Aquella mañana era como cuando sabes que solo te quedan los últimos bocados de un dulce realmente sabroso, y entonces pinchas un trozo con suavidad, te lo metes en la boca, y lo saboreas despacio, atenta a los matices.
Y en eso estaba, disfrutando, cuando pasó.
Quizás no presté atención a la pendiente y a la velocidad creciente que esta imprimía a la bicicleta. Entonces apareció el bache, y en un instante de esos larguísimos me di cuenta de que a esa velocidad no podía sortearlo, y se impuso la realidad de ser una ciclista inexperta, y apreté el freno equivocado, y la rueda de atrás osciló buscando espacio para rodar, y sentí miedo, y escuché a Asier gritar, y aterricé sobre el asfalto.
Un instante tonto que primero pareció ser no muy trascendente, y que, sin embargo, estrelló el riquísimo final de aquellos días contra el suelo.
Aún así cruzamos la frontera, y entré pedaleando en Guatemala convenciéndome de que aquello no era nada, y tratando de volver a centrar mis sentidos en el verde, en los rostros, en las pequeñas abarroterías y los anuncios de sodas ahora ya conocidas. Llovía muy ligeramente y todo estaba brillante. Pero tras una breve comida al borde del camino, en Jocotán, el intenso dolor en la muñeca derecha se convirtió en una certeza imposible de obviar. Con cabezonería infantil volvimos a subirnos a la bicicleta, solo para tener que bajarnos definitivamente unos kilómetros más arriba. En el microbús al que subimos nos sentamos en la última fila, y en la intimidad que te da compartir el asiento con otras tres personas a las que no conoces de nada lloré como una niña.
En Chiquimula descubrimos que, por supuesto, el seguro de viaje que teníamos incluía una desconocida franquicia que, de facto, eran todos los gastos que nos cobraron en aquel hospital caquero en el que había una bonita fuente de piedra con helechos en el centro del edificio, pero ningún especialista de guardia. Un hospital caro del que salí sin ninguna certeza, tras una placa de rayos X que no me dejaron conservar, la visita de un joven médico residente visiblemente alarmado por mis conocimientos sobre antiinflamatorios, y el informe de un traumatólogo al que ni yo no había visto, ni él me había visto a mí. Salimos de allí arrastrando las bicis por las calles de Chiquimula, en busca de una pensión donde descansar, y encontramos, de casualidad, la clínica de mi invisible traumatólogo. En una pequeña recepción esperaban unos quince adultos, y media docena de niños. Todos en silencio. Me acerqué a la secretaria, le mostré el informe del hospital y le susurre que me gustaría poder ver al mencionado doctor. Me senté en la última silla que quedaba libre, y minutos después, a todas aquellas personas que a saber desde cuando pacientemente esperaban les pareció perfectamente normal que yo, la última en llegar pero la única extranjera, fuera la siguiente en pasar.
No, el regreso a Guatemala no fue fácil. El pulman nos dejó en Central Norte y entramos en la ciudad empujando trabajosamente nuestras bicicletas durante ocho kilómetros, atravesando la zona 18, entre el humo y el ruido de las camionetas. Sin embargo, esos últimos kilómetros no puede borrar la felicidad de estos días de bicicleta. Una felicidad intensa y tan franca que, de hecho, se me escapaba por la garganta y me hacía cantar. Yo canto fatal, no tengo ni voz ni ningún sentido del ritmo, y no recuerdo la letra de casi ninguna canción, pero eso es lo de menos… durante muchos días he cantado alto y sin complejos, inventando historias y estrofas a cada pedaleada con las cosas que iban apareciendo en el camino. ¿Cuándo fue la última vez que se sintieron tan tan bien que no han podido controlar el impulso de cantar alto cualquier cosa? Yo creo que así, con tanta intensidad y durante tanto tiempo, no me pasaba desde niña.
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