Sin embargo, esa no es la situación de más de 5 000 niñas entre 10 y 14 años de edad que dieron a luz en el 2014 ni la de las 179 ya registradas en enero del 2015, según datos del Observatorio de Salud Reproductiva (OSAR). ¿Puede usted imaginarse embarazada a la edad de 10 años? Piense en todo lo que habría dejado de hacer en su vida si hubiese tenido un hijo a esa edad. O, peor aún, imagine a una hija suya experimentando un vientre duro y abultado que empieza a moverse y que la asusta, como si llevase un gran parásito adentro. Así lo sienten, así lo expresan, y muchas aun lo aborrecen. Y no es para menos. En el caso de ellas, dar vida es como quitarse la propia.
Estoy segura de que no soy la única que se escandaliza con las cifras. Y sé también que no es solamente porque soy madre de una niña, sino porque, entre otras causas, con los embarazos de niñas y adolescentes se perpetúa la miseria en Guatemala y, aun así, seguimos viendo el problema de lejos.
Según el monitoreo del OSAR, uno de cada cinco niños nacidos son de una madre adolescente, y estos ascienden a 71 000 en el último año. Meta 71 000 niñas en un estadio nacional. No caben. Podrían llenar casi tres. Tres estadios de futbol, tres Mateos Flores llenos de niñas y adolescentes que no terminaron de estudiar y que probablemente no regresen a la escuela. Son aquellas cuyos cuerpos ni siquiera tuvieron tiempo de desarrollar para llevar a término un embarazo sano y, por tanto, es posible que estén más expuestas a la morbilidad y a la mortalidad maternas. Y si este último fuera el caso, daría lo mismo porque su vida de todos modos se trunca al momento de concebir ese hijo no deseado, producto de la violación de algún familiar cercano en la mayoría de los casos.
Esto que digo puede sonar burdo e impersonal. Lo sé. Pero ¿qué es más burdo e impersonal que el hecho de que estas cifras aparezcan en los medios y de que nosotros no hagamos más que darles like y compartirlas en nuestros muros sin que movamos un dedo para cambiar la realidad? Es difícil. Yo también me he preguntado qué podría yo hacer para ayudar a esa niña rural, indígena, desnutrida crónica, que ahora está embarazada de su papá o de su hermano.
La respuesta no es una sola y pasa por cambios en las relaciones de poder. Estas niñas hoy se están convirtiendo en madres porque tuvieron la mala suerte de nacer en un país machista, donde su cuerpo es propiedad de los hombres de la casa y donde el embarazo en niñas y adolescentes es aceptado como normal. Probablemente podamos hacer poco o nada por estas niñas que ya llevan esa carga encima, pero estoy segura de que podemos formar nuevas generaciones de niñas que sepan que su cuerpo es solo suyo, que nadie puede violentarlo, ni siquiera tocarlo si ella no lo desea, y que, si ese fuera el caso, también sepa adónde acudir por ayuda, que cuenta con una red de solidaridad en su familia, en su escuela o en su comunidad que va a apoyarla y a denunciar a quien haya violentado sus derechos.
Podemos enseñarles a los niños a ser hombres de otra forma, de modo que sepan que respetar a las mujeres no es signo de debilidad, sino al contrario. Podemos abogar por que se incluya el tema de salud sexual y reproductiva en el currículo educativo del país. Podemos gestionar espacios seguros para que las niñas accedan a información sobre sus derechos sexuales y reproductivos. Podemos dejar de ser tolerantes con este tema y promover un cambio. O podemos también exigir un sistema de protección social para la niña embarazada.
El embarazo en niñas es un síntoma de una sociedad profunda y crónicamente enferma y se puede sanar únicamente si decidimos y hacemos algo por reducir las brechas de desigualad de género y empezamos a ponerle fin a la violencia contra las mujeres y las niñas.
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