Barberena: cinco calles y una pila entre las rejas
Barberena: cinco calles y una pila entre las rejas
En ZOOM, los autores tienen una vinculación afectiva con el lugar del que hablan (o al menos eso intentaremos), y toman como punto de partida e hilo conductor un lugar concreto, un microcosmos, para hablar más ampliamente de esa región.
La pila de las cinco calles es la huella física de una metáfora. Como su nombre lo evidencia, es el punto de unión para cinco caminos. Con su dedo sobre el mantel, mi madre traza imaginariamente una "Y" para explicar lo que es Barberena, su pueblo natal: un cruce de caminos. Se podía pasar de largo hacia El Salvador, en lo que antaño se conoció como “Camino Real” o adentrarse en el otro brazo de la "Y", y toparse con la pila de las cinco calles que recibía a los viajeros.
Aquel icono revelador de su condición de lugar de tránsito provoca imágenes como las que mi madre rememora: “los fuereños llegaban aquí, empolvados del viaje, con sus caballos o mulas para darles de beber. Mientras, ellos también tomaban con sus manos pocos de agua para limpiarse del polvo, lavarse el sudor, con cuidado de no mojar esas alforjas que singularizaban al viajero, donde guardaban las encomiendas para la familia”. Fuereño era un vocablo usual entre los habitantes locales. Servía para designar a los que no pertenecían a ese tejido, tan fuertemente atado, de familias “conocidas”.
La pila de las cinco calles fue inaugurada en el año 1913 y conmemoraba hechos de importancia. El legendario terremoto de aquel año había destruido completamente Cuilapa, la cabecera departamental de Santa Rosa, antes conocida como Cuajiniquilapa, llena de orgullo por ser la legendaria ciudad fundada por orden expresa de la Corona Española mediante las leyes de Indias.
Cuando ocurrió la tragedia, el gobierno del dictador Estrada Cabrera sometió la región a la Ley Marcial y, como parte de sus medidas, decretó trasladar temporalmente la cabecera departamental a Barberena, lugar a donde llegaron los cientos de heridos y refugiados. Mi bisabuela recuerda la época de la ley marcial, como un tiempo en que los campos estaban llenos de soldados. Cuando la gente tenía que desplazarse en la oscuridad, por las necesidades de su vida, los soldados agazapados entre el monte preguntaban, ¿quién vive? Según ella contaba, la enseñaron a responder: ¡patria libre! Santo y seña para salir del momento sin un balazo entre pecho y espalda.
Como consecuencia de estos hechos urgentes, el propio Señor Presidente, decidió dotar de agua potable al municipio, anunciando que “en breve se contará con el elemento que crecerá sus fuerzas y aumentará la población”, esperando que este gesto sirviera para la “restauración de las poblaciones orientales dañadas”. El agua se transportó de un lugar conocido como “Las minas” o “Minitas” y por tanto, el “agüita” de la pila se conoció por siempre como agua de las minas.
La introducción del agua potable y la recién adquirida importancia de la mínima ciudad, se ataron a la necesidad de construir más pilas y tanques para lavar. La presencia del agua atrajo, por cuenta propia, los míticos relatos que antes acontecían en las riberas de los ríos: la siguanaba y la llorona aparecían ahora en aquellas pilas y lavaderos, atraídas por la fluidez del líquido y el misterio de la noche. Los relatos empezaron a acuñar la sólida creencia de que nadie debía acercarse a estos lugares acuíferos cuando estaba oscuro ya que a esa hora los “espantos” los hacían suyos.
Mi madre me contaba que cuando era niña tenía que acompañar a mi abuela a la pilona, y donde, durante el día, una docena de mujeres, sudorosas y enrojecidas por el penetrante sol, lavaban “ajeno”. Ella tenía que aprovechar la soledad nocturna para salir a bañarse, a guacalazos, con su camisón puesto, en aras del pudor. Mi madre que entonces era una niña, la acompañaba y recuerda: “Yo veía para todos lados, esperando que en aquella oscuridad me apareciera un espanto. La idea de la siguanaba con su cuerpo de tusa, o de la llorona con el llanto que, si se oía lejos estaba cerca y, si estaba ceca, se oía lejos, erizaba la piel y me rondaba en la mente porque contaban que estos espíritus acechaban las pilas de noche”.
El benemérito padre de la patria, Estrada Cabrera, colmó a Barberena de parabienes, mientras fue cabecera, entregándole también uno de los cuatro Templos de Minerva que construiría en Guatemala, símbolo del poder y de la sabiduría. El monumento se construyó como “verdadera expresión del progreso de un pueblo”. Todavía se conserva, reverenciado y protegido, como recuerdo de aquella singular época.
La cabecera departamental volvió a Cuilapa en el año 1920. Sus habitantes, nunca perdonaron a los de Barberena por el hecho fortuito del terremoto y los honores que les trajo. Desdeñosos, los acusaban de haberse querido “hueviar” la cabecera.
La historia de mi familia materna está unida a la vocación de recodo de camino sobre el que se imprimió Barberena. Mi tatarabuela Juana salió huyendo de su casa en Ahuachapán porque los hijos mayores de su marido, que había muerto, amenazaban con quitarle las alforjas de dinero que, a través de los años, habían ido enterrado en los patios de la casa.
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Cuando mi abuela me contaba aquella historia, intentaba explicarme algo que a mí me parecía muy extraño: en los días soleados, la gente desenterraba las alforjas de cuero repletas de dinero que tenían ocultas bajo la tierra, para poner los billetes a secar. Ella sazonaba el relato diciendo que cientos de tesoros enterrados se habían quedado escondidos en las casas o los terrenos baldíos, sin nunca haber sido hallados. Que, debido a esa circunstancia, en muchas casas por las noches, se veía un resplandor. Seguramente, allí se encontraba escondido un pistarrajal o bien, huesos de muerto. Si se trataba de un muerto, la luz era pálida. Por lo visto, el dinero siempre sabe refulgir con mayor brillo.
Con el tiempo, he venido descubriendo que el relato de los tesoros escondidos es común entre los antiguos habitantes de Barberena. Es famosa la leyenda de que, por los años cincuenta, cuando construyeron la actual carretera a El Salvador, un tractorista vio en un peñasco una luz muy fuerte y pensó que era “un entierro”. Resultó ser una tinaja de barro repletita de bambas de oro. Mi conclusión es que en Barberena no se deja pasar oportunidad de impregnar con relatos fantásticos los referentes geográficos. La carretera no podía ser la excepción. Esta forma de eliminar la ascepcia de una construcción y someterla al “orden mágico de las cosas” me parece un rasgo fascinante de esos cuentistas naturales que son los orientales.
La tatarabuela Juana llegó a Barberena con aquel capital desenterrado y compró una gran casa de esquina, frente a la pila de las cinco calles. Instaló una tienda con varias puertas abiertas al público. Vendía “ropa de partida” que compraban los campesinos cuando bajaban de las montañas. También dulces de bolita que daban su punto en grandes peroles de hierro. Secaba cecina. Vendía pan caliente: tiras de franceses, conchas, molletes, lenguas y campechanas. Por la tarde, agotada de sus faenas, se vestía con un traje sastre y ponía una silla en la calle para tocar su mandolina, mientras observaba llegar a los cansados viajeros.
Aquel carácter de encuentro de caminos, de ruta de paso, ya venía de tiempos ancestrales. Para la etnia Pipil que extendía sus dominios desde el señorío de Cuzcatlán, este lugar constituía un importante corredor de comercio y fue lugar de establecimiento para algunos de sus cacicazgos alrededor de las lagunas Utzumazatl, El Pino y del Junquillo. La posición de la colina en que ahora se asienta Barberena fue estratégica para los Pipiles ya que desde allí podían tener control de los otros posibles habitantes de la zona: los chortís y los xincas.
Mi madre recuerda vagamente la presencia indígena. Cuando le pregunto, me contesta que sí, que había algunos pero que no usaban los trajes intensamente coloridos y de tejidos sofisticados que se usan en el altiplano: “Usaban mengalas de muselina blanca y unos pantalones bombachos con pita en la cintura”. Todo parece apuntar a que el poblado se convirtió pronto en “una villa de ladinos”.
Cuando los españoles sometieron a los cacicazgos indígenas de la zona, solicitaron las tierras por méritos hechos en la guerra de la conquista. La necesidad de colonizar estas “tierras belicosas” permitió el establecimiento de la llamada “Hacienda de Corral de Piedra” mediante concesión hecha a un español llamado Exequiel Murga, quien construyó la primera iglesia en aquel lugar extremadamente rocoso.
Llegado el siglo XVIII todavía no existía lo que hoy conocemos como Barberena, solamente la Hacienda Corral de Piedra que yo imagino como una encomienda. Cuando alrededor de 1839 pasó por allí John Lloyd Stephens, explorador y diplomático norteamericano, anotó en su diario de viaje que vio en la cresta de una colina pedregosa una construcción con apariencia de un castillo muy grande con iglesia y pueblo. A pesar de que estaba lloviendo no quisieron quedarse allí, “porque todos sus habitantes parecían estar borrachos”.
Durante la Revolución de 1871, la Hacienda Corral de Piedra ofreció por su ubicación un excelente lugar donde pernoctar a los jefes y lugartenientes de Justo Rufino Barrios que batallaban contra los conservadores. Allí hacían descansar a sus bestias en los corrales ya construidos. Y desde esa locación surgieron muchas de las órdenes y despachos que hicieron marchar la revolución.
En una de sus estadías, el general Barrios preguntó cómo se llamaba aquel lugar. Cuando le contestaron que “Corral de Piedra”, parece que el nombre no le agradó. Quería uno que “sonara mejor” y, de paso, congraciarse con su hombre de confianza José Barberena. El nombre de Corral de Piedra fue oficialmente cambiado al de San José de Barberena mediante decreto 20 de diciembre de 1879.
La escogencia del nombre parece hoy extrañamente ligado al futuro de aquella región. José Barberena, aparte de ser un gran jurista de pensamiento iluminista, era miembro de la Sociedad Económica de Amigos del País, entidad que resultaría profundamente influyente en establecer el cultivo del café como el eje económico sobre el cual el gobierno liberal intentaría llevar Guatemala a la “modernidad”. Para lograr este propósito, se precisaban extensiones de tierra cultivable para convertirlas, como todo el resto del país, en fincas de café.
De sobra es sabido que los curas poseían amplias extensiones de tierra en Guatemala y que el gobierno liberal se las expropió. Algunas de estos terrenos estaban ubicados en lo que se conoció como el “curato de Los Esclavos” a donde pertenecía Barberena. Antes del auge del café producían otros productos, entre ellos la panela. Mi madre recuerda las norias de la finca El Zapote, que fueron quedando como recuerdo de aquella época y los dulces que hacían de la panela, entre ellos uno delicioso que ella llama “batida” y que yo nunca probé.
Pero el gobierno liberal no obtuvo tierras para la caficultura solamente de las posesiones eclesiásticas. También las tomó de los territorios ejidales que eran propiedad comunitaria, invocando el poderío de su ejército y arrojando a la miseria a enormes cantidades de pobladores que, para el gobierno liberal, se convertirían en los brazos que un cultivo intensivo como la caficultura demandaba. A aquellos mozos se les exigiría trabajo obligatorio, acercando el gobierno liberal a la repudiable Colonia, más que a la ansiada “modernidad”.
A partir de aquel momento histórico, la existencia de Barberena quedó profundamente vinculada a la vida de las fincas. Mi madre recuerda que la pequeña ciudad estaba rodeada de 72. Y todos los relatos de familia están impregnados de aquella referencia rural de las fincas productoras de café.
Mi bisabuela Amparo hablaba mucho de los tiempos de cosecha cuando los hombres no dejaban de rastrillar los dorados granos “zurciendo” los patios de un lado al otro; de los tanques donde se lavaban los frutos rojos, pero que también servían para que los patojos nadaran cuando no era tiempo de cosecha; de cómo se juntaban las hojas en el fondo cuando estaban vacíos y que cuando el viento las arrastraba, salía de allí un sonido sibilante, como de culebra; de la llegada de infinidad de indígenas del altiplano para la recolección del café y de cómo se apilaban con sus familias enteras en las galeras de las fincas; de las casas patronales donde los mozos se acercaban, humildes, callados y con recelo, para hablar con “los patrones”.
Una de las fincas más significativas fue “Las Viñas”, fundada en 1834. Años más tarde, pasó a manos de la Compañía Hanseática de Hamburgo. En aquel entonces, tenía una extensión de 20 caballerías. Pero no fue la única posesión alemana en el área. La finca Cerro Redondo, con 80 caballerías también fue adquirida por ciudadanos alemanes. La finca “Las Sabanetas” fue propiedad de Nottebohm y Compañía, también de Hamburgo (esta última empresa llegó a tener en Guatemala 150 caballerías de terreno).
Quizá la presencia alemana en el área fue el origen de la historia del reloj que adorna el quiosco del parque. Algunos dicen que fue regalo de “los alemanes” para el pueblo de Barberena.
Para los tiempos en que se creó la Oficina Central del Café, una de las regiones que fue reconocida como “denominación de origen” fue Barberena. Para aquel entonces ya era el tercer distrito cafetalero, por orden de productividad en todo el país.
Tras la declaratoria de guerra que Guatemala hizo a Alemania en 1941, obviamente impulsada por Estados Unidos, el dictador Jorge Ubico procedió a la gradual intervención, expropiación y nacionalización de los bienes y propiedades de los alemanes, tomando en cuenta que sus plantaciones cafetaleras eran las más grandes y productivas del país. “Las Viñas” se convirtió en una finca intervenida y mi madre recuerda cómo, durante el gobierno de Juan José Arévalo, la contrataron allí como maestra. Ella no cabía en sí del gusto, porque las “fincas intervenidas” eran lugares donde los maestros ganaban un sueldo decoroso y tenían suficiente comida y leña.
Hablo de Barberena desde esos recuerdos que no son propios. Sucede que crecí en una familia de migrantes. La distancia que recorrieron para llegar a la ciudad de Guatemala fue muy corta (apenas 54 kilómetros), pero el mundo del que llegaron era lejano para mí, casi ininteligible.
Hace unos días leí en un libro de Amos Oz en el que cuenta la historia de cuando su familia emigró a Israel. No pesaba en su cabeza la antiquísima memoria de ser judíos, sino la nostalgia de Europa: los parques de Berlín, sus calles, la forma que tomó su vida en aquella ciudad europea. Él creció escuchando aquellas memorias inundadas de nostalgia.
Quizá nos pasa así a todos los hijos de migrantes: habitamos un mundo dual. Un espacio real con coordenadas geográficas que son claras y adonde acudimos, día con día para vivir. El otro, imaginario, construido con la niñez de nuestros padres y abuelos, con la épica familiar, con los paisajes de su memoria.
Cada noche, me metía en la cama con mi abuela, bajo la excusa de que “tenía miedo” y allí, en su habitación oscura, ella ejercía sobre mí su poderosa influencia: me contaba extraordinarias historias de Barberena.
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Mi abuela tenía una excepcional maestría con los cuentos. Siempre empezaba por esas historias infantiles dotadas de sutiles trazos de crueldad: un joven príncipe condenado a vivir convertido en un cerdito, la gente a la que “se la ganaba el diablo”, o un curioso relato donde una mujer a quien se le confía un jugoso secreto bajo promesa de no repetirlo, atenazada por la tentación, abre un hoyo en la tierra y, cada noche, lo repite a gritos dentro del hoyo. No recuerdo cuál era el secreto. Lo que no pude olvidar fue la obsesión de la señora contra la prohibición y su ingenio.
Sin falta, incluía relatos de miedo, como aquella historia de la gente que quería ver desfilar a las ánimas el 1 de noviembre y, para lograrlo, se ponía cheles de perro. También variadas versiones de encuentros con la siguanaba y la llorona, que ella aderezaba ofreciendo pruebas fehacientes de su existencia, mediante la sólida referencia de que los encuentros le habían pasado a gente conocida y confiable. Cuando yo le preguntaba por qué ya no aparecían los espantos, ella contestaba con lógica impecable que en la capital, la luz eléctrica lo distorsionaba todo y no permitía realmente ver.
Aquel universo a oscuras, en el que la familia vivía tan cerca “del monte”, no solamente tenía el poder de fascinarme, ofreciendo un contra punto importante a mi existencia citadina. También añadía dimensión a mi propio sentido de pertenencia por medio de la historia familiar. Sí, porque mi madre, mi abuela, mi bisabuela, fueron tejiendo en mi consciencia no solamente relatos de ficción. Como pan nuestro de todos los días, ellas me entregaban las historias que les servían para recomponer sus propios recuerdos y que me transportaban, no al espacio geográfico de Barberena, sino a la dimensión caprichosa, selectiva y profundamente afectiva de su memoria.
Uno de los relatos que se repetía era el nacimiento de mi madre. Mi abuela tenía apenas dieciséis años. Le empezaron los dolores de parto en medio de la noche y nadie estaba despierto. Sólo los chuchos ladraban allá, a lo lejos. Para llegar a la casa de la comadrona, tenía que atravesar corriendo un campo de maíz. A través de su relato, yo escuchaba el rumor de las tusas secas que rozaban su cuerpo en aquella singular carrera. Nunca escuché el sonido de las tusas secas. Pero siento que me acompaña en los momentos de incertidumbre y me provoca un particular sentimiento de soledad.
Mi abuela terminaba la historia diciendo con cierta solemnidad que mi madre había nacido muerta. Entonces, añadía cómo la había devuelto a la vida: le había metido los dedos en la garganta para sacarle las flemas, como hacían las campesinas y, solo entonces, la niña se había desatado a llorar.
Una saga interesante en la vida familiar empieza cuando mi abuela viajó a la Capital para hablar con el dictador Jorge Ubico. Se acostumbraba pedirle audiencia para comunicarle de los casos de incumplimiento de los padres del pago de la pensión de alimentos. Cuando ella le explicó su problema, él sopesó la situación: mi abuelo era un terrateniente cafetalero. Mi abuela, una mujer sin ningún peso. La solución fue tomar el destino de ella en sus manos: “¿Terminó el sexto grado?”, le preguntó. Ante su respuesta afirmativa, él le dijo: “Entonces, la voy a mandar de maestra rural”. Y sin que pudiera opinar, emitió el nombramiento.
Mi abuela recorrió con su trabajo como maestra rural muchas aldeas de Santa Rosa y de Jutiapa en tiempos en que no había caminos, ni comunicaciones. Fue maestra del Quebracho, del Junquillo, de San Antonio Miramar.
Aquellos parajes no parecían cercanos a la pujanza cafetalera de Barberena. Eran lugares aislados, de una pobreza radical, en los que los campesinos luchaban contra el hambre, roídos por los piojos y las niguas. Más pequeñas que una pulga, las niguas horadan la piel para anidar dentro, formando un saco que puede llegar a tener el tamaño de un grano de maíz. De hecho, a los pobladores del campo se les conocía como “tishudos” por la deformidad que el auge de las niguas en aquel ambiente tropical les causaba en los pies.
Para llegar hasta aquellas aldeas mi abuela tuvo muchas veces que viajar en mula, con sus hijos pequeños, cargando sólo lo indispensable. En una de aquellas inciertas aventuras, el río estaba crecido y una de las mulas fue arrastrada por la corriente. Mi abuela pudo aferrarse a la vegetación del fondo del río, pero la mula se ahogó. La encontraron muerta, río abajo. Aquella mula que tanto servía, varada río abajo, inerme y con los ojos vidriosos, quedó marcada en mi cabeza de niña como una muestra de anónima crueldad.
En otra, una de mis tías llegó a la pequeña aldea enferma de diarrea. No había médico y tampoco medicinas. Una costurera hurgó en los hoyitos que había abierto en la pared para guardar botones, colillas y agujas. Allí encontró una pastilla de cuajar quesos. Se la entregó a mi abuela para que la niña la tomara con agua gaseosa, porque el agua no era potable. Mi tía sanó y mi abuela nunca dejó de darnos pastillas de cuajar para parar la diarrea. Siempre me causó profunda curiosidad esa costurera con sus hoyitos abiertos en la pared que resguardaban cosas fundamentales.
A pesar de las carencias y dificultades que traían aquellas peregrinaciones, mi abuela y mi madre supieron convertirlas en escenas evocadoras con la poesía de su mirada: las casitas improvisadas de juncos que los campesinos construían para “la maestra”, donde se colaba la lluvia, formando riachuelos que se arrastraban bajo los muebles y se deslizaban bajo la puerta; el aprendizaje de mi madre del oficio de maestra, cuando le llevaba las manos a los campesinos, “duras como piedras”, para hacer rayas temblorosas; las tardes cuando los hombres jugaban cartas y los niños los imitaban recogiendo hojas del suelo que les servían de naipe; las mujeres, cuando se bañaban en el río, salían a la orilla, desnudas, peinando sus largos cabellos goteando agua que caía sobre la superficie pulida como un aguacero y, luego, los trenzaban, brillantes y los enrollaban sobre la cabeza como un sombrero.
Yo preguntaba a mi abuela qué les enseñaba a los campesinos y ella contestaba que “cosas básicas”: a quitarse los piojos con peines de dientes finos, a sacarse las niguas, a marchar para el 15 de septiembre (para lo cual hacían uniformes con los costales para el café) y a hacer coronas de flores de papel para el Día de los Muertos. Me contaba que les enseñaba a peinarse a las mujeres con tiras de tela que luego convertía en coquetas moñas. También alfabetizaba y enseñaba matemática rudimentaria a los adultos. Su gran orgullo era que muchos jóvenes que formó salieron de “aquel atraso” y se convirtieron en compradores de café.
A través de los relatos de mi madre, la he visto recorrer Barberena siendo una niña. Jugar “andares, andares” bajo la luz del único bombillo de la calle, acudir con los otros niños a revolver la basura que dejaban los marchantes, al final del día en el mercado, porque siempre dejaban fichas tiradas; salir corriendo detrás del tambor de los bandos para oír las órdenes del Alcalde; ir al llano del Cerro de la Cruz para deslizarse por la pendiente en cartones con los otros niños; desear una muñeca de celuloide expuesta en la vitrina de uno de los almacenes de Cleto y Ramón, los comerciantes chinos. Estos almacenes se convertían en albergue para los vendedores que bajaban de distintas aldeas los viernes por la noche, con sus redes llenas de frutas, dulces, carbón y pericas. Hallaban allí bodega y dormitorio. Dice mi madre que “aun cuando dormían con un ojo abierto y otro cerrado, por cuidar que no les fueran a robar, la pasaban bien por las noches, fumando cigarrillos de tusa y contando sus aventuras de viaje, hasta que el frío les calaba. Entonces se enchamarraban hasta la cabeza y parecían bultos tirados en el suelo, igual que su mercancía”.
Sus historias me han permitido escuchar la bocina de las camionetas San Felipe, rompiendo el silencio de la madrugada, anunciando su partida a la Capital. He visto salir a mi madre pequeña, con frío y adormilada, para acompañar a mi abuela joven con un canasto de gallinas para vender. Los ayudantes que bajan apresurados a subir los paquetes y luego se adentran en una carretera todavía hecha de piedrín que le saca a los viajeros la náusea.
A través de sus ojos, he visto aparecer, a lo lejos, la ciudad de Guatemala, en los años cuarenta, donde las empleadas domésticas, bien peinadas y uniformadas, salían de los chalets de las afueras para comprar el pan y recibir la leche. He visto aparecer la 19 calle, donde las regatonas esperan, despaviladas y ansiosas, la mercadería que viene en las camionetas, riendo con sus dientes de oro y haciendo sonar con sus manos nerviosas las fichas que abundan dentro de sus delantales. Y luego, ya habiendo ganado “unos lenes”, pasear contentas las dos, por la placita y los almacenes de la dieciocho calle.
De mi madre aprendí el verbo trastumbar porque antes de ir a la escuela tenía que ayudar a mi abuela a preparar los desayunos que servía en un pequeño comedor junto al mercado y ayudar con sus hermanos pequeños. También he sentido aquella extraña desolación a la salida de la escuela, frente a la misteriosa casa que fue de algún miembro de su familia. Acercarse a la ventana empolvada, ver los libros, los trastos, tirados en el suelo en señal de una partida súbita. Somatar la ventana para asustar a los murciélagos que cuelgan del techo y sentir su alocado aleteo en medio de aquella quietud del abandono.
Cuando mi madre se convirtió en una joven, la pila de las cinco calles se había empequeñecido. El alcalde de turno había mandado recortar su gran tamaño para permitir el intenso tráfico vehicular.
A mi madre también el pueblo le empezaba a quedar pequeño. Para la Navidad se había comprado yarda y media de indian head azul y yarda y media de color corinto para coser dos faldas que le servirían para buscar trabajo. Con su primer sueldo se hizo un corte francés en un salón de belleza y se compró unos guantes. El pueblo le quedaba ya, sin duda, pequeño.
Por eso, cuando en una encrucijada de caminos, vio llegar el auto de mi padre que, según ella recuerda, parecía “un ángel”, sintió un vago presagio. Mi padre era comprador de café y preguntaba por una de las fincas locales. Ella le dio la dirección y él le entregó una tarjeta de presentación. Fue el inicio de un viaje sin retorno.
A mi madre no le gusta visitar Barberena, aunque no cesa de añorar las tortillas con pacaya envuelta en huevo que venden en el parque, según ella, las mejores del país. Aquel lugar, que con tanto brío quiso un día dejar atrás, se convirtió en una pérdida permanente. Nunca pudo recuperarlo. Ella se lo explica diciendo que “con el tiempo llegaron personas con buenos deseos de hacerla prosperar, pero la hicieron desconocida para mí.”
Mi madre no acepta el devenir que destruye mundos y formas. La pila de las cinco calles que ella conoció, austera y útil para la gente, símbolo de la multiplicidad de caminos que alimentan al viajero, terminó completamente destruida, por el tiempo, la desidia y la falta de apego a la propia historia.
Quizá aquella pila, como idea, continuó sembrada en la horquilla de caminos donde alguna vez existió. Quizá fue por eso que, con afán de servicio, fue reconstruida recientemente. Pero no es ya lo que entonces fue.
Encerrada entre rejas, para que no tenga acceso a ella la gente, apretada en medio de un lugar abigarrado, sobrepoblado y ruidoso, aparece una rimbombante parodia: cuatro peces de bocas abiertas expulsan agua en un entorno de mosaicos azules, con techo de teja. Aquel mamotreto podría considerarse una preciosa expresión kitsch del recurrente deseo de una “modernidad”, nunca alcanzada y, por tanto, obsesiva. Eso, si no fuera por la pesada ironía de encerrar entre rejas un monumento destinado a celebrar la libertad de los caminos y del viaje. La pila es ahora una prisionera sucedánea, una mueca.
Lo único que nos devuelve al recuerdo de la pila que el tiempo borró es la placa conmemorativa que narra su historia. Tampoco está ya allí, en su esquina, la casa abandonada, poblada de murciélagos: hoy aquel espacio es una gran tienda de electrodomésticos. La casona de mi bisabuela, con tantas puertas abiertas a la calle, se partió en pequeños negocios donde se venden repuestos, celulares y quesos de Taxisco. La alameda de jacarandas, desnuda ya de cualquier vestigio vegetal, regurgita camionetas, estridentes bocinas y demasiado calor. La cartografía del recuerdo, no reconoce ya sus coordenadas geográficas.
Talvez no fue la gente, la culpable de tanto destrozo a la memoria y a la historia. Porque las cosas que el recuerdo resguarda, no se hallan en un lugar geográfico, sino en los dominios etéreos de la fantasía y de la emoción. Porque la historia construye con lágrimas y sangre, cosas destinadas a pasar. En todo caso, idealizada y cincelada en roca, aquella Barberena que recibimos como un cuento para antes de dormir, seguirá nutriendo las raíces de nosotros los hijos, los nietos. La recorrimos en la oscuridad de la mano de esas mujeres entrañables, tan asombrosamente fuertes, que la veían desde la distancia, añorada y perdida. Nuestra Barberena siempre fue un espacio que construyó la imaginación.
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