Capítulo 19. La huelga. Meyer, Vitalino, Bernardo, Ángel Antonio y Paulina, octubre de 1984
Capítulo 19. La huelga. Meyer, Vitalino, Bernardo, Ángel Antonio y Paulina, octubre de 1984
Como un enredadera de tallo nudoso, la guerra se entrelazó con la vida. Algunos murieron asfixiados por ella. Otros supieron trepar. Esta es la historia de dos hombres, la Universidad de San Carlos y un crimen. Las vidas de Vitalino Girón, un expolicía jutiapaneco que acabó siendo uno de los últimos intelectuales del partido comunista, y del rector Eduardo Meyer se entrecruzaron en 1984, cuando el Ejército aún decidía quién podía vivir en Guatemala y quién no. Documentos inéditos hallados en el Archivo Histórico de la Policía Nacional permiten comprender la lógica de una de las últimas campañas de “control social” contra el movimiento sindical ejecutadas por la dictadura militar antes del comienzo del actual periodo democrático.
Meyer acababa de volver de un viaje oficial de veinte días por México y los Estados Unidos para apoyar al Grupo Contadora cuando se encontró con los primeros paros de labores, el inicio de una posible huelga. “Vi reportes de prensa sumamente preocupantes en los que se mencionaba la intención de grupos desconocidos de crear desórdenes en la Universidad de San Carlos”, escribió Meyer en su autobiografía.
Pero esos supuestos “grupos desconocidos” no lo eran tanto. El rector sabía que se trataba del sindicato de la Usac, el STUSC, y conocía bien sus motivos. Habían pasado otros tres meses y los trabajadores seguían sin tener una respuesta sobre su demanda salarial.
En agosto, Vitalino Girón había entregado al Consejo Superior Universitario el informe final de la comisión de estudio que coordinaba. No fue posible encontrar el documento, pero los testimonios de los sindicalistas y las actas del comité ejecutivo del sindicato de la Usac evidencian que fue favorable a un aumento salarial en términos muy similares a la propuesta del sindicato. Si Vitalino había filtrado la información financiera a los trabajadores es muy probable que no sólo apoyase la demanda salarial sino que fuese consciente de que los fondos sí existían.
Las actas del sindicato de la Usac evidencian que sólo Vitalino Girón firmó el informe. El director financiero, Morales Taracena, también miembro de la Comisión, no lo suscribió.
Pero ese informe, tan esperado por todos, no había servido de nada. En su sesión del 22 de agosto, el Consejo Superior Universitario simplemente hizo caso omiso. “En vista de que por el momento la universidad carece de fondos no se puede conceder dicho aumento”, había resuelto el Consejo. Las demás reclamaciones todavía continuaban en estudio.
El sindicato fue oficialmente informado de ello veinte días más tarde, en una audiencia concedida el 12 de septiembre. Meyer pidió la comprensión de los trabajadores. Prometió que si en la nueva Constitución que en esos meses se estaba redactando se aprobaba el incremento de la asignación a la universidad, del 2.5 al 5% de los ingresos del Estado, el año siguiente se podría hablar de dar el aumento.
Tres días más tarde, Meyer se marchó a ese viaje que lo llevó, durante unos veinte días, a México y a Estados Unidos para respaldar la solución negociada a los conflictos en Centroamérica. Aquel viaje fue una actividad en apoyo de la estrategia del ejército de Guatemala, que buscaba la paz para la región al margen de la política intervencionista de los Estados Unidos.
En esos días en que Meyer viajaba, el sindicato celebró una asamblea general. Los trabajadores, entendiendo que las reclamaciones eran viejas –el aumento de salarios o la creación de la Junta Universitaria de Personal venían desde 1979–, y que el Consejo “había cerrado cualquier opción de diálogo”, decidieron emplear “la única fuerza que les quedaba para hacer valer sus derechos”. Los paros progresivos comenzaron el 4 de octubre.
Meyer empezó a ceder. Al aterrizar en Guatemala, declaró a la prensa que era cierto que los salarios ya no alcanzaban, que las peticiones de los trabajadores eran justas y razonables, y que el problema estribaba en que la Universidad de San Carlos “afrontaba una profunda crisis financiera, derivada de su continuo crecimiento, y la falta de aportes extraordinarios por parte del Gobierno”.
En los últimos cuatro años, la asignación estatal a la universidad se había mantenido estática en 24 millones de quetzales, mientras la población estudiantil había aumentado casi en un tercio. De 35,000 estudiantes en 1980, a más de 45,500 en 1984. Pero los 24 millones de quetzales seguían siendo los mismos y la moneda se estaba devaluando.
En 1984, la transferencia del Gobierno sólo alcanzaba para pagar el 76% de los gastos de la universidad. Para cubrir el agujero, Meyer había intentado subir las tasas estudiantiles. Pero ése era siempre un asunto espinoso.
Meyer relata en su autobiografía cómo en 1983, cuando preparaba la sesión del Consejo en la que se aprobaría un aumento de las cuotas, un grupo de estudiantes ocupó la rectoría. Uno de ellos se abrió el abrigo que vestía y le mostró al rector las granadas de mano que colgaban del interior. Desde entonces, el tema de las tasas, que era muy impopular, no se había tocado.
Sin poder aumentar sus ingresos propios, la universidad dependía de los aportes extraordinarios que el jefe de Estado tuviese a bien otorgarle. Así que el rector estaba prácticamente forzado a tener buena relación con el Gobierno.
Virgilio Álvarez sostiene en su libro Conventos, aulas y trincheras que en Guatemala, al contrario de lo que pasó en otros países como Argentina o Brasil en los que los regímenes militares intervinieron directamente las universidades, el Ejército siguió una estrategia diferente: estrangular financieramente la institución, y golpearla continuamente para inducirla a que se autodepurase pero sin suprimir nunca la autonomía.
Con Meyer en la rectoría, los aportes extraordinarios, que habían sido inexistentes en 1980 y 1981, volvieron a producirse. En 1984, la asignación extra fue de 3 millones de quetzales que, en un principio, se otorgaron exclusivamente para el programa de infraestructuras. Sin embargo, Meyer negoció con el Ministro de Finanzas que parte de esos recursos se asignaran a programas de docencia.
Pero el presupuesto extra no se había sentido en facultades grandes como Económicas. De hecho, en 1984, la Facultad había reducido sus profesores fijos de 48 que tenía en 1983 a 37. Investigadores a tiempo completo solo había cuatro, uno menos que el año anterior.
El sindicato no era ajeno a la fragilidad financiera de la Usac. Pero sabían que para los viajes, el combustible y los gastos de representación del rector siempre había dinero. Que para pagar asesores para los altos funcionarios no faltaban los fondos. Que para construir obra gris, el Gobierno sí autorizaba transferencias. También sospechaban que existían plazas fantasma y que se adjudicaban obras sobrevaloradas.
Cuando Meyer, a la vuelta de su viaje, propuso que la sesión del Consejo Superior Universitario para abordar las demandas del sindicato se celebrase en el Biotopo del Quetzal, un parque natural situado a 100 kilómetros de la ciudad, a Paulina Pineda le pareció una broma de mal gusto. Los dirigentes del sindicato pensaron que era una maniobra destinada a sacarlos de paseo un par de días, invitarlos a almorzar en un lugar lindo, y esperar que se olvidasen de seguir con los paros.
Cooptar había sido una estrategia recurrente. Ocurrió con Meyer y con muchos otros, asegura Paulina. Gabriel Guzmán, trabajador de la editorial universitaria y dirigente del sindicato universitario en 1982, afirma que cuando Meyer estaba organizando su candidatura, un grupo afín a él en la Facultad de Ciencias Jurídicas se le acercó para hacerle entender que el sindicato tenía que “blanquearse”, que si seguía siendo tan “rojo” les dificultaba a sus miembros conseguir un ascenso. Ángel Antonio Vázquez también recuerda los famosos “tragos con chicharrones” a los que se les convidaba.
La sesión del csu en el Biotopo del Quetzal se celebró el 9 y el 10 de octubre. El Consejo aprobó la mayor parte de las reclamaciones de los trabajadores: la conformación de la Junta Universitaria de Personal, las reclasificaciones, el problema de la biblioteca. Todo menos lo más importante, el aumento salarial.
Meyer repitió los argumentos ya conocidos: que no había fondos y que para el año siguiente, cuando la Constituyente les doblase la asignación, todo mejoraría. El rector, además, recordó a los sindicalistas que no se pagarían los salarios de quienes insistiesen en los paros.
A pesar de ello, el sindicato de la Usac siguió adelante. A mediados de octubre, la huelga era ya un hecho. Los paros eran de siete horas y media al día. Los trabajadores se distraían charlando bajo la ceiba en la Plaza de Mártires, o mataban el tiempo jugando al voleibol.
El día 15 de octubre, el periódico El Gráfico recogía declaraciones de Meyer: “creo que lo mejor que puedo hacer ahora es dialogar con los funcionarios de Gobierno, para ver si a través de ellos se puede terminar con estos paros que han perjudicado sobremanera la labor de la Universidad de San Carlos”.
Ese diálogo se daría dos días más tarde. Vitalino Girón, Eduardo Meyer y el jefe de Estado, el general Mejía Víctores, se sentarían en la misma mesa.
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