El deceso habría acaecido por las heridas causadas por las estadísticas punzocortantes de lo que la gente escucha. Claro, por la misma ratio ya podemos dar por muerta la democracia (hay que ver lo que votan aquellos que votan).
Sin embargo, los Radio Moscow no parecían estar muy de acuerdo con el informe forense de Edgar: Magical Dirt me sonaba muy bien a las 6 de la mañana y parecía gozar de buena salud, lo mismo que los Horisont con About Time.
Pero Edgar es un tipo que sabe de lo que habla. En el mercado hay poco espacio para otra cosa que no sea el reguetón que, por ejemplo, te escupen en la cara los altavoces de las tiendas de la sexta avenida de la zona 1, que han entendido como el más acertado reclamo comercial inundar de ruido las calles y las aceras (y con eso espantar a los posibles clientes). Y de la radio, mejor no hablar.
Mientras les dedicó el día a cosas mundanas como reparaciones domésticas, encontrar 30 minutos para jugar básquet y correr entre piñatas y el supermercado, escuchando por ratos a los Radiohead con Paranoid Android y High & Dry, o a los Stooges con No Fun, empiezan a asaltarme las dudas sobre qué diría el epitafio en la tumba del rock. ¿Elegiría alguna frase de And Justice for All…, de Metallica, o fragmentos de The Trooper? ¿Quién oficiaría las honras fúnebres? Y si el rock eligiera ser cremado, ¿habría un Père Lachaise al cual peregrinar? ¿O las cosas podrían ponerse lo suficientemente cursis como para usar Close my Eyes Forever?
Los Black Keys con Fever y Moby con Spiders no me ayudan a salir de dudas. Y luego me pongo serio. En el regreso a casa me encuentro atrapado en una fila en el tránsito con los Sword cantando How Heavy this Axe, cuando decido entrar a la gasolinera. Cuatro chicos jóvenes, con la estética de los personajes de 8 Mile, de Eminem, incluyendo la gorra de beisbol al revés, beben cerveza, hablan de respeto a gritos, gesticulan con sus manos como quien lleva una pistola y escuchan la radio de un viejo Corolla vomitando algo que podría ser Maluma. El guardia de la gasolinera observa a prudente distancia, sin quitar el dedo del gatillo de la escopeta recortada. Pago sin mayor ceremonia y me voy pensando en las palabras de Edgar: «El público roquero no paga su entrada a los conciertos, pide discos regalados, exige a sus bandas favoritas seguir haciendo lo mismo y a la vez acusa de comerciales a las nuevas bandas».
El profeta tenía razón: vivimos tiempos apocalípticos. Empiezo a escuchar y luego dejo a los Little Hurricane con su Same Sun, Same Moon mientras mi esposa y yo corremos con la cena. Y de pronto me siento como el fantasma de un escritor que ronda por las ruinas de la casa de campo en las que conoció el amor, peleando por escribir esos últimos párrafos que lo atormentan a cada segundo. Siberian Nights, de The Kills, no me sirve de bálsamo y termino por refugiarme (viejo como soy) en lo que conozco mejor: El fantasma de Canterville, de Charly.
Y mientras me voy creyendo aquello de que el rock ya ha muerto, mi hija menor viene hacia mí con un semblante serio. «Tenemos que hablar», me dice con un tono serio para sus cinco años. «Tenemos que hablar de la Estrella de la Muerte. Quiero la Estrella de la Muerte para la piñata de mi cumpleaños».
Seguramente el rock agoniza. La metástasis afecta sus órganos y la muerte será cruel. Pero sin duda será una pelea digna.
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