El país más feliz del mundo es, desde luego, Guatemala. O eso es lo que nos dicen algunos. La estrategia tiene su finalidad y es bastante obvia: si Guatemala es feliz, si Guatemala es próspera, ¿queda algo por hacer? Entre otras cosas, estas ilusiones de bienestar buscan que autores como Andrés Zepeda se dediquen a la ficción, como hacen los mismos ideólogos de la Guatemala feliz —«aquel chupete empalagoso y su envoltura de oropel»—. Lastimosamente para ellos, Zepeda los reconoce y denuncia echando mano de la ironía para enmarcar su obra y para, no menos importante, devolvernos rápidamente a la realidad: Guatemala es un país mayoritariamente pobre, desigual, violento, con altos índices de desnutrición crónica infantil, con decenas de miles de niñas embarazadas anualmente, con poquísima educación y donde los asuntos de Estado —o sea, los relativos al bien común— son menos importantes para los gobernantes de tuno que la defensa y conservación de las viejas jerarquías: la religión, la corrupción pública y privada, el Ejército y el narcotráfico.
¿Feliz?
Para no olvidar estos y tantos otros graves problemas que nos agobian escribimos y leemos obras como El país más feliz del mundo: Guatemala, entre el espanto y la ternura [1]. Pero también —y quizá esto sea lo más importante— lo hacemos para intentar discernir que una mejor sociedad es posible si trabajamos juntos, con los pies bien sembrados en la realidad, esto es, esquivando las huestes de falso optimismo y distinguiendo en nuestras adversidades una oportunidad para imaginarnos más justos y solidarios, pero a partir de lo concreto y lo posible. La idea, nos dice Zepeda, es que podamos al menos entendernos a pesar —o en virtud— de nuestras diferencias de interpretación [2]. Y que podamos adentrarnos a lugares y situaciones de Guatemala que nos eran antes desconocidas. ¿Quién sabe? Tal vez, si nos consagramos a esa labor, descubramos igualmente aspectos que no conocíamos de nuestro propio carácter, empezando por la capacidad de empatizar con el otro que es distinto a mí.
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La tesis se va desarrollando a ritmo sereno, se podría decir que agradable, y con una prosa bastante única, la cual se rebela abiertamente ante las reglas academicistas que muchas veces premian la forma sobre el fondo. Ese compás controlado nos permite digerir cómodamente las anécdotas y sus mensajes, los cuales se despliegan en torno a la noción de desigualdad. ¿Es natural? ¿Es lo mismo que diferencia? ¿Es monosémica? ¿Se puede combatir? Difícilmente podríamos negar que la idea de desigualdad (palabra, por cierto, que el autor utiliza y a la vez delata por trillada) es cada vez más relevante en el estudio del capitalismo, la modernidad y sus inevitables diagnósticos de (in)justicia social. Es en ese sentido en el cual la lectura se antoja particularmente útil para quienes por reflejo ideológico niegan que la desigualdad sea en sí misma un problema de mérito o que exista siquiera, inscrita en las estructuras económicas y políticas de nuestro tiempo.
En todo caso, conforme vamos conquistando capítulos nos son aclarados distintos fenómenos sociales que en principio podrían parecer inaccesibles: las antipatías a la empresa extractiva transnacional en ciertas regiones del país, los más crudos factores de empuje que obligan a familias enteras a emigrar al norte, las marcadísimas asimetrías en la ciudad capital y sus conflictos resultantes, la animadversión esa, tan guatemalteca, a la imagen del taxman, el legado persistente de subdesarrollo en las colonias europeas de América Latina, etc. Pero —ojo— también resalta el ensayista las virtudes históricas del capitalismo, que, como dice, «no son pocas». Este equilibrio narrativo separa el trabajo de Zepeda de los folletos ideológicos por encargo que suelen contaminar el debate público, lo cual es de agradecer. El lector podrá conocer a personas como Tomasa, la activista del Quiché; Ángel, el transexual del Lago de Atitlán, y Marvin, el poeta de Xelajú. Historias —estas y otras— que enriquecen invariablemente nuestro conocimiento y nuestra humanidad en equivalente medida (la diégesis de Selvin el tablayesero en el capítulo 13 te moverá).
Particularmente atractivo para mí, que soy un obseso de lo conceptual, es el capítulo 11, donde Zepeda discute algunos de los remedios que se han sugerido para mitigar la desigualdad socioeconómica. La pregunta central implícita viene siendo algo así como: ¿se puede eliminar la desigualdad en su totalidad o podemos únicamente amortiguar su impacto? En otro emplazamiento fuera del libro se atreve incluso a ensayar lo que pocos están dispuestos a decir en voz alta: que quizá lo que haya que desmantelar para arrancar la desigualdad de raíz sea la esencia del capitalismo tardío en sí y sus entramados íntimos, que «por inercia» dan mucho a unos y niegan tanto más a otros (a saber, «sus procesos de producción, regímenes de propiedad y relaciones de poder»).
En otras palabras, el mismísimo modelo de desarrollo, otrora incontestable.
En total son 19 capítulos. Para el leyente será grato encontrarse con desgloses técnicos y bien investigados de las contradicciones económicas actuales, hábilmente entrelazados con relatos vivientes de guatemaltecos y guatemaltecas que se sostienen apenas del lado flaco de la desigualdad. Con ello, Zepeda dota sus letras de sentido práctico. Y eso —el poder aterrizar en el mundo de lo aplicable desde la picota de las representaciones abstractas— es, en mi opinión, una contraseña siempre deseable en un buen comunicador o cuentacuentos. Y me parece que Andrés Zepeda lo es. Con talento para transmitir ideas y emociones por igual, el escritor invoca la cotidianidad de la Guatemala menos superficial expresada a través de sus propias vivencias (las de él y las de sus interlocutores) y nos llama —sin decirlo explícitamente— a la consideración del privilegio de unos y la desgracia de otros, del mantra ese que dice que «el poder todo lo vence y el dinero todo lo compra» y de nuestra posición en tales arreglos.
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Queda, sin embargo, la sensación al final del encuentro de que los graves problemas económicos, políticos y sociales que nos presenta la obra no han sido expuestos con la intención de ser resueltos, sino con el objeto de rebosarnos de más preguntas relevantes y de criterio suficiente para cuestionarnos, con dignidad y franqueza, si somos realmente un país feliz. Si nos encontrásemos ante un compendio de respuestas, sería más bien un libro religioso, y no lo que pretende ser: un ensayo sociológico. Después de todo, como nos recuerda Fernando Savater, el deber social —la ética, el buen vivir— está hecho de preguntas fundamentales sobre la humanidad y la libertad. Preguntas que se mantienen abiertas y, según el espíritu de los tiempos, cambiantes. En otras palabras, lo ético no emana de la respuesta que nos formulamos como tal, sino de ese reflexionar honesto y respetuoso guiado por un profundo sentido de propósito.
Este libro nos ofrece ese chance y un poquito más para que cada quien lo explore —como diría el autor— a su propia velocidad, a su propio pulso. Si tuviera que hacer una crítica, sería esta: me hizo falta una síntesis doctrinaria, eminentemente taxonómica, del debate histórico sobre la desigualdad, en particular desde el advenimiento del neoliberalismo made in Reagan, Thatcher, Juan Pablo II y Álvaro Arzú [3]. Creo que hubiese sido útil para los que leen sobre el tema por primera vez. Sugiero el último trabajo publicado por el Instituto Centroamericano de Estudios Fiscales (Icefi), titulado Renta básica universal: más libertad, más igualdad, más empleo, más bienestar. Una propuesta para Guatemala (2019-2030), a manera de complemento técnico al texto de Zepeda, que hace una «revisión [de] las tendencias de la desigualdad a nivel global» [4]. Otra cosa que me resultó un tanto distractora, sin llegar a menoscabar la calidad de mi trance, fue comprobar la tendencia de Zepeda a expresarse en párrafos largos, con muchos ejemplos separados por una coma. Habrá más de algún quisquilloso a quien esta cadencia le parezca repetitiva. En todo caso, considero que El país más feliz del mundo es una lectura esencial para empezar a disputar nuestras presunciones políticas y económicas más hondamente arraigadas, entender mejor a Guatemala y desentrañar nuestro rol en ella.
Me parece que quien ande en busca de una experiencia que le pueda propinar un tortazo en el alma (para purgarse un poco, sí, pero sobre todo para despertar de su letargo mental y espiritual patológico) lo ha encontrado en esta parada.
He aquí un oportuno repaso destinado a sacarnos de nuestra madriguera.
[1] Publicación de F&G Editores, Plaza Pública y la Universidad Rafael Landívar como un aporte, entre tantos otros, a un proyecto más grande llamado Desiguales.
[2] De hecho, Zepeda de entrada dedica su composición «a sus amigos de derecha», si no para ponerse de acuerdo, como sano ejercicio de alteridad en doble vía.
[3] Más allá del capítulo 11 y, en particular, de un magnífico minirrecorrido por la historia de la igualdad de iure versus la igualdad de facto, desde la Revolución francesa hasta nuestros días, narrada por el economista Fernando Carrera, exministro de Relaciones Exteriores (páginas 134-135).
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