Capítulo 9. La Isla. Ada Melgar, 2010
Capítulo 9. La Isla. Ada Melgar, 2010
Como una enredadera, la guerra se entrelazó con la vida. Algunos murieron asfixiados por ella. Otros supieron trepar. Esta es la historia de dos hombres, la Universidad de San Carlos y un crimen. Las vidas de Vitalino Girón, un expolicía que acabó siendo uno de los últimos intelectuales del partido comunista, y del rector Eduardo Meyer se entrecruzaron en 1984, cuando el Ejército aún decidía quién podía vivir en Guatemala y quién no. Documentos del Archivo Histórico de la Policía Nacional permiten comprender la lógica de una de las últimas campañas de “control social” contra el movimiento sindical ejecutadas por la dictadura militar.
Ada Melgar recuerda que los primeros días en el equipo de investigación del Archivo Histórico de la Policía Nacional, el AHPN, fueron muy duros. Una compañera suya estaba viendo y organizando fotografías de casas de seguridad de las organizaciones guerrilleras tomadas por el ejército. Algunas fotos eran terribles. Su compañera le dijo: “los muertos nos hablan, Ada, los muertos nos dan información”. Y esa noche Ada, después de mucho tiempo, soñó con su padre.
Uno de los expedientes que hay en el Archivo Histórico es el del padre de Ada. Hugo Rolando Melgar, profesor de la Universidad de San Carlos, miembro del Partido, fue asesinado en 1980. Ada tenía entonces 16 años. Ahora tiene casi 50 y el pelo blanco.
Entre las 821,000 fichas de control criminal, social y político que guarda el Archivo, Ada encontró una con su apellido. A Hugo Rolando Melgar lo seguían desde 1956, desde que era sólo un estudiante. En el documento registraron toda su trayectoria como universitario y militante.
Estas fichas pertenecen al Departamento de Investigaciones Criminológicas, el DIC, y son cartulinas tamaño cuartilla, como las que se usaban en las bibliotecas. Solo que estas no servían para registrar referencias bibliográficas sino que detallaban, de manera cronológica, todas actividades en las que se veía involucrada una persona.
La de Hugo Rolando Melgar no es una excepción. Hay otras fichas que atestiguan el seguimiento a personas durante más de veinte años. Por ejemplo la del líder político Manuel Colom Argueta, asesinado en 1979.
Otra ficha muy conocida es la del dirigente estudiantil Oliverio Castañeda de León. La policía lo identifica en su cartulina como un agitador sindical tras el informe confidencial de una manifestación, en agosto del 78, elaborado por el Cuerpo de Detectives. A Oliverio lo asesinarían dos meses después. Una de las particularidades del Departamento de Investigaciones Criminológicas es que los investigadores o detectives que allí trabajaban iban vestidos de civil y se infiltraban en cualquier tipo de actividad, ya fuera una marcha de protesta o los ensayos de un grupo de orquesta de música clásica.
Después de la ficha, Ada Melgar encontró en el Archivo unas fotos. En ellas descubrió el cuerpo de su padre en la morgue. Semidesnudo, acribillado a balazos.
Hugo Rolando Melgar era abogado, en el momento de su muerte era el asesor legal del rector Saúl Osorio.
Las fichas, las fotos, todo salió a la luz gracias a un accidente.
Un día de junio de 2005, un polvorín en la Brigada Militar Mariscal Zavala, uno de los cuarteles más importantes del país, situado en la zona 17 de la ciudad de Guatemala, estalló. A unos tres kilómetros de distancia, al otro lado del Puente de Belice, en la zona 6, los vecinos del Barrio de San Antonio se inquietaron. Ellos vivían alrededor de las dependencias de la antigua Policía Nacional, y pensaron que también allí había almacenadas municiones que podrían hacerlos volar por los aires.
La Oficina del Procurador de los Derechos Humanos conformó una comisión para verificar el estado de los depósitos de explosivos por toda la ciudad. Visitaron las instalaciones policiales de la zona 6 para asegurarse de que los vecinos no corrían peligro.
De la comisión formaba parte Edeliberto Cifuentes Medina, que comprobó, junto con el resto del equipo, que no había riesgo de explosiones en esas viejas instalaciones de la Policía. Pero Edeliberto es historiador y en su recorrido por aquellos edificios abandonados no pudo evitar fijarse en unas ventanas tras las que asomaban torres de papeles amarillentos. Edeliberto entró por una puerta rotulada con el nombre de Área Histórica y le preguntó a la agente que encontró allí qué era aquello. La policía, con toda normalidad, le respondió:
–Esto es el Archivo de la Policía.
Todas las policías del mundo generan registros. Pero Guatemala lo había negado. Cuando en 1997, la Comisión de Esclarecimiento Histórico demandó acceso a los archivos del Ejército y la Policía para realizar un “Informe de la Verdad”, el gobierno de Álvaro Arzú simplemente desmintió la existencia de registros policiales. Pero existen. Son 7,900 metros lineales de papel. Unos 80 millones de documentos. Los expertos dicen que es, como el de la Stasi, la policía política de la Alemania del Este, uno de los acervos policiales más grandes del mundo.
En Guatemala, el país de los silencios, la verdad anda esparcida por todas partes, y también concentrada en un viejo y olvidado edificio de la ciudad.
El Archivo Histórico está dentro de un área ocupada por instalaciones policiales desde hace más de 40 años. La edificación que lo alberga iba a ser un hospital de la Policía que nunca acabó de construirse. Se utilizó como sede de la Policía Militar Ambulante, y del Sexto Cuerpo de la Policía Nacional.
Se supone que allí estuvo La Isla. Aunque no se han encontrado pruebas, algunos supervivientes han identificado el lugar como la cárcel clandestina y centro de torturas conocida por ese nombre.
El inmueble estaba abandonado. A su alrededor se acumulaban los esqueletos oxidados de cientos de vehículos. En su interior, la celulosa de millones de oficios y memorándums policiales alimentaba a cucarachas y ratones, y servía de sustrato a las plantas. Los documentos estaban tirados en el suelo, en la humedad, o amontonados en legajos y pilares hasta el techo. Muchos de ellos se habían echado a perder para siempre.
Pero ocho años de trabajo y cuidados han dado su fruto. El continente luce ahora distinto. Las carrocerías viejas han sido apartadas a un lado, fuera del perímetro, ahora delimitado, del Archivo Histórico. El edificio está limpio. Los pasillos han sido pintados de un verde aséptico que pretende ser alegre. Sobre los muros hay fotos de paisajes y niños.
El equipo de archivistas que ahora trabaja allí ha hecho un gran esfuerzo por humanizar el inmueble, por hacerlo soportable, pero hay una presencia insalvable. La naturaleza del edificio se revela en la disposición de pasillos sellados, y áreas divididas en numerosos ambientes, algunos de no más de un metro cuadrado, sin ventanas ni ventilación, y para las que sólo existe un único acceso. Ahora, esas pequeñas dependencias atesoran las cajas de documentación ya procesada.
El contenido también empieza a brillar. El equipo del actual Archivo comenzó a trabajar sentado sobre cajas de Coca Cola y cerveza, limpiando documentos durante las horas de luz natural. Hoy, en un amplio corredor en el que nunca llegaron a verse camillas ni médicos, grandes escáneres de última generación radiografían el papel.
El registro más antiguo del Archivo Histórico es un libro del año 1882. Los documentos más recientes son de 1997. Este lugar es el testimonio de la evolución del estado policial en Guatemala, desde su nacimiento en tiempos de Estrada Cabrera, a finales del siglo XIX, hasta la Doctrina de Seguridad Nacional de la segunda parte del siglo XX. Desde la instauración de los azotes con palo de membrillo en aquella Ciudad de Guatemala de 1900 que apenas era un pueblo, hasta la vorágine de la contrainsurgencia, cuando el Estado comenzó a matar a sus ciudadanos para protegerse de ellos.
El equipo del Archivo ha priorizado la información entre 1975 y 1985, los años más duros del conflicto armado, y hasta la fecha se llevan unos 15,200,000 documentos digitalizados y procesados. Todavía queda mucho por leer, pero ya hay dos cosas que de manera contundente saltan a la luz: la obediencia de la Policía Nacional al Ejército de Guatemala, y el control, registro y fichaje sistemático al que fue sometido la población.
El AHPN es un archivo administrativo. Eso es algo que hay que explicar bien a las familias que ya se han atrevido a acercarse a él en busca de información sobre sus asesinados y desaparecidos. Hay oficios y providencias, documentos por medio de los cuales las diferentes unidades de policía se remiten o solicitan información, telegramas, circulares internas, hojas de novedades de cada cuerpo, resúmenes de actividad policial, y un largo etcétera en los cuales nunca aparece, de manera explícita y directa, información relativa a la autoría de los secuestros y ejecuciones. Ni al destino de los desaparecidos. Pero los documentos dicen mucho más de lo que uno entiende a primera vista. Solo hay que aprender a leerlos.
El caso del sindicalista Fernando García es un buen ejemplo de ello. Hasta el momento, este es el único proceso judicial en que documentación hallada en el Archivo ha servido como prueba para condenar a miembros de las fuerzas de seguridad por desaparición forzada. Pero más que la contundencia de la documentación policial encontrada, fue una cadena de casualidades lo que lo hizo posible.
Fernando García fue capturado por policías uniformados en la zona 11 de la ciudad de Guatemala, cerca del mercado de El Guarda. El sindicalista cayó en un retén de los muchos que se organizaron bajo el mando del coronel Bol de la Cruz. Fue a las 11 de la mañana del 18 de febrero de 1984. Fernando García iba acompañado de Danilo Chinchilla, herido en el retén y llevado al hospital Roosevelt donde, antes de que lo desaparecieran, pudo hacer una grabación, confirmando el lugar en el que habían sido detenidos. Este testimonio resultaría definitivo.
En el AHPN no existe constancia de las capturas de Fernando García y Danilo Chinchilla. Pero sí se encontraron múltiples documentos que relatan cómo fue ordenado y organizado un operativo de limpieza y patrullaje en el mismo día y lugar de su desaparición. También hay documentos que aluden a la capacitación que el ejército dio a la policía para llevar a cabo ese operativo en concreto, qué cuerpos policiales participaron y adónde debían llevar a los detenidos.
Además, quedó constancia de una anormal presencia aquel 18 de febrero del jefe de la Policía, Héctor Bol de la Cruz, en la sede del Cuarto Cuerpo, que es donde se supone que llevaron a Fernando García. Aparecen las peticiones de información sobre su paradero que realizó su esposa, Nineth Montenegro, y los documentos en que la policía niega haber realizado el operativo.
La policía sabía que no debía quedar constancia de las detenciones de “subversivos” como Fernando, pero en este caso cometieron un error. El jefe del Cuarto Cuerpo, Jorge Alberto Gómez, propuso condecorar a cuatro policías de su unidad por los éxitos logrados en un operativo realizado en el mismo lugar y en el mismo día que fue detenido Fernando. El Archivo guardó copia de la solicitud de Gómez y esta fue la prueba decisiva.
De Fernando García existe también una ficha de control del DIC en la que aparecía calificado como subversivo.
La condena a los captores de García en 2011 fue un comienzo. Así lo sintió la mayor parte del equipo de profesionales que trabaja en él.
En los descansos de media mañana y almuerzo, los trabajadores del Archivo suelen jugar al voleibol. Hacer volar la pelota les sirve para eliminar parte del agobio acumulado trabajando en las pequeñas y oscuras salas del edificio. Son un grupo bastante heterogéneo. Hay familiares de desaparecidos o asesinados como Ada Melgar, y capitalinos de clase media que, mientras la luz anaranjada del escáner ilumina sus rostros, se preguntan si el país del que hablan esos documentos es el mismo que ellos conocieron. Como tantos otros guatemaltecos, vivieron la guerra sin saber que la vivían.
El papel se muere. Por eso el trabajo de limpieza y digitalización es a contrarreloj. Pero luego hay una tarea lenta y difícil: descubrir la forma del rompecabezas y poner en orden todas las piezas. Ese es el trabajo de Ada Melgar. El equipo de investigación del AHPN se ha encargado de levantar la historia institucional de la Policía, analizar sus estructuras, conocer sus reglamentos, determinar el marco jurídico de la época, descifrar los códigos de claves, e identificar patrones de actuación y cadenas de mando.
El de Melgar está en la lista de casos pendientes que maneja el Ministerio Público, el MP. Actualmente, esta institución es la que más solicitudes de información presenta al Archivo. Ada está contenta con los primeros pasos del proceso judicial de su padre, pero cree que la dinámica del mp de lanzar causa por causa, de manera individual, puede que no sea la más efectiva.
El caso de su padre responde a un patrón concreto de actuación. A Hugo Rolando Melgar lo asesinaron el 24 de marzo de 1980. El 25 fue el sepelio. El 26 mataron a Alfonso Figueroa, Sabanita, uno de los compañeros de su padre que había acudido al entierro el día anterior.
La misma situación que se repetiría con Carlos de León y Vitalino Girón, y que antes se había dado con Bernardo Lemus y Carlos Centeno. “Asesinatos en pareja”: uno era eliminado aprovechando el entierro del otro.
El modus operandi también era el mismo. “Hombres desconocidos vestidos de particular” que desde motos o varios vehículos atacan a otro automóvil en la vía pública. Fusiles de asalto o armas automáticas de gran calibre. Asesinato selectivo, no intento de robo o secuestro.
Mismo perfil de víctimas: intelectuales del PGT vinculados a la Usac.
Ada piensa que en Guatemala habría que hacer lo mismo que en Argentina, donde se han conectado los casos que revelaban un mismo patrón, y se han impulsado de forma colectiva. De esta manera adquieren más peso, se consiguen penas más grandes.
Ada Melgar cree que en Guatemala se puede demostrar la responsabilidad del Estado en la represión de la Usac.
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