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Capítulo 5. El nuevo rector. Meyer, 16 de junio de 1982

Eduardo Meyer había visto cómo se apilaban los ca­dáveres sin entender la lógica de todo aquello. Nunca com­prendió por qué matar con tanta ligereza. Meyer ha­bía participado en el Consejo de Estado del gobierno de Lucas García, y había visto cómo se amenazaba a sus miembros sólo por oponerse a una decisión del ge­neral.
Meyer se vio afectado profundamente por el hecho. Qui­zás porque si la cadena de muertes seguía un orden lógico, él era el siguiente.
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Capítulo 5. El nuevo rector. Meyer, 16 de junio de 1982

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Como una enredadera, la guerra se entrelazó con la vida. Algunos murieron asfixiados por ella. Otros supieron trepar. Esta es la historia de dos hombres, la Universidad de San Carlos y un crimen. Las vidas de Vitalino Girón, un expolicía que acabó siendo uno de los últimos intelectuales del partido comunista, y del rector Eduardo Meyer se entrecruzaron en 1984, cuando el Ejército aún decidía quién podía vivir en Guatemala y quién no. Documentos del Archivo Histórico de la Policía Nacional permiten comprender la lógica de una de las últimas campañas de “control social” contra el movimiento sindical ejecutadas por la dictadura militar.

Lo primero que hizo al entrar en aquel despacho que lle­vaba años sin tener un propietario permanente fue co­locar un Cristo. Eduardo Meyer pensó que sólo en­comendándose a Dios saldría vivo del cargo, el más im­portante que había ocupado en su vida.

Sus antecesores inmediatos en la rectoría de la Uni­versidad de San Carlos no habían tenido mucha suerte. A Saúl Osorio no lo pudieron salvar ni los cien­tos de cartas que Amnistía Internacional le hacía lle­gar al general Lucas García pidiéndole que respeta­sen su vida. En menos de dos años, a mediados de 1980, tuvo que solicitar permiso para abandonar tem­poralmente el cargo, hacer las maletas y marcharse a México.

De manera interina, a Saúl Osorio le sucedieron los decanos Leonel Carrillo Reeves, de Farmacia, el in­geniero Raúl Molina, y Romeo Alvarado Polanco, de Ciencias Jurídicas. Leonel Carrillo renunció a ser rec­tor en funciones sólo para forzar la convocatoria de unas nuevas elecciones, y terminar de una vez con el periodo para el que había sido electo Saúl. No lo con­­siguió, y fueron nombrados dos decanos más en reuniones clandestinas del Consejo Superior Univer­sitario celebradas fuera de la Ciudad Universitaria. La izquierda no se rendía. Pero tanto el ingeniero Molina co­mo el licenciado Alvarado Polanco habían acabado en el exilio antes del fin de 1980.

Leonel Carrillo volvió, esta vez sí, para convocar elec­ciones tras la renuncia definitiva de Saúl Osorio, anun­ciada desde México. Por si se le pasaba por la ca­beza reinstalarse, el CSU lo jubiló. Su periodo y todo lo que representó debían enterrarse para siempre.

En la nueva elección triunfó Mario Dary, un biólogo pionero del ambientalismo, un hombre conserva­dor pero académico, que logró aglutinar a todos los sec­tores opuestos al proyecto de la izquierda, desde los anticomunistas a los que sólo querían que todo regresara a la normalidad. La izquierda no presentó can­didato.

Dary asumió el 16 de junio de 1981 y fue asesinado seis meses después, el 15 de diciembre, cuando salía de la universidad. Un comando denominado Comité de Resistencia Popular, el CRP, reivindicó el atentado. Eran probablemente militantes de la juventud del Par­­tido o de las organizaciones de estudiantes afines al Ejército Guerrillero de los Pobres. Desde hacía me­ses, el CRP publicaba panfletos en los que señalaba que la elección de Mario Dary había sido una “farsa”, una imposición de la “dictadura fascista”.

Eduardo Meyer estaba fuera del país cuando el rec­tor fue asesinado. Al conocer la noticia volvió in­mediatamente. Ese mismo día, un grupo de universi­tarios con Leonel Carrillo al frente le propuso la candidatura. Ganar fue fácil. Meyer sólo tuvo que su­birse a la plataforma que ya había sido organizada pa­ra llevar a Dary a la rectoría. De nuevo, la izquierda no presentó candidatura.

Meyer ya sabía lo que era la violencia. El rector Valdeavellano, del que había sido secretario general, so­brevivió a un atentado con carro bomba en 1976. El candidato a rector que Meyer había promovido en 1978, Bernardo Lemus, exmilitante del PGT, había si­do asesinado en enero de 1981 cuando era funciona­rio del gobierno del general Lucas García.

Eduardo Meyer había visto cómo se apilaban los ca­dáveres sin entender la lógica de todo aquello. Nunca com­prendió por qué matar con tanta ligereza. Meyer ha­bía participado en el Consejo de Estado del gobierno de Lucas García, y había visto cómo se amenazaba a sus miembros sólo por oponerse a una decisión del ge­neral. A él mismo le habían hecho saber que sería eje­cutado si rechazaba la contratación de un crédito pa­ra construir la carretera de circunvalación de la ca­pital. ¿Por qué no negociar y todos contentos? Él siem­pre se había movido entre la izquierda y la derecha lo­grando apoyos para candidatos, prometiendo a cada uno lo que pedía. Así había llegado a presidir el Colegio de Médicos, y a convertirse en un factor electoral im­portante en la Facultad de Medicina y otras facultades sin gran tradición ideológica. Ese era el lenguaje razo­nable que debía prevalecer.

Al asumir como rector, Meyer pasaba de los 40 años. Era un hombre de cara redonda, con algunos ki­los de más, bigote poblado y tez blanca. Tenía aspecto bo­nachón pero no lo era tanto. Era un traumatólogo res­petado. Encarnaba a una clase media acomodada, des­cendiente de inmigrantes europeos; nacionalista, pero tan temerosa de la Revolución como de los abusos de los militares. Había estudiado en un colegio marista, el Liceo Guatemala, donde compartió aulas con una parte importante de la élite económica. Entre ellos su amigo Fernando Andrade Díaz-Durán, que se­ría can­ciller en el gobierno del general Mejía Víctores, y le abriría a Meyer las puertas al mundo de la diplomacia.

En aquel 16 de junio de 1982, el nuevo rector pro­nunció un discurso de investidura dirigido a exigir el retorno a la normalidad y criticar el proyecto de la iz­quierda. “Ya es tiempo de que aquellos que sólo se acuerdan de reclamar libertad para sus ideas, pero que ignoran toda libertad para los demás, abandonen su dogmatismo”, recalcó Meyer y continuó: “Esta cri­sis debe terminar y todos tenemos la obligación mo­ral de ofrecer todos nuestros esfuerzos para que la crisis desaparezca para siempre”.

***

En el instante en que supo que Leonel Carrillo había si­do asesinado, Eduardo Meyer se santiguó. Fue el 25 de noviembre de 1983. El atentado sucedió mientras el rector se encontraba en una reunión del Consejo Su­perior Universitario de Centroamérica, en la ciudad de Panamá. Meyer bajó del avión enfurecido. Carrillo no sólo le había apoyado en su elección, era también su amigo y lo había contratado como asesor de la rec­toría.

Nadie reclamó la autoría del asesinato. Se habló de que a Leonel Carrillo lo tenía amenazado la ultrade­recha y de que había tenido problemas con los vendedo­res de drogas que operaban en la universidad. Pero re­sultaba más que probable que hubiera sido ejecutado por la izquierda, quizás por militantes del Partido. Fue un ataque idéntico al que había sufrido Mario Dary un año antes. Y por la misma razón. Ambos eran considerados los usurpadores que habían sacado de la rectoría a Saúl Osorio.

Meyer se vio afectado profundamente por el hecho. Qui­zás porque si la cadena de muertes seguía un orden lógico, él era el siguiente. Su primera reacción fue de­cretar 30 días de luto. Una semana después, el 2 de diciembre, en el acto de conmemoración de la autono­mía universitaria, pronosticó su propia muerte: “Yo seré la próxima víctima del derramamiento de sangre. Mi cuerpo quedará en tierra, pero mi espíritu estará con Dios y mi querida universidad”. El auditorio, en el que había funcionarios y diplomáticos extranjeros, se quedó con la boca abierta.

Aquel día, Meyer contó a los periodistas que sólo Dios lo protegía y que él ya le había entregado su vida, así que no temía. Pero no era del todo cierto. Meyer te­nía a su servicio a cuatro agentes de la policía discre­tamente vestidos de civil.

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