cuenta con suficiente personal para hacer revisiones presenciales o sus autoridades desconfían del personal de ventanilla. Habiendo interactuado con una receptora un tanto malencarada, quizá deba darles la razón.
Sin embargo, hay más lección que mi puntada maliciosa. Recientemente, en un recorrido a pie, apenas 2.5 kilómetros en ciudad de Guatemala, conté 17 guardias privados —uno cada 147 metros—, casi todos matando el tiempo con su celular. Todos esencialmente desocupados, aunque siempre dispuestos a decir que no.
En un país al que le urge elevar su productividad para satisfacer necesidades nacionales, pero especialmente individuales, necesidades que no son solo de ingresos sino también de dignidad, es importante no perder de vista que las decisiones de desarrollo no son inevitables: escoger entre sistemas y personas es siempre una decisión intencional.
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