Al día siguiente de la elección leo en El Español un texto firmado por Santiago Gerchunoff donde recupera el poema “En agradecimiento”, donde Charles Bukowski, uno de los últimos poetas pendencieros, rescata a “la más vilipendiada de las especies humanas”, el hombre blanco norteamericano de clase media, a quien se critica, insulta y ningunea sin que él proteste. Y no protesta, dicen los liberales del poema y duda Bukoswski, porque tiene ese hombre tiene la sartén por el mango. Y entonces, “me descubro ante el hombre/ blanco norteamericano de clase media/ el hazmerreír/ de todos,/ el payaso,/ el bruto,/ el espectador de tv,/ el bribón,/ el bebedor de cerveza,/ el cerdo sexista,/ el marido inepto,/ el bobo,/ barrigón/ descerebrado/ capaz de aguantar cualquier/ maltrato possible/ sin decir/ nada/ limitándose a/ encender otro/ puro,/ repatingarse en el/ sillón e intentar/ sonreír”.
Trump demostró que las campañas electorales necesitan oneliners y show.
Amigos: nosotros ofrecíamos razón, planes, policy. Trump ofrecía a ese panzón descerebrado torpe cerdo machista del hombre blanco norteamericano de clase media una batalla por pelear. Nosotros enfriábamos la discusión para civilizar el tono. Trump lo recalentaba con llamados a la emoción, bromas de escuela secundaria, paparruchadas de bar y charlas de vestidor sobre mujeres bellas—charlas realistas de vestidor sobre mujeres bellas. Trump le hablaba al oído de los Chinaskis echados en el sofá de Bukowski.
Cuando en esos debates se veía a esa Hillary detallar políticas con acierto y aplomo, siempre on the money, el contraste —sin importar si se trataba de empleo, política exterior, humanidad hacia las personas en problemas o educación— era pasmoso.
Escribí en “Niño Donald, siéntese y aprenda”:
“La noche del primer debate presidencial, en uno de los exámenes que determinarán si puede no ya egresar con algún honor sino al menos hacerlo con la calificación mínima, Hillary Clinton puso en línea a Donald Trump como una maestra encara al peor estudiante de la clase. Clinton, que podría ser Commander-in-Chief, en el primer debate fue Teacher-in-Chief. Fue magisterial, ordenada y didáctica para presentar políticas en cada tema de la noche —desde comercio a raza, creación de empleo y crecimiento de la economía— mientras Trump se refugió en la miseria de los camorreros: sacar al otro de quicio y patearlo cuando está en el piso. Trump balbuceó en comercio —en menos de cinco minutos atacó a México cinco veces y luego otras diez a China— y jamás dio precisiones sobre cómo creará empleo y atraerá millones de dólares expatriados a Estados Unidos. Fue errático en política exterior, frívolo en materia racial y peligrosamente incompetente en asuntos nucleares. Tropezó y desvarió”.
Y luego:
“Clinton pronto notó que Trump no sería mayor adversario. No iban cinco minutos y ya había sugerido que no era sino un malcriado crecido con dinero de papá apenas interesado en beneficiar a otros tan ricos como él. Trump intentó llevar el juego al terreno del estudiante irrespetuoso dueño del aula (…) Inquieto y fuera de control, mordió cada anzuelo lanzado por la Teacher-in-Chief. Su boca se frunció en una O pronunciada, como muestran los peces que respiran con problemas”.
Y finalmente:
“A lo largo de la noche, Trump fue un irresponsable en sentido estricto: jamás tuvo un papel juicioso. No asumió que discriminó a afroamericanos ni a una Miss Universo, minimizó haber sido demandado y se quejó de ser auditado demasiadas veces. Un solo intercambio pudo definir su calidad moral para siempre. Clinton lo acusó de no pagar impuestos federales por años y él procuró apostillarla con engreimiento —«Eso es ser listo»—, pero ella captó la frase como las maestras que escuchan con oídos en la espalda mientras escriben en la pizarra, y le devolvió la respuesta sin siquiera mirarlo: si así es un tipo listo, entonces él no habría apoyado jamás a maestros, policías y millones de personas del corazón profundo de la América electoral que dependen de esos fondos. «Los impuestos son nuestra responsabilidad, no algo para evadir», respondió más tarde un cómico a Trump.
Trump fue menos infantil, hormonal y propenso a las bravatas que durante los debates del GOP y aún menos que en campaña, cuando nadie puede rebatirle, pero el hombre que proclama que instaurará la ley y el orden se encontró durante todo el debate con que la ley y el orden eran encarnadas por la firmeza y calma de Clinton. Trump no sabe nunca de qué habla y Clinton sabe demasiado bien qué se juega en la Casa Blanca: «Donald», le dijo una vez Hillary, «tú vives en tu propia realidad»”.
Donald, tú vives en tu propia realidad.
Otra vez: Donald-tú-vives-en-tu-propia-realidad.
¿Han visto esas películas donde un personaje ojeroso rebobina y reitera una y otra vez, enfermo de obsesión, unas palabras que ahora le resultan reveladoras pero antes le pasaron desapercibidas?
Pues aquí está. Den play: Donald-tú-vives-en-tu-propia-realidad.
Donald nos demostró que nosotros vivíamos en nuestra propia realidad electoral, no él. Donald tenía el pulso de la realidad. Donald vivía en la realidad correcta. Donald conectaba con las personas, que escondían su determinación a votarlo avergonzadas de la retahíla de desprecio que caía sobre el hombre por su —indiscutible— ignorancia supina para todo lo que no fuese su propia vida.
El tipo que dice ser el más listo —el tipo que desprecia al Estado y no le paga impuestos dirigirá el Estado que debe recaudarlos: dadle al loco el manejo del psiquiátrico— era el listo indicado para sus votantes. En el transcurso de cada debate, Trump pasó más de un episodio donde era un mejunje de nervios y vacilaciones que nada más podía escupir generalidades espantosas y torpezas supremas y se paseaba por el set exhibiendo, ora un desconocimiento supino de mucho y una ignorancia profunda de casi todo lo importante, ora una actitud desafiante de guardaespaldas de discoteca mafiosa plantándose detrás de Hillary.
Donald-tú-vives-en-tu-propia-realidad se convirtió en la realidad correcta. Para los votantes clave en los estados clave —los que dieron a Trump el colegio electoral, no la mayoría de votos—, esa realidad era conveniente. El Trump horrendo no era tan horrendo, parece, como sus deseos de que algo cambie, como sea, con quien sea —pero no con los que ya han estado demasiado tiempo al frente.
Trump se jactaba de que los medios no lo entienden. Nosotros creíamos que sí: era —es— un exudado de la sinrazón, vergüenza dickensiana, “agitador de toda calma imprescindible, levantisco irresponsable, incapaz con ganas, burro graduado, tú, maloliente, pedante, pomposo malvestido, calvo pretencioso, tahúr, aventurero, cowboy con pelo de muñeca, llano, rey de sí mismo, el prospecto más sombrío de Occidente, hórrido y fiero, cultivo repugnante de insensibilidad, siniestra aglomeración de cabellos, espeluznante expresión de mi género, ejemplo indudable de poco hombre, transpiración anal”.
Y tenía razón: no lo captábamos. Creo, hoy, que siempre supo que su discurso calaba en una vasta conjunción de personas identificadas con distintos aspectos de lo que él es y proyecta. Su misoginia podría espantar a algunos hombres y algunas mujeres más o menos moderados, pero más de la mitad de las mujeres blancas no le sacaron el cuerpo: es más que posible que, para ellas, esas mujeres que eran grabbed by the pussy fueran tontas y sin carácter, algo que ellas mismas, firmes y sólidas compañeras de sus hombres, batalladoras de insulto y armas tomar, no son.
Trump espantaba la sensibilidad liberal con sus burlas a un periodista discapacitado, a mujeres obesas y no muy agraciadas. Insultó a un juez de origen mexicano al que acusó de animadversión por eso, su origen mexicano —¿y la gente, concluiremos, le creyó eso? Maltrató en el pasado y volvió a hacerlo en la campaña a una Miss Universo latina, a la que consideró poco más que un cerdo y llamó Miss Housekeeping —¿y eso fue tolerable para sus votantes? Trump ofendió con su insulto a una periodista inquisitiva que, decía, tenía demasiada sangre saliendo por su cuerpo, en alusión a un cambio de humor durante el periodo. Era horrendo, bruto, incivilizado. Para nosotros. Para muchos, las mujeres cambian de humor cuando tienen la menstruación y la suya era una broma on the spot; el periodista discapacitado no era sino un debilucho y esas mujeres feas, pues, bueno, son feas: tampoco ellos saldrían con ellas.
Escribí por allí, en julio de 2016, tras la Convención Nacional Demócrata que nominó a Hillary:
“Fue caluroso en Filadelfia y fue fervoroso y fue, sobre todo, histórico. Hillary Clinton es ahora la primera mujer que puede suceder al primer presidente negro de Estados Unidos, y ese es mi lado sano del caleidoscopio del inicio de este largo cuento. El malo, el desacomodado, me muestra que en este mismo país casi la mitad de la población puede mirarse al espejo cada mañana, besar a sus hijos con todo el amor que uno puede y, con una sonrisa beatífica, acabar votando a Donald T***p”.
En un episodio de final de temporada de Parks and Recreation en 2013, Leslie Knope, la concejal interpretada por Amy Poehler, debe enfrentar a su némesis, Jeremy Jamms, el dentista del pueblo, para renovar su puesto. Knope propone entonces adicionar flúor al agua potable de Pawnee, su pueblo, pero Jamms, que se opone, le presenta una campaña brutal aliado a la compañía local de refrescos. “Yo tengo de mi lado hechos, ciencia y razón, y todo lo que él hace es sembrar el terror…”, dice Knope a su asistente. “¡Oh, Dios, va a ganar!”
Donald-tú-vives-en-tu-propia-realidad resultó ser Liberales-ustedes-viven-en-su-propia-realidad.