Como Godot, esperando el tren que nunca llega
Como Godot, esperando el tren que nunca llega
Los migrantes centroamericanos llegan a México y pronto buscan las vías del tren para continuar el recorrido hacía Estados Unidos. En Tenosique, estado de Tabasco, los migrantes pasan varios días a la espera de que “La Bestia” aparezca y tengan una oportunidad de trepar por sus costados sobre la marcha. El número de personas que huye de sus países de origen ha comenzado a generar datos que describen una crisis humanitaria en Centroamérica. Los Estados del Triángulo Norte ya no pueden ofrecer condiciones mínimas de sobrevivencia para muchos de sus ciudadanos. Huir, no importa a dónde, siempre y cuando sea lejos de casa, es parte de las nuevas premisas.
Un camino en medio de un descampado. Un árbol. Empieza la tarde y sin el sol en el firmamento (ni en la frente), la esperanza de muchos migrantes recae en que el tren por fin aparezca, que bufe en alguna parte.
Vienen de Honduras, de El Salvador, de Guatemala y Nicaragua buscando este punto en Tenosique, Tabasco, México, donde aparece por primera vez uno de los tramos que recorre “La Bestia”, el ferrocarril, a 50 kilómetros de la frontera norte con Guatemala.
Hasta hace unos años el tren se detenía aquí por completo, y aquí cambiaba o se hacía de carga, había una estación en funcionamiento y los migrantes aprovechaban la tranquilidad de “La Bestia” para trepar por sus costados y empezar su recorrido hacía el México profundo sobre los vagones de metal en busca de Estados Unidos. Pero hoy todo ha cambiado y el tren que pasa por Tenosique ya no toma cargas ni suspende la marcha. Ahora avanza y ruge mientras los migrantes que llegan a este lugar intentan aferrarse con todas sus fuerzas a sus costados. El tren tampoco tiene horarios. Nadie sabe la hora en que pasará. Por lo regular lo hace en plena oscuridad. Y la estación en la que antes se coordinaban las cargas y descargas hoy es un viejo y derruido edificio que ha sido ocupado por gente mayor: al menos cuatro jubilados de la liquidada Ferrocarriles Nacionales de México, y que viven allí hacinados junto a animales de granja.
—El tren vendrá hoy… —y hay un silencio largo.
—Si no viene hoy vendrá mañana.
Ambas frases son las más repetidas durante la tarde, bajo el árbol frente al albergue de migrantes La72.
—El tren vendrá hoy, hoy en la noche pasa. Tiene cinco días de no pasar. Hoy pasa —dice Darwin Ayala, 29 años, de El Progreso, Honduras. Ayala alza la vista hacia el horizonte, en dirección de las vías del tren.
Pero no, no hay nada que se aproxime. Nadie se mueve.
Ayala es un migrante peculiar. Huye de Honduras porque, como dice, allá era policía militar y eso, si te reconocen, si te ubican como parte de la seguridad pública, es una sentencia de muerte. Un día lo vieron sin la capucha del trabajo, pero con el uniforme y la placa, y desde entonces, en su colonia la pandilla local lo amenazó de muerte. Muerte para él, muerte para su hijo de dos años, muerte para su esposa, muerte para su mamá. Tiene un mes con 15 días de estar en Tenosique, y en tan corto tiempo ya ha conseguido trabajo: vende helados en este descampado, bajo un árbol, frente al único albergue de migrantes de Tenosique. Desde su puesto de trabajo, comparte el mismo interés de los otros migrantes por la llegada del tren, salvo que a él, la llegada del tren, es algo que ya no le entusiasma. Vendrá, no vendrá, da igual.
Ayala también es un migrante particular porque su destino ya no es Estados Unidos. “Me vale madre llegar al Norte”, dice. Ha llegado a Tenosique, México y espera, confía, quedarse un poco más. Tiene un mes de haber solicitado refugio en México. “Ya llevo cinco firmas de 12 que necesito”, sonríe. Pero su historia también retrata un cambio significativo en la lógica de la movilidad humana que sucede paralela a las rutas del ferrocarril. Para muchos migrantes Estados Unidos ya no es un destino relevante, en cambio, lo importante ahora es huir, buscar otro lugar, no importa dónde, siempre y cuando sea lejos de su país de origen. Desde hace dos años, Honduras es el principal país de Centroamérica en hacer solicitudes de refugio en México. “Me quiero quedar acá. No importa. Lo importante es que ya no estoy en Honduras. En Honduras ya estaría muerto”, explica Ayala, y ofrece a una migrante un congelado –“fresa, coco, mango”– por cinco pesos.
Entre 2014 y 2015 el número de extranjeros que solicitaron refugio en México, de manera formal ante la Secretaría de Gobernación (Segob), pasó de 2,137 casos a 3,423, respectivamente, lo que representó un incremento de 60.1 %. De acuerdo con estadísticas de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar), el año pasado se concluyeron 2,393 procedimientos de solicitud, 939 fueron reconocidos y en 152 se determinó otro tipo de protección, como las visas humanitarias que permiten una estadía temporal.
De las solicitudes presentadas, 1,560 correspondieron a ciudadanos de Honduras, 1,475 de El Salvador, 202 de Guatemala, 57 de Venezuela, 37 de Cuba, 28 de Nicaragua, 26 de Perú y 20 de la India. En 2016 las cifras siguen en aumento.
“Lo importante es no estar en Honduras. Estoy aquí, vivo”, repite Ayala explicando su solicitud de refugio. “Lo más difícil es que te crean tu historia. Los mexicanos piden que tu solicitud de refugio tenga mucha evidencia. Muchos salen de un día para otro de Honduras y no hay tiempo para buscar esas pendejadas. Si te van a matar vos huis, huis y ya. Los mexicanos piensan que pedimos refugio para movernos por todo su país y llegar a Estados Unidos más fácil. Desconfían. No los culpo. Pero en Honduras ya no se puede vivir”, lamenta.
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Ahora, con su carreta de helados frente a La72, el expolicía hondureño también trabaja como una suerte de asesor jurídico para otros migrantes cuando habla sobre los documentos que necesitan para solicitar refugio en México. También es un asesor del camino en tanto explica el recorrido de La Bestia que pasa por Tenosique, que se dirige a Palenque, luego a Villahermosa, que luego busca la estación de Coatzacoalcos, y que desde ahí se puede optar por dos vías de ferrocarril para buscar el Norte. “Reynosa o la otra que pasa cerca del Estado de México”, dice. Es además un asesor en seguridad personal mientras recomienda cuidado y relata la forma en que ha visto a otros migrantes que regresan al albergue luego de haber subido al tren y ser secuestrados, heridos, asaltados, abusados, golpeados, extorsionados, capturados, mutilados, asustados. Y en tanto dice, hace, gesticula, el expolicía hondureño también ofrece paletas de mango, de coco, de fresa, de chocolate… a cinco pesos.
Con la noche o el atardecer, asegura Ayala, las vías del tren se recomponen y dejan de estar torcidas por el calor que llega a los 40 grados. “El tren no pasa de día por eso”, dice. La espera entonces es larga; absurda. La espera es tiempo parar matar. Y mientras esperan, todos los migrantes dicen (confían) que el tren llegará esta noche, pero ninguno está seguro de ello. Y si no llega, la esperanza se inventa y se deposita siempre en el mañana, pero sin atreverse a predecir una hora exacta, salvo aventurarse a comentar que el tren llegará pronto.
El último ferrocarril pasó por Tenosique hace cinco noches, sin detenerse, iba hacia el sur, en dirección a Chiapas, en el Pacífico Sur de México. Desde entonces, los migrantes de Tenosique esperan su regreso. Como al Godot de Samuel Becket, esperan a un tren que nunca llega. Dicen “vámonos”, quieren irse. Y rápido recuerdan que no pueden, que esperan el ferrocarril. Y se convencen, mientras tanto, que están en el lugar correcto: el descampado, bajo un árbol, esperando.
El tren tampoco llegará esta noche.
* * *
Cerca de las seis de la tarde, hay pequeños grupos de migrantes que caminan bajo el árbol frente a La72. Regresan de trabajar. Sus ropas sucias de cemento y aserrín indican que se han dedicado a la construcción de algo durante el día. “Hay que hacer dinero para seguir. Siempre para adelante compa”, exclama Darío Hernández, 30, hondureño. Hace cinco días, dice, llegó al albergue. En este tramo, él buscaba el tren, lo esperó y en lo que vagabundeaba esperando, alguien le comentó que existía un albergue. A su grupo, cuenta, lo asaltaron en la caminata de 45 kilómetros que se realiza desde la frontera El Ceibo en Guatemala, hasta la ciudad de Tenosique. Aún le duelen los pies luego de ese recorrido.
—Mira, este paso es de migrantes solos. Venimos solos. A nuestra fortuna, ¿entendés? Sin coyotes ni esas babosadas. Este es el camino de los migrantes solitarios. Espérate que hagamos un poco de dinero y ahí nos vas a tener prendidos de La Bestia. Vas a ver —dice Hernández, sonriente, convencido, haciéndose el valiente.
El albergue de La72 cierra sus puertas al atardecer. Una cuestión de seguridad. Es un lugar custodiado por la Orden Franciscana. Fray Tomás González es el responsable del albergue. Lo fundó hace seis años, en memoria de los 72 migrantes que fueron masacrados en San Fernando, Tamaulipas, en 2010. Fray Tomás —mexicano, pequeño, moreno, de gestos serios— es una persona ocupada, no tiene tiempo de hablar con periodistas, pero considera que el fenómeno migratorio que sucede cada día en Tenosique, es “una crisis humanitaria” que las autoridades no quieren admitir. Se sabe, de entrevistas que le han realizado antes, que Fray Tomás considera este tramo de ferrocarril, como el más peligroso de esta área, más que las vías de Arriaga, más que las de Ixtepec o Veracruz. Los migrantes son más vulnerables, como ha dicho Fray Tomás, porque las autoridades del Instituto Nacional de Migración de México (INM) están coludidas con el crimen organizado. Ese ha sido su veredicto. La “crisis humanitaria” que se da cuando los Estados de origen ya no pueden ofrecer condiciones mínimas de sobrevivencia para muchos de sus ciudadanos.
Esta ruta, hasta hace poco no era tan frecuentada masivamente por los migrantes centroamericanos. Pero luego de que, en 2005, las vías del tren de Ciudad Hidalgo, Chiapas, fueran destruidas por la tormenta tropical Stan, los migrantes han buscado La Bestia más al norte, acá en Tabasco. Las fronteras guatemaltecas de Huehuetenango y San Marcos cada vez están más custodiadas. Además, los migrantes que llegan a Tenosique deben pasar por la frontera de El Ceibo —ese último pico extraño que existe a la derecha del mapa geográfico de Petén, el departamento más grande de Guatemala— como efecto colateral de la implementación del programa Plan Frontera Sur, un proyecto avalado por Estados Unidos que prometía proteger a los migrantes a su paso por México y que en su lugar, agentes de migración, policías y soldados convirtieron en una cacería para la deportación.
En el año fiscal 2015, según el último reporte de Crisis Group, México repatrió a 166 mil centroamericanos, entre ellos a unos 30 mil niños y adolescentes. EE.UU. deportó a más de 75 mil.
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Hoy el albergue de Tenosique está repleto. Más de 300 personas pasarán en La72, muchos a la espera del tren. En su mayoría son hondureños. Tres por cada centroamericano de otra nacionalidad. Dentro del albergue hay un espacio para mujeres, otro para menores, uno para sólo varones, y uno más para la comunidad LGBTI, que suelen ser una cifra importante en los albergues de migrantes de todo México. En La72 todos tienen tareas asignadas: lavar, cocinar, trapear… Si en cualquier momento “La Bestia” bufa en la distancia, como comentan algunos de los voluntarios extranjeros que ayudan o hacen prácticas universitarias durante varios meses en este lugar, se producirá una desbandada. Un sálvese quien pueda formado de cientos de migrantes que buscarán subirse al tren en marcha, en la oscuridad, casi ciegos, sin haber dormido adecuadamente. Pero ahora todos esperan a que el tren de algún indicio de vida.
Esta noche de 21 de septiembre el tren no llegará.
La72 tiene varios puntos-vista hacia la vieja estación del tren. Siempre, en cada punto, hay un migrante que la hace de vigía. Si “La Bestia” se asoma, cada migrante centinela gritará ¡trennn! y habrá movimiento, las puertas del albergue se abrirán sin importar la hora. En promedio, la mitad de los que buscan subir a la máquina lo logran. Y así los migrantes se van diluyendo poco a poco por todo el territorio mexicano. Pocos lo lograrán. Quizá menos de la mitad de lo que hoy esperan el tren desde este primer punto consigan llegar a Estados Unidos. Hoy en el albergue hay familias enteras esperando. Madres adolescentes con dos o tres hijos que también esperan, aunque nadie sabe cómo, subirán todos juntos al tren que no se detiene. Hay niños flacos que apenas empiezan a tener bigote que también aguardan en el albergue por el rugido de “La Bestia”. Transexuales simpáticos y coquetos, que se han puesto sus mejores vestidos de noche, que dicen que, así como están se las apañarán para subir como sea sobre el lomo de “La Bestia”. El albergue, lleno, permanece en tensa calma. Todos esperando.
De hecho, para ser un lugar de paso, donde casi nadie se conoce entre sí, donde es fácil desesperarse por el calor o por el cansancio o por la ansiedad, La72 es un lugar disciplinado, donde rige un sistema de orden: hay migrantes que han sido seleccionados por los frailes franciscanos para que contribuyan como guías o líderes dentro del albergue. Bajo su responsabilidad está la disciplina. Cumplir los horarios, formar a la gente en filas, organizar la distribución de los alimentos, estar pendientes de la gente que entra y sale, ser el primer filtro para decidir si un migrante recién llegado es quien dice ser y no un coyote o alguien relacionado al crimen organizado, y también, estar pendientes de la llegada de “La Bestia”. Fernando López, de 24 años, es de Honduras y aquí en el albergue es guía: “Si te portas bien, si haces caso, los demás guías te reclutan para que también puedas mantener el orden dentro del albergue”, dice orgulloso. Es un pequeño momento de liderazgo durante el camino hacia Estados Unidos, un “ser alguien” temporalmente que algunos de los guías en verdad disfrutan. En su país apenas lograban empleos de subordinados, aquí, explica López, son una especie de autoridad. Varios de ellos duran meses así, guiando, otros nada más esperan a sentir suficientes agallas para desafiar el tren e irse. Suelen ser estrictos. La gente respeta sus decisiones. Decisiones que obedecen las instrucciones de Fray Tomas, aún más estricto pero que da órdenes de un modo diplomático.
Una falta, una pequeña rebeldía y no hay más albergue. Y eso, en esta parte del camino, significa buscar un lugar menos cómodo, sin comida ni colchoneta ni baño ni puesto de salud ni oficina de Acnur —todas dentro de La72—, para esperar el próximo tren que pase por Tenosique. Fuera del albergue, los migrantes dicen que todo es más difícil porque significa mantener la esperanza en un lugar más desesperante.
A las 7 de la noche todos cenan.
A las nueve y media todos se forman para ir a dormir. Fray Tomás, en el centro de la cancha de basquetbol, les da unos últimos anuncios, le recuerda las reglas, les da ánimos, y les habla de Jesús, pero sin saturarlos ni ofuscarlos.
* * *
—Huyo de las pandillas —hondureña, 27 años.
—Las pandillas mataron a mi hermana. No pude estar en el funeral hace dos semanas —hondureña, 28 años, con una niña de cinco años aferrada a una de sus manos.
—No te puedo decir, pero es feo. Estaría muerto —hondureño de 27 años.
—Voy de regreso. Me deportaron hace quince días y voy para arriba otra vez. Los pandilleros les quitaron mi casa a mis familiares —hondureño, 36 años.
—Las pandillas… —hondureño, 35 años.
—Las pandillas… la extorsión —salvadoreño, 24 años.
Las oleadas de migrantes son cada vez más densas y más grandes, con problemas muy profundos en su interior. Aunque no hay cifras. Problemas extraños y duros que insisten en no ser visibilizados desde sus países de origen. Y por lo tanto poco abordados. Estados como Honduras o El Salvador, como explica Crisis Group, apenas están comenzando a reconocer una crisis humanitaria, con alguna exigua voluntad para abordar los “factores subyacentes” de quienes huyen de la persecución y la violencia. Aunque lo cierto es que poco de eso aparece en el discurso político de los líderes de la región. Las olas de migrantes, no obstante, golpean y regresan con fuerza en un inmenso mar aéreo de aviones y autobuses llenos de deportados.
El círculo es vicioso, un samsara violento de huir de la muerte y encontrar reencarnación en otra parte que no se parezca al país de tu nacimiento, pero si te atrapan y te deportan vuelves de regreso ante la muerte. Un círculo que a pesar de todo intenta romperse y terminar en una nueva vida, pero que pocos lo consiguen. En 2014, Honduras fue catalogado como el país más violento del mundo de los países sin conflicto de guerra. En 2015, El Salvador se convirtió en el país más violento del hemisferio occidental, con una tasa de 103 homicidios por cada 100 mil habitantes. Y Guatemala les ha seguido de cerca, ahora como el sexto país que mayor violencia genera. La mayoría de migrantes en La72 huyen de esas realidades. No quieren ser parte de las estadísticas de homicidios. Ahora son parte de otros datos más confusos, que a muy pocos les interesa, además de que son difíciles de medir: ¿cuántos migrantes hay en camino hacia el Norte? ¿Cuántos llegan? ¿Cuántos regresan? ¿Cuántos han pasado por Tenosique? ¿Cuántos han desaparecido sin dejar rastro? ¿Huyen de la muerte, pero realmente alcanzan una vida diferente? ¿En Centroamérica hay una crisis humanitaria? ¿En México hay una crisis humanitaria? ¿Estados Unidos ya no habla de crisis humanitaria luego de la llegada de miles de menores de edad no acompañados en 2014?
La72 prometió a Plaza Pública compartir algunos datos sobre los migrantes que esperan el tren en el albergue. Pero luego de una semana no hubo respuesta. Seis años de datos que ayudarían a describir mejor esta ruta que se ha vuelto una opción importante para cientos de personas. Seis años de datos para descubrir alguna tendencia o cambio o estabilidad o descripción. Aunque las cifras a veces no son tan necesarias si la evidencia está justo frente a nuestros ojos: cientos de migrantes que están acá, a la espera de un tren que no aparece, incómodos, hacinados, mal comidos, con sus niños pequeños, en familia, que prefieren la ilusión de llegar a alguna parte en vez de estar en sus países de origen que ya no le deja vivir tranquilamente.
—¿Es mejor estar en el camino que en casa? —pregunto a Victoria, transexual, VIH positivo, hondureña de la zona del Caribe.
—Cualquier cosa es mejor que casa —dice.
—¿Cómo es esa casa?
—Un lugar donde te obligan a vender droga. Y si no: te matan. Un lugar donde te obligan a prostituirte y entregar todo el dinero a la pandilla. Y si no: te matan. Un lugar donde te obligan a robar, aunque no quieras. Y si no: te matan. Un lugar intranquilo, donde no sabes qué va a pasar.
—En el camino tampoco sabes lo qué te va a pasar.
—Pero es distinto porque hay ilusión. Porque además no estás allá, donde te matan.
—¿Quiénes matan?
—Las pandillas. La policía. El Ejército. Los políticos —dice Victoria.
Esta madrugada los migrantes de La72 se han levantado con el volumen de la radio a todo lo que da. Fray Tomás es un DJ extraño que gusta de la música de los nicaragüenses Mejía Godoy a las seis y media de la mañana. El albergue retumbó: “Cristo ya nació en palacagüina / de Chepe Pavón Pavón y una tal María / ella va a planchar muy humildemente / la ropa que goza la mujer hermosa del terrateniente…”. Y tras ese sonido aparecen cientos de rostros ojerosos, cansados, desvelados, que saben por propia confirmación que aún esperan al tren que no llegó durante la noche. Se resignan.
Algunos migrantes se marchan temprano a buscar trabajo. Muchas mujeres se quedan a cuidar a los más pequeños de sus grupos. En general, el albergue continúa lleno. La espera sigue.
Leonardo Cortez es uno de los que se queda dentro del albergue. A pesar del calor de más de 35 grados prefiere no quitarse el sudadero. Eso lo delataría, dice. Es pandillero. Un veterano de 38 años. Es un sobreviviente de la guerra entre pandillas que viene el departamento de Cabañas, en El Salvador. Tiene tatuados en cada uno de sus parpados una M y una S. Lo mismo en sus manos. Es lo poco que deja ver, es su estrategia para que los otros migrantes centroamericanos lo toleren. Cortez insiste en aquella historia trivial de que Cristo cambia a las personas, aunque dice que sigue siendo pandillero, de la Mara. Ha matado, rivales, acepta. Ha querido matar, policías, confiesa.
—¿Qué piensas de que toda esta gente huye de las pandillas? —pregunto a Cortez en uno de los rincones del albergue.
—No huyen de nosotros. Huyen de la guerra que tiene el Estado contra nosotros. Si el Ejército y la policía nos dejaran en paz, esta gente no tendría que huir en chorro. Ese es el detalle. Huyen de la policía y del Ejército más que de las pandillas, ¿me entendés?
—Si la policía y el Ejército los dejaran en paz, como dices, ¿qué harían las pandillas?
—Nada. Lo normal. Todo contra nuestros enemigos. Nada en contra de los civiles. Pero como tenemos que sobrevivir porque nos plantan guerra, hay cosas colaterales que sufren los civiles vea.
—¿Un pandillero de 38 años de qué huye?
—De la policía. Del Ejército. Como todos estos civiles vea. Allá (en El Salvador) me tienen choteado. Y aquí me tenés, esperando el tren. En el primero que pase me voy.
* * *
Afuera en el albergue nada ha cambiado. Es un nuevo día bajo el árbol en medio del descampado. El sol está en lo alto. Ayala, el expolicía hondureño ya vende sus helados. A su alrededor los migrantes se reúnen a contar sus historias. Pandillas. Extorsiones. Honduras. El Salvador. Pandillas. Extorsiones. Honduras. El Salvador… Alguien comenta que hoy sí: el tren llegará esta noche. Son más de seis migrantes que intentan otear el horizonte, en dirección de las vías del tren. Nada. “La Bestia” no aparece. Se dedican a matar el tiempo. Esperan. El tren no llega. No se sabe si llegará esta noche.
—Si no viene hoy, vendrá mañana.
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