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Capítulo 9. La Isla. Ada Melgar, 2010

Las fichas, las fotos, todo salió a la luz gracias a un accidente. Un día de junio de 2005, un polvorín en la Brigada Mi­litar Mariscal Zavala, uno de los cuarteles más im­portantes del país, situado en la zona 17 de la ciudad de Guatemala, estalló. A unos tres kilómetros de dis­tancia, al otro lado del Puente de Belice, en la zona 6, los vecinos del Barrio de San Antonio se inquieta­ron.
Se supone que allí estuvo La Isla. Aunque no se han encontrado pruebas, algunos supervivientes han iden­tificado el lugar como la cárcel clandestina y centro de torturas conocida por ese nombre.
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Capítulo 9. La Isla. Ada Melgar, 2010

Historia completa Temas clave

Como una enredadera, la guerra se entrelazó con la vida. Algunos murieron asfixiados por ella. Otros supieron trepar. Esta es la historia de dos hombres, la Universidad de San Carlos y un crimen. Las vidas de Vitalino Girón, un expolicía que acabó siendo uno de los últimos intelectuales del partido comunista, y del rector Eduardo Meyer se entrecruzaron en 1984, cuando el Ejército aún decidía quién podía vivir en Guatemala y quién no. Documentos del Archivo Histórico de la Policía Nacional permiten comprender la lógica de una de las últimas campañas de “control social” contra el movimiento sindical ejecutadas por la dictadura militar.

Ada Melgar recuerda que los primeros días en el equi­po de investigación del Archivo Histórico de la Policía Na­cional, el AHPN, fueron muy duros. Una compañera su­ya estaba viendo y organizando fotografías de casas de seguridad de las organizaciones guerrilleras tomadas por el ejército. Algunas fotos eran terribles. Su compa­ñera le dijo: “los muertos nos hablan, Ada, los muertos nos dan información”. Y esa noche Ada, después de mu­cho tiempo, soñó con su padre.

Uno de los expedientes que hay en el Archivo His­­tórico es el del padre de Ada. Hugo Rolando Mel­gar, profesor de la Universidad de San Carlos, miembro del Partido, fue asesinado en 1980. Ada tenía entonces 16 años. Ahora tiene casi 50 y el pelo blanco.

Entre las 821,000 fichas de control criminal, social y político que guarda el Archivo, Ada encontró una con su apellido. A Hugo Rolando Melgar lo seguían des­de 1956, desde que era sólo un estudiante. En el do­cumento registraron toda su trayectoria como uni­versitario y militante.

Estas fichas pertenecen al Departamento de In­ves­tigaciones Criminológicas, el DIC, y son cartulinas ta­­maño cuartilla, como las que se usaban en las bi­blio­tecas. Solo que estas no servían para registrar re­­ferencias bibliográficas sino que detallaban, de ma­nera cronológica, todas actividades en las que se veía in­­volucrada una persona.

La de Hugo Rolando Melgar no es una excepción. Hay otras fichas que atestiguan el seguimiento a per­so­nas durante más de veinte años. Por ejemplo la del lí­der político Manuel Colom Argueta, asesinado en 1979.

Otra ficha muy conocida es la del dirigente estu­dian­til Oliverio Castañeda de León. La policía lo iden­tifica en su cartulina como un agitador sindical tras el informe confidencial de una manifestación, en agosto del 78, elaborado por el Cuerpo de Detectives. A Oliverio lo asesinarían dos meses después. Una de las particularidades del Departamento de Investigacio­nes Criminológicas es que los investigado­res o detectives que allí trabajaban iban vestidos de civil y se infiltraban en cualquier tipo de actividad, ya fuera una marcha de protesta o los ensayos de un grupo de or­­questa de música clásica.

Después de la ficha, Ada Melgar encontró en el Ar­­chivo unas fotos. En ellas descubrió el cuerpo de su padre en la morgue. Semidesnudo, acribillado a ba­­lazos.

Hugo Rolando Melgar era abogado, en el momento de su muerte era el asesor legal del rector Saúl Osorio.

Las fichas, las fotos, todo salió a la luz gracias a un accidente.

Un día de junio de 2005, un polvorín en la Brigada Mi­litar Mariscal Zavala, uno de los cuarteles más im­portantes del país, situado en la zona 17 de la ciudad de Guatemala, estalló. A unos tres kilómetros de dis­tancia, al otro lado del Puente de Belice, en la zona 6, los vecinos del Barrio de San Antonio se inquieta­ron. Ellos vivían alrededor de las dependencias de la an­tigua Policía Nacional, y pensaron que también allí ha­bía almacenadas municiones que podrían hacerlos vo­lar por los aires.

La Oficina del Procurador de los Derechos Huma­nos conformó una comisión para verificar el estado de los depósitos de explosivos por toda la ciudad. Vi­sitaron las instalaciones policiales de la zona 6 para asegurarse de que los vecinos no corrían peligro.

De la comisión formaba parte Edeliberto Cifuen­tes Me­dina, que comprobó, junto con el resto del equipo, que no había riesgo de explosiones en esas vie­jas instalaciones de la Policía. Pero Edeliberto es his­­toriador y en su recorrido por aquellos edificios aban­donados no pudo evitar fijarse en unas ventanas tras las que asomaban torres de papeles amarillentos. Edeliberto entró por una puerta rotulada con el nom­bre de Área Histórica y le preguntó a la agente que en­contró allí qué era aquello. La policía, con toda nor­malidad, le respondió:

–Esto es el Archivo de la Policía.

Todas las policías del mundo generan registros. Pe­ro Guatemala lo había negado. Cuando en 1997, la Co­misión de Esclarecimiento Histórico demandó ac­ceso a los archivos del Ejército y la Policía para realizar un “Informe de la Verdad”, el gobierno de Álvaro Ar­zú simplemente desmintió la existencia de registros po­liciales. Pero existen. Son 7,900 metros lineales de pa­pel. Unos 80 millones de documentos. Los expertos di­cen que es, como el de la Stasi, la policía política de la Alemania del Este, uno de los acervos policiales más grandes del mundo.

En Guatemala, el país de los silencios, la verdad an­da esparcida por todas partes, y también concentra­da en un viejo y olvidado edificio de la ciudad.

El Archivo Histórico está dentro de un área ocu­pada por instalaciones policiales desde hace más de 40 años. La edificación que lo alberga iba a ser un hos­pital de la Policía que nunca acabó de construirse. Se utilizó como sede de la Policía Militar Ambulante, y del Sexto Cuerpo de la Policía Nacional.

Se supone que allí estuvo La Isla. Aunque no se han encontrado pruebas, algunos supervivientes han iden­tificado el lugar como la cárcel clandestina y centro de torturas conocida por ese nombre.

El inmueble estaba abandonado. A su alrededor se acumulaban los esqueletos oxidados de cientos de ve­hículos. En su interior, la celulosa de millones de oficios y memorándums policiales alimentaba a cu­carachas y ratones, y servía de sustrato a las plantas. Los documentos estaban tirados en el suelo, en la hu­medad, o amontonados en legajos y pilares hasta el techo. Muchos de ellos se habían echado a perder para siempre.

Pero ocho años de trabajo y cuidados han dado su fruto. El continente luce ahora distinto. Las carro­cerías viejas han sido apartadas a un lado, fuera del pe­rímetro, ahora delimitado, del Archivo Histórico. El edificio está limpio. Los pasillos han sido pintados de un verde aséptico que pretende ser alegre. Sobre los muros hay fotos de paisajes y niños.

El equipo de archivistas que ahora trabaja allí ha he­cho un gran esfuerzo por humanizar el inmueble, por hacerlo soportable, pero hay una presencia insal­vable. La naturaleza del edificio se revela en la dispo­sición de pasillos sellados, y áreas divididas en numero­sos ambientes, algunos de no más de un metro cuadrado, sin ventanas ni ventilación, y para las que sólo existe un único acceso. Ahora, esas pequeñas de­pendencias atesoran las cajas de documentación ya pro­cesada.

El contenido también empieza a brillar. El equipo del actual Archivo comenzó a trabajar sentado sobre ca­jas de Coca Cola y cerveza, limpiando documentos du­rante las horas de luz natural. Hoy, en un amplio co­rredor en el que nunca llegaron a verse camillas ni mé­dicos, grandes escáneres de última generación ra­diografían el papel.

El registro más antiguo del Archivo Histórico es un libro del año 1882. Los documentos más recientes son de 1997. Este lugar es el testimonio de la evolución del estado policial en Guatemala, desde su nacimiento en tiempos de Estrada Cabrera, a finales del siglo XIX, has­ta la Doctrina de Seguridad Nacional de la segunda par­te del siglo XX. Desde la instauración de los azotes con palo de membrillo en aquella Ciudad de Guatema­la de 1900 que apenas era un pueblo, hasta la vorágine de la contrainsurgencia, cuando el Estado comenzó a matar a sus ciudadanos para protegerse de ellos.

El equipo del Archivo ha priorizado la información en­tre 1975 y 1985, los años más duros del conflicto ar­mado, y hasta la fecha se llevan unos 15,200,000 do­cumentos digitalizados y procesados. Todavía que­da mucho por leer, pero ya hay dos cosas que de ma­nera contundente saltan a la luz: la obediencia de la Policía Nacional al Ejército de Guatemala, y el control, re­gistro y fichaje sistemático al que fue sometido la po­blación.

El AHPN es un archivo administrativo. Eso es algo que hay que explicar bien a las familias que ya se han atrevido a acercarse a él en busca de informa­ción so­bre sus asesinados y desaparecidos. Hay oficios y providencias, documentos por medio de los cuales las diferentes unidades de policía se remiten o solicitan in­formación, telegramas, circulares internas, hojas de no­vedades de cada cuerpo, resúmenes de actividad po­licial, y un largo etcétera en los cuales nunca apare­ce, de manera explícita y directa, información relativa a la autoría de los secuestros y ejecuciones. Ni al des­tino de los desaparecidos. Pero los documentos dicen mucho más de lo que uno entiende a primera vista. Solo hay que aprender a leerlos.

El caso del sindicalista Fernando García es un buen ejemplo de ello. Hasta el momento, este es el único proceso judicial en que documentación hallada en el Archivo ha servido como prueba para condenar a miembros de las fuerzas de seguridad por desapa­rición forzada. Pero más que la contundencia de la do­­cumentación policial encontrada, fue una cadena de casualidades lo que lo hizo posible.

Fernando García fue capturado por policías uni­formados en la zona 11 de la ciudad de Guatemala, cerca del mercado de El Guarda. El sindicalista cayó en un retén de los muchos que se organizaron bajo el man­do del coronel Bol de la Cruz. Fue a las 11 de la ma­ñana del 18 de febrero de 1984. Fernando García iba acompañado de Danilo Chinchilla, herido en el retén y llevado al hospital Roosevelt donde, antes de que lo desaparecieran, pudo hacer una grabación, con­firmando el lugar en el que habían sido detenidos. Es­te testimonio resultaría definitivo.

En el AHPN no existe constancia de las capturas de Fernando García y Danilo Chinchilla. Pero sí se en­contraron múltiples documentos que relatan cómo fue ordenado y organizado un operativo de limpieza y patrullaje en el mismo día y lugar de su desaparición. Tam­bién hay documentos que aluden a la capacitación que el ejército dio a la policía para llevar a cabo ese ope­rativo en concreto, qué cuerpos policiales parti­ciparon y adónde debían llevar a los detenidos.

Además, quedó constancia de una anormal presen­cia aquel 18 de febrero del jefe de la Policía, Héctor Bol de la Cruz, en la sede del Cuarto Cuerpo, que es don­de se supone que llevaron a Fernando García. Apa­recen las peticiones de información sobre su para­dero que realizó su esposa, Nineth Montenegro, y los do­cumentos en que la policía niega haber realizado el operativo.

La policía sabía que no debía quedar constancia de las detenciones de “subversivos” como Fernando, pe­ro en este caso cometieron un error. El jefe del Cuarto Cuerpo, Jorge Alberto Gómez, propuso con­decorar a cuatro policías de su unidad por los éxitos lo­grados en un operativo realizado en el mismo lugar y en el mismo día que fue detenido Fernando. El Ar­chivo guardó copia de la solicitud de Gómez y esta fue la prueba decisiva.

De Fernando García existe también una ficha de con­trol del DIC en la que aparecía calificado como subversivo.

La condena a los captores de García en 2011 fue un comienzo. Así lo sintió la mayor parte del equipo de profesionales que trabaja en él.

En los descansos de media mañana y almuerzo, los trabajadores del Archivo suelen jugar al voleibol. Hacer volar la pelota les sirve para eliminar parte del ago­bio acumulado trabajando en las pequeñas y oscu­ras salas del edificio. Son un grupo bastante heterogé­neo. Hay familiares de desaparecidos o asesinados co­mo Ada Melgar, y capitalinos de clase media que, mien­tras la luz anaranjada del escáner ilumina sus ros­tros, se preguntan si el país del que hablan esos do­cumentos es el mismo que ellos conocieron. Como tantos otros guatemaltecos, vivieron la guerra sin sa­ber que la vivían.

El papel se muere. Por eso el trabajo de limpieza y digitalización es a contrarreloj. Pero luego hay una tarea lenta y difícil: descubrir la forma del rompecabe­zas y poner en orden todas las piezas. Ese es el trabajo de Ada Melgar. El equipo de investigación del AHPN se ha encargado de levantar la historia institucional de la Policía, analizar sus estructuras, conocer sus re­glamentos, determinar el marco jurídico de la época, des­cifrar los códigos de claves, e identificar patrones de actuación y cadenas de mando.

El de Melgar está en la lista de casos pendientes que maneja el Ministerio Público, el MP. Actualmente, es­ta institución es la que más solicitudes de información pre­senta al Archivo. Ada está contenta con los prime­ros pasos del proceso judicial de su padre, pero cree que la dinámica del mp de lanzar causa por causa, de ma­nera individual, puede que no sea la más efectiva.

El caso de su padre responde a un patrón concreto de actuación. A Hugo Rolando Melgar lo asesinaron el 24 de marzo de 1980. El 25 fue el sepelio. El 26 ma­taron a Alfonso Figueroa, Sabanita, uno de los com­pañeros de su padre que había acudido al entierro el día anterior.

La misma situación que se repetiría con Carlos de León y Vitalino Girón, y que antes se había dado con Bernardo Lemus y Carlos Centeno. “Asesinatos en pareja”: uno era eliminado aprovechando el entie­rro del otro.

El modus operandi también era el mismo. “Hom­bres desconocidos vestidos de particular” que desde mo­tos o varios vehículos atacan a otro automóvil en la vía pública. Fusiles de asalto o armas automáticas de gran calibre. Asesinato selectivo, no intento de ro­bo o secuestro.

Mismo perfil de víctimas: intelectuales del PGT vin­culados a la Usac.

Ada piensa que en Guatemala habría que hacer lo mismo que en Argentina, donde se han conectado los casos que revelaban un mismo patrón, y se han im­pulsado de forma colectiva. De esta manera adquie­ren más peso, se consiguen penas más grandes.

Ada Melgar cree que en Guatemala se puede de­mostrar la responsabilidad del Estado en la represión de la Usac.

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