Capítulo 1. Vitalino, sábado 27 de octubre de 1984
Capítulo 1. Vitalino, sábado 27 de octubre de 1984
Como una enredadera de tallo nudoso, la guerra se entrelazó con la vida. Algunos murieron asfixiados por ella. Otros supieron trepar. Esta es la historia de dos hombres, la Universidad de San Carlos y un crimen. Las vidas de Vitalino Girón, un expolicía jutiapaneco que acabó siendo uno de los últimos intelectuales del partido comunista, y del rector Eduardo Meyer se entrecruzaron en 1984, cuando el Ejército aún decidía quién podía vivir en Guatemala y quién no. Documentos inéditos hallados en el Archivo Histórico de la Policía Nacional permiten comprender la lógica de una de las últimas campañas de “control social” contra el movimiento sindical ejecutadas por la dictadura militar antes del comienzo del actual periodo democrático.
A David Dubón.
El que habla, se muere. Miguel Ángel Asturias lo sabía.
Millones de guatemaltecos también lo saben,
no hablan porque viven en una sociedad llena de cobardes
y porque tienen miedo.
Edelberto Torres-Rivas
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No eran ni las nueve de la mañana cuando Vitalino Girón golpeó la puerta de Edgar Portillo.
Edgar se puso una bata, Fabiola, su esposa, abrió la puerta.
–Perdoná, vos, estaba dormido –saludó Edgar.
–Pues yo no he pegado ojo –le contestó Vitalino.
Vitalino vestía de sábado en la mañana, un pantalón de deporte y una camiseta. Entró en la casa escoltado por su gran perro pastor alemán y un pack de seis cervezas. Edgar fijó los ojos en el alcohol que traía Vitalino.
–Dejame por lo menos desayunar –le dijo.
Quizás en otras circunstancias Edgar le habría pedido a Vitalino que se fuera a pasar la goma a otra parte. Pero no en la mañana de un día como aquel. Fabiola lo comprendió inmediatamente y se encaminó a la cocina, anunciando que prepararía huevos.
–¿Vas a ir vos? –preguntó Vitalino.
–Sí, con mi esposa –contestó Edgar.
Vitalino asintió con la cabeza y dijo que él también llevaría a la suya, a Lily. El cuerpo de Carlos no saldría hasta las cuatro de la tarde desde Funerales Reforma, en la zona 9, así que tenían tiempo de sobra. Llamaron a otro vecino, Luis Enrique El Chino Castañeda.
Vitalino, Edgar y El Chino trabajaban en la Universidad de San Carlos, la Usac. Los tres eran profesores de la Facultad de Económicas, rondaban los 40 años, y además vivían a pocas cuadras de distancia. Vitalino en la Colonia Monte Real, y Edgar y El Chino en la Monserrat; todos alrededor de la Calzada San Juan, en la zona 7 de Mixco, un municipio del área metropolitana de la ciudad de Guatemala.
Vitalino Girón Corado, primero por la derecha con una carpeta sobre las piernas. Ésta es una de las pocas fotografías que su familia conserva de él. Está tomada en Costa Rica. Probablemente entre el 4 y el 9 de junio de 1984 durante el seminario Estado y Desarrollo Económico. Fuente: copia de una foto familiar.
El área próxima a la calzada San Juan era una zona residencial de casas amplias de dos niveles y carros parqueados en la entrada. Allí vivían muchos funcionarios y profesionales de clase media.
El Chino llegó en sólo unos minutos. Desayunaron. Bebieron. Aquella tarde enterrarían a un compañero de la Facultad, así que tomar cerveza desde primera hora de la mañana no necesitaba ningún tipo de justificación.
Vitalino había llegado andando adonde Edgar. Sus compañeros le habían pedido que no saliese de casa, pero él parecía desoír cualquier consejo. Su cabeza debía de estar muy lejos, centrada en las grandes preguntas de los últimos días: ¿y cómo?, ¿y solo?, ¿y qué hago con ellas y los niños?, ¿y qué voy a hacer yo?, ¿y hasta cuándo?, ¿después de todo?, ¿y si Meyer lo está inventando todo?
Alrededor de las once apuraron la última lata de cerveza y El Chino, que había traído su carro, se ofreció a dejar a Vitalino en su casa. Antes de llegar, El Chino le invitó a entrar en la suya a tomar un caldo que había preparado su esposa. Se sentaron. El Chino le rogó que aquella tarde no saliera, que no se preocupara por el entierro de Carlos, que él y Edgar dirían unas palabras en representación de los compañeros de la Facultad.
–No seás bruto. Quedate. Cuando acabe nosotros te venimos a contar.
Carlos de León Gudiel trabajaba en el departamento estadístico del Instituto Guatemalteco de Seguridad Social y por las tardes daba clases en la Facultad de Economía de la Usac. El día anterior, Carlos había salido de la Facultad en su Corolla amarillo un poco antes de las siete de la tarde, rumbo a su casa, en la zona 11, para recoger a su esposa e ir a una fiesta de graduación. Al llegar a la 41 calle, en la colonia Urbanización González, los “hombres fuertemente armados y vestidos de particular” de los que siempre hablaba la prensa lo estaban esperando.
Le ametrallaron desde un vehículo blanco. El carro de Carlos se estrelló contra un árbol. Los vecinos lo reconocieron y corrieron a avisar a su esposa Carola. Le dijeron que había habido un accidente. Carola salió corriendo de casa, pero al aproximarse al carro fue ralentizando el paso. Comprendió que no se trataba de un accidente de tránsito. Reconoció sus vehículos, los famosos Ford Broncos, y sobre todo la manera de estar de aquellos hombres, sus miradas, cómo se llevaban a los labios sus aparatos de radio. Cuando se fueron, Carola se acercó al cadáver de su esposo. Una bala le había entrado al cráneo a través del ojo de derecho.
Carlos de León había vuelto de un lugar del que muy pocas personas jamás regresaron. Pero desde su secuestro, hacía diez meses, no había vuelto a ser el mismo. La tortura fue física y psicológica. Le obligaron a escuchar música durante las 24 horas a todo volumen. Canciones de Rigo Tobar. Le quebraron casi todos los dientes. Había tratado de suicidarse con una cuchilla de afeitar. Probablemente, sus torturadores se encargaron de hacérsela llegar cuando ya habían terminado con él, cuando pensaron que ya había entregado todo lo que podía dar. Carlos no podía soportar los alaridos de una mujer a la que estaban torturando cerca de su celda, pero no encontró las fuerzas para matarse.
Después de su liberación, nadie había querido acercarse a él. Todos murmuraban. Decían que había tenido que dar nombres de compañeros del Partido. Y se preguntaban acerca de las condiciones de aquella libertad.
Carlos de León usaba lentes con una montura enorme y tenía cara de matemático. Solía hablar con entusiasmo de su estancia en Chile durante el gobierno de Salvador Allende. Allí se había especializado en planificación económica.
Pero aquel Carlos apasionado por la construcción del socialismo había muerto en las cárceles clandestinas de la inteligencia militar. Algo se había quebrado en su interior. Sus últimos meses fueron de silencio y tristeza. Antes de asesinarlo ya habían acabado con él. Y ahora, ya muerto, sus colegas se veían en la necesidad de discutir si su entierro podía ser una trampa para ellos.
El Chino insistió hasta que Vitalino le dijo que sí, que estaba bien, que aquella tarde se quedaría en casa. Acabó la taza de caldo y salieron de la vivienda.
Sobre las tres y cuarto de la tarde, cuando El Chino terminaba de vestirse, sonó el teléfono:
–Mirá, voy saliendo, te espero aquí por donde está el tecolote.
El Chino se enfureció, pero Vitalino no le dejó seguir protestando:
–Mirá, no seas pura lata, yo quería a aquel, cómo de mal me iba sentir si no voy.
Sobre la Calzada San Juan había un enorme búho, un tecolote, colocado allí como reclamo publicitario, que con el tiempo se había convertido en una referencia geográfica para todos los habitantes de la ciudad de Guatemala. Muy cerca del tecolote había una gasolinera.
Vitalino parqueó allí su Mercedes Benz azul celeste para llenar el depósito. Antes de salir de casa había estado tocando la bocina del carro como un poseso para que su esposa Lily se apurase. Había salido disparado del garaje, quebrando las macetas de su mujer, y le había dicho medio enojado:
–Otra vez no me hagás esperar tanto.
Lily se mantuvo callada. Era una mujer pequeña, con la tez clara y el pelo corto y castaño. En el trayecto hasta la gasolinera Vitalino no paró de alegar porque pensaba que el día anterior le habían estafado: había echado combustible y ya apenas quedaba, así que era evidente que no le habían puesto todo el que había pagado.
Al llegar a la estación Esso, Vitalino se bajó del vehículo. Ella se quedó mirando fijamente la bomba de gasolina. La cantidad de galones subía poco a poco, a la par que el precio. Todo parecía estar bien. A saber por qué se quejaba Vitalino. Lily oyó cómo la puerta de lado del piloto se cerraba. Pero no miró, sólo escuchó.
El sonido de los casquillos cayendo y rebotando sobre el asfalto es difícil de olvidar.
Vitalino era un hombre de estatura mediana, y de espalda ancha. Tenía la piel oscura y el pelo corto y ensortijado. Era uno de esos orientales morenos y fuertes que tanto abundaban entre militares, policías y guardaespaldas.
La posibilidad de que aquel día llegase había estado presente en su vida desde hacía veinte años. Y allí estaba. El deseo de aferrarse a la vida se impuso. Ya herido, Vitalino se escurrió hacia el asiento trasero del automóvil, tratando de ocultarse. Lily se agazapó bajo la guantera.
Los sicarios eran hombres tranquilos. Cuando vieron que Vitalino desaparecía de su vista, uno de ellos se acercó a una de las ventanas traseras del carro y descargó su arma. Otro abrió la puerta del copiloto, agarró a Lily de un brazo y la lanzó fuera del vehículo. Ese mismo verdugo asomó su cabeza al asiento trasero y vio a Vitalino. La tapicería estaba salpicada de sangre. Con un arma corta apuntó al cráneo. Fue el duodécimo disparo que recibió.
El operativo había sido impecable. La pistola de Vitalino había permanecido en la guantera. No tuvo tiempo de resistirse.
Algunos minutos después, Edgar y Fabiola salieron de casa. Al llegar al tecolote, se encontraron con la cola de carros detenidos. Edgar Portillo le dijo a su esposa:
–Algún choque hubo.
***
Recortes de prensa nacional sobre el asesinato de Vitalino Girón Collado del 28 de octubre de 1984. Fuente: Archivo Central de la USAC
Al momento de su muerte Vitalino Girón Corado era decano de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de San Carlos. Durante la mayor parte de su vida fue profesor universitario y militante del Partido Guatemalteco del Trabajo, el PGT, el partido comunista guatemalteco, que era ilegal desde 1954 y cuyos miembros fueron perseguidos y asesinados durante los gobiernos militares de los años sesenta, setenta y ochenta.
Vitalino no fue un gran líder político ni un intelectual brillante. Nunca llegó a la Dirección Nacional del Partido, ni dejó una relevante obra escrita. Fue hasta el día de su muerte un superviviente. Superviviente de los tiempos del Ejército Secreto Anticomunista, y sus listas de sentenciados a muerte pegadas en las paredes de la universidad a finales de los sesenta. Superviviente de la cacería de comunistas que desató el general Lucas García en 1978. De los tiempos tenebrosos del general Germán Chupina y el ministro Donaldo Álvarez. De los Tribunales de Fuero Especial y sus jueces encapuchados durante el gobierno del general Ríos Montt en 1982.
Vitalino sobrevivió tanto que se quedó solo. Y entonces, durante el gobierno del general Mejía Víctores, cuando una Asamblea Nacional Constituyente ya había sido electa, y sólo faltaba un año para que asumiera el primer gobierno democrático desde 1954, fue eliminado.
Vitalino Girón fue el último decano militante del PGT que tuvo la Usac, la universidad pública de Guatemala. Tras su muerte, el Partido no volvió a ocupar ningún espacio de tanta influencia en la universidad, ni pudo generar ningún liderazgo público semejante. La izquierda guatemalteca existía ya sólo en la clandestinidad, en la Ciudad de México, y en las montañas.
Al lugar en que yacía el cadáver de Vitalino llegó pronto la policía. La sede del Cuarto Cuerpo de la Policía Nacional estaba a menos de un kilómetro. Los agentes acordonaron la zona. Entrevistaron a los testigos. Tomaron nota de sus relatos. Apuntaron que uno de los vehículos implicados en el ataque era un Colt con placas P187755. Que participó también una panel blanca. A los reporteros que se acercaron al lugar del crimen, les explicaron que inmediatamente organizarían retenes para que los asesinos no escapasen.
Al día siguiente, el gobierno militar emitiría un comunicado en el que se aseguraba que los asesinatos formaban parte “de un plan macabro” para “separar a la familia guatemalteca” y que era obra de “elementos antisociales”.
Mientras, en el velorio de Carlos de León, en Funerales Reforma de la zona 9, sonó el teléfono. Lesbia, hermana de Carlos, lo recuerda como si se tratase de la escena de una mala película. Un hombre alto y delgado descolgó el teléfono:
–¿Qué...? ¿Cómo...? ¿Cuándo...? –gritó.
Varios de los asistentes se dieron cuenta y preguntaron qué ocurría. Cuando supieron que Vitalino Girón acababa de morir asesinado, la mayor parte de los profesores y estudiantes de la Usac que allí estaban salieron a toda prisa. “Se desaparecieron todos”, dijo Lesbia. “Allí nos quedamos sólo la familia”.
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