Era el verano de 2014. Llegamos a mediodía luego de siete horas de camino. Iba con mi colega, la doctora Berta Taracena, a hacer una visita de monitoreo a un puesto de salud que tiene en marcha el Modelo Incluyente de Salud (MIS). Ella supervisaba los proyectos de salud del programa en el que trabajábamos, y yo me encargaba de la parte de cambio social y de comportamiento. Mientras la doctora Taracena entrevistaba al médico y a la enfermera para revisar el croquis de la comunidad, las cifras de prevalencia y las estadísticas generales que se monitorean en el primer nivel de atención en salud, yo me quedé platicando con don Tomás en una banca afuera, ya que adentro hacía demasiado calor.
Estuvimos conversando, y don Tomás me contó que él es el curandero de la comunidad y que él y las comadronas ya llevan algún tiempo trabajando con el doctor y la enfermera del puesto. Me explicó cómo ellos han aprendido del doctor y el doctor de ellos. Yo escuchaba y permanecía con la boca abierta pensando: «¡Esto es brillante!». Esto no se trata de ciencia, de medicina. Todo esto es tan elemental. Es sobre el lenguaje. Esto es el reconocimiento del otro. Esto es aquella explicación de que el ser humano nace siendo solo un ser biológico y se transforma en humano cuando adopta un lenguaje y logra relacionarse con el otro.
Llega una madre al puesto con su hijo de año y medio con síntomas de empacho. Lo que tiene es una infección intestinal, una de las principales causas de desnutrición aguda y crónica en niños menores de cinco años, pero también de muerte infantil en este país. La mamá pasa la consulta, pero su cara sigue siendo de angustia. Y no es solo por su hijo enfermo. Es porque sigue teniendo más preguntas que respuestas cuando la atiende alguien que habla otro idioma. Deja otro idioma. Tiene un lenguaje distinto al de ella. Ella sabe que su hijo tiene empacho, pero el médico le dice gastroenteritis. Es en ese momento cuando desempeña su rol don Tomás, que más que un curandero es un mediador cultural, un educador. Él le da la razón a la señora: es un empacho. Pero también le explica que el empacho puede ser grave y que tiene que darle al niño la medicina que le recetó el doctor. Además, le entrega una bolsa de papel de empaque con hojas de albahaca y apazote que ha cortado del herbolario que tienen todos los puestos de salud donde opera el MIS. Luego le explica cada cuánto debe darle el antibiótico y cada cuánto las infusiones de hierbas y le avisa que va a llegar a visitarla en dos días. La señora se va con su hijo, y nosotros nos quedamos con la esperanza de que ese niño no integre las estadísticas de desnutrición causada por infecciones gastrointestinales.
Les eché el cuento largo, pero a esto se resume eso de lo que habla la doctora Hernández: aplicar la medicina occidental, pero con pertinencia cultural. ¿Que el niño tiene hundida la mollera? Claro, eso es exactamente lo que tiene. La diferencia la va a hacer el educador cuando le explique a la madre que el hundimiento de mollera es un síntoma de que su hijo puede estar deshidratado. Todo esto se trata de que nosotros tratemos de aprender su lenguaje, no de obligarlos e imponer nuestras formas.
Los que saltaron a las redes a criticar inmediatamente a la ministra ¿se han preguntado alguna vez por qué fracasamos en reducir la desnutrición aguda y crónica, por qué se nos mueren los niños de enfermedades prevenibles? La respuesta es muy sencilla: porque no estamos escuchando, porque no estamos aprendiendo un lenguaje distinto al nuestro, porque estamos acostumbrados a imponer nuestras costumbres y creencias, porque nosotros somos los dueños de la verdad absoluta. Pero al final son los números los que hablan. Con nuestras formas no estamos reduciendo la prevalencia de enfermedades infantiles.
Conozco a personas que hacen trabajo de hormiga, que han apostado a escuchar a las poblaciones y a hacer trabajo de salud incluyente: el doctor Juan Carlos Verdugo, al frente del Instituto de Salud Incluyente y creador del MIS, y Elena Hurtado y Marisol Pereira, creadoras de la Rueda de Prácticas para Vivir Mejor, un programa dedicado a la prevención de la desnutrición crónica en Guatemala. A modelos como este es que se refiere la ministra Hernández. No es nada nuevo bajo el sol. Ya ambos operan dentro del MSPAS. Esto es simplemente el reconocimiento del otro, y me alegra que tengamos una ministra valiente, que se atreve a hacer esto desde la esfera pública. Es un paso enorme, aunque todos los detractores en redes crean que es un retroceso e ignorancia.
Les cuento rápido una última anécdota de mi excolega Marisol Pereira. Llega una señora embarazada a la casa de la educadora. Su síntoma es dolor de corazón. La educadora sabe que no es dolor de corazón, que en realidad puede ser hemorragia interna y que es señal de peligro en mujeres embarazadas. La refiere al siguiente nivel de atención en salud y activa el Plan de Emergencia Comunitario. Se ha salvado una vida y, con ello, aunque imperceptible, se ha reducido la estadística de muerte materna. Esto es salud incluyente: saber interpretarnos y, sobre todo, respetarnos.
A mí también me duele el corazón, pero de que seamos incapaces de reconocernos en el otro y de aceptar que la relación médico-paciente siempre será más humana que científica.
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