A ver. La primera imagen correcta del caleidoscopio fue Barack Obama, primer presidente negro de una nación racista donde los negros son sospechosos de portación de piel. Es lo que debe ser: un cambio con una promesa de valores universales, una nueva ficción orientadora que seguir. Pero entonces viene el desacomodo. Obama saca a Estados Unidos de la crisis más peligrosa de los últimos 85 años y durante su gobierno se producen avances sociales deseados y necesarios —matrimonio igualitario, el fin de dos guerras, y dos reformas (parciales) del sistema de salud y Wall Street—, pero la oposición conservadora se radicaliza y acaba entregándose a punto de caramelo a un bufón de cara anaranjada llamado Donald T***p que debe ver a la presidencia como un paso necesario en todo aprendiz de zar.
Si mi infancia me enseña algo, y eso es que los péndulos siempre regresan a un punto, Hillary Clinton debiera ser la próxima imagen correcta del caleidoscopio. La mayor nación del planeta, propietaria de una de las democracias más antiguas, factoría cultural y músculo militar de Occidente, bajaría del tren en otra terminal apropiada: una mujer como su primera presidenta. Nivela el campo, demuestra que, de modo patente, el techo de cristal tiene una nueva quebradura que lo debilite.
Y entonces, otra vez, el péndulo: Bill Clinton habla en la Convención Nacional Demócráta de Philadelphia por más de una hora. Una larga hora. Una larga, varias veces tediosa, algunas amable y risueña, hora. An hour bill, una píldora difícil de digerir. Y no resultó. La venta fue blanda, anodina, pragmática a pesar del intento por humanizar —horrible que esa idea deba ser expuesta— a una señora inteligente pero menos approachable que otros señores y señoras.
Bill Clinton dedicó una hora a vender el producto Hillary Clinton. Una joven fenomenal de quien se enamoró y con quien creció como hombre y político. Una esposa inquebrantable, buena madre, abuela encantada. Una política comprometida, resistente, de piel gruesa en un mundo de machos blancos dominantes, de opciones escasas o nulas para las mujeres, una dirigente capaz de lidiar con un mundo multipolar e imprevisible. Como se esfuerzan por explicar sus asesores, Hillary, una nerd de la política, expresa su amor desde que decidió entregar su vida profesional a actividad pública desde sus cortos veinte años.
Bill Clinton construyendo el caso de Hillary como la mejor doer de Estados Unidos fue el infomercial más extenso jamás diseñado en una campaña electoral para vender a una candidata que es tanto propietaria de una inteligencia y un afán irrefutables como de un carisma que rara vez pasa los 15ºC: no es helado, pero sí un tanto frío. Quienes la combaten dicen que, de mínima, Hillary no es confiable; quienes la apoyan, no están tan excitados por ella como aterrados por los orcos del Partido Republicano. De modo que el Partido Demócrata se está aplicando por vestirla con las luces adecuadas. El lunes 25, Michelle Obama inundó la Convención con un mensaje esperanzador, de vitalidad y energía, para levantar el ánimo alrededor de su candidata. En la misma noche, Elizabeth Warren, la chica más lista de la clase, dueña de una boca audaz que puede lanzar vidrios, se dedicó a enterrar al peor alumno y bully oficial de la carrera presidencial, ese monigote inmaduro y anaranjado llamado Donald T***p. El esfuerzo de Warren por blindar a Hillary de la bestialidad republicana se complementó con el discurso de política pura de Bernie Sanders, una suerte de Catón cenizo pero vitalísimo, tan dueño, como Warren y como Michelle, de un imán personal incombustible. Cuando llegue Tim Kaine, el bueno Tim Kaine, habrá otro resurgimiento del candor entre las masas: otra espalda o una muleta o venda para curar a Hillary en salud. En corto, no hay dudas de que Hillary Clinton depende de la tercerización del carisma para encender a las masas, demasiado formada en la distancia y preparada más para la conversación de traje sastre en una oficina de K Street que para el intercambio de sudores en las calles sucias de la política. Si el lunes, en la Convención, Sanders fue Lennon, un beatle que sacaba lágrimas, Hillary sería Ringo Starr, responsable de marcar el ritmo de la música, siempre necesitado de una pequeña ayuda de sus amigos.
Pues bien, para darle el brillo determinante, en la noche en que fue nominada oficialmente como candidata demócrata, estaba Bill.
La prensa estadounidense llama a Bill Clinton Explainer-in-Chief. Su capacidad para bajar a tierra conceptos enroscados justificaría bautizar con su nombre una ley de la gravedad política. Clinton pudo haber pasado una vida con Hemingway en una canoa frente a la casa de Finca Vigía y le habría ganado la batalla de las historias o de la pesca: o porque sabe contar las primeras como pocos o porque habría hipnotizado a los peces para juntarlos con las manos. El carisma político de Clinton fue siempre envolvente, el abrazo caliente de una boa. Alguna vez dije que, por cercanía y habilidad para conectar directo y simple con cualquier persona, Estados Unidos había encontrado en Arkansas a su primer populista latino. Siempre ha habido algo suavecito y mareador en la manera en que Clinton se dirige a la gente. Aun hoy, cuando habla con dos personas a la vez, estrecha la mano de la diestra y sostiene a la otra por el hombro mientras alterna miradas para que ambas sepan que, sí, está con ellas. Clinton es político de ciudad chica; tiene aprendido que el respeto se gana cara a cara.
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Esa enorme capacidad para dominar la escena ha pasado del Clinton presidencial al Clinton pos-Casa Blanca. Es un seductor tan entrenado que todo su cortejo parece desafectado y diseñado para tomar a los demás con la guardia baja o ablandarles las defensas con un guiño acá, un silencio allá, una historia amansadora como el opio. En cualquier discurso, la venta del producto Bill Clinton, una exclusividad de su propio autor, solía incluir un 15% de ese delicioso acento arrastrado del sur, un 20% de actuación y lenguaje corporal y 325,467% de story telling. El hechizo de la oratoria de Clinton residía en esa especie de naturalidad animal que tenía para llevar un relato al tono relajado de los grandes narradores callejeros, bardo o fabulador, entrenados en las artes de la pausa, de la danza de las manos, la longitud, el color de las frases. Todos aprendimos que cuando Clinton llegaba al final de un relato de un par de minutos, la pausa inmediata era sucedida por 1) un dedo levantado, 2) la lengua humedeciendo los labios, y 3) un Now… que abría el campo a la explosión de más tensión, el pico o el cénit o la revelación del cuento. Un buen contador de historias desarrolla un estilo que sus oyentes y lectores reconocen de inmediato y Clinton nos había metido el chip Clinton en nuestras cabezas en 1990 y lo dejó plantado allí, activándolo cada vez que quiso con la creencia de que jamás debería actualizarlo. Para qué, si Bill Clinton, comprensible hasta para las piedras, siempre sería Bill Clinton, Explainer-in-Chief.
Pero la vida es irremediable porque inevitable es morir. Y Bill Clinton ya no es el chico sedoso del sur sino un señor mayor cada vez mayor. En su discurso en la Convención Demócrata, la voz suave y el acento algodonoso del Clinton de Todas las Victorias sonaba a un silbido un poco raspado y otro poco cansado. La suavidad del movimiento de sus manos —que tiene algo de ola y de danza de salón cortesano— todavía estaba allí, pero castigada de cuando en cuando por los tremores de la vejez, un temblequeo que nos hizo saber a todos que a los héroes los vencen la historia o los años.
Pero aún quedaba algo, que es para lo que Bill estaba allí. La historia. Hacer el delivery. Encaramar a Hillary. El miércoles sólo faltará que Barack Obama toque con la espada a HRC, pero en la noche del martes, era Bill, y sólo Bill, el único responsable de presentar a la Hillary amable, compañera, esposa, madre, abuela, presidenta.
Y Bill, el gran contador de historias, The Explainer-in-Chief, aburrió.
Una vez escuché al comediante Stephen Colbert contar cómo se había enamorado de su mujer. Colbert tenía la intensidad afectiva de un adolescente en el cuerpo de un señor de cincuenta. En cinco minutos —mic drop— puso mi alma por el aire. Colbert fue cándido, breve, simple. Humano, creíble, apegado al detalle preciso. Contó la historia de dos chicos de North Carolina que parecían conocerse de las escuela pero que recién se miraron por primera vez de verdad cuando tropezaron en la fila de un cine. Colbert fue con su madre a preguntarle qué hacer con esa que le había perturbado el ánimo —si llamarla, si seguirla, si nada— y su madre misma lo puso en la vereda correcta: si venía a saber qué debía hacer es porque había una sola respuesta y estaba en su ansiedad por saber qué tenía que hacer.
Colbert puso el amor en términos simples: todo gran enamoramiento tiene detalles pedestres que hacen que suceda. Bromas, alguna buena palabra en el momento justo, dos ojos que hacen —bendita química del diabólico gen— click con otro par y entonces el mundo que nos rodea se vuelve un enorme cielo blanco y el bullicio se hace silencio y todo explota o se incendia o se consume o.
Nada de eso estuvo en el relato de Bill. Clinton tomó largos minutos para ensayar un repaso cronológico de su vida que recién había llegado a 1983 cuando ya se había consumido un cuarto de hora. Bill iba cansino, ajeno a los tiempos de la TV o de Twitter, como si estuviera en el salón de una casa o de vuelta en el mundo analógico.
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Algo no conectaba. Pero descubrí que el problema no era él, sino yo. El lunes, cuando Michelle Obama dio su férvida llamada para mantenerse como una nación de valores singulares e imitables, su marido, Barack, tuiteó: “Increíble discurso de una mujer increíble. No puedo estar más orgulloso y nuestro país ha sido bendecido de tenerte como Primera Dama. Te amo, Michelle”. Obama me humedeció los ojos: le creí. Y le creí porque todo cuanto he visto entre M&O me hace pensar que esa declaración era honesta, que tal vez era un presidente quien hablaba pero también era el hombre enamorado de una mujer impresionante. Los Obama siempre me han transmitido la difícil —y por eso impagable y envidiable— certeza de que cada uno sostiene al otro cuando flaquea —y cuando no. Los gringos tienen una frase magnífica que sintetiza la confianza y entrega: I’ve got your back.
Es posible que Bill y Hillary se sostengan mutuamente. No tengo cómo ponerlo en duda. Pasaron las mejores y varias peores. El Salón Oral, las mentiras de Bill, el sapo tragado por Hillary para no salirse del mercado político, su negación —misógina y machista— como política por derecho propio más allá de la estatura del marido, la derrota con Obama, la espera, tensa, por una oportunidad final para abrir las puertas de la Casa Blanca. Por mucho menos que eso, otros han doblado las manos, pero B&H han sabido darle al remo. No todo fue dolor, por supuesto. Se hicieron millonarios, parte de la aristocracia política estadounidense, y llegaron, juntos, a la cumbre: uno como presidente 42, la otra como posible presidenta 45 de la, todavía, nación más poderosa de la Tierra.
Los matrimonios surgieron como contratos sociales para expandir el poder de dos familias. Los hijos eran casados por sus padres. El anillo simbolizaba la pertenencia mutua y la reafirmación de cada parte en el arreglo. Por fortuna no somos una especie tan imbécil y le hemos impreso a esa unión algo que la precede y debe sucederla, amor. Yo veo en el acuerdo matrimonial de los Obama esa comunión amorosa: se quieren y saben que, antes y después de la Casa Blanca, estuvieron y están ellos como pareja. Pero me ha costado ver esa misma relación en los Clinton. En ellos he visto siempre antes el contrato de poder y conveniencia mutua —que todo matrimonio sigue siendo— que su trascendencia más humana, expresada por dos personas que se quieren por encima de todo, antes y después de la Casa Blanca.
Y es posible, y muy probable, que me equivoque, que no sea sino mi prejuicio o una comprensión corta de qué es el amor en el poder. Pero la venta del producto Hillary por Bill, la de un hombre que eligió a su mujer y con ella se quedó, me entregó una intensa fotografía de una pareja poderosa, ambiciosa y necesaria, capaz de aguantar cuanta tormenta se les cruzase en pos del fin único, la presidencia del hombre, la presidencia de la mujer. Michelle Obama, y sigo siendo injusto en la comparación, nunca quiso ser parte de la discusión política y cada vez que se han arrodillado para rogarle que sea candidata a algo, se ha negado con la misma vehemente intensidad. Volverá a su vida civil tras el paso de Barack Obama por la presidencia de un modo que nunca, jamás, se propuso Hillary Clinton.
En Twitter, cuando mostré esa duda sobre el contrato-más-que-amor de Bill y Hillary, me corrigieron varias veces. “De ese modo se quieren”. “Es una forma de amor. Les funciona. Míralos”. “No es necesariamente malo. Son regular como marido y mujer pero excepcionales como pareja de poder”.
Puede ser. Pero aun sigo creyendo que Bill, el hombre que debía oficiar de casamentero entre el electorado y Hillary, apenas presentó en sociedad el valor contractual de la relación. Faltaron las emociones más intensas en una elección donde los votantes parecen conectar de manera primaria. Hillary intenta tanto parecer más llana de lo que puede que acaba pisándose los dedos y sus defensores más cercanos suponen que su experiencia ininterrumpida en el servicio público demuestra su gran corazón. No estoy tan seguro. Se supone que para nutrirla de ese costado más mundano, personal, accesible, cuerpo-a-cuerpo, está Bill, pero el discurso en la Convención, tedioso en buena medida, no cumplió con eso. Si Bill Clinton no consigue acercar a la gente el lado amable de Hillary destruye su propio propósito.
Tal vez, al final, pido sin necesidad. Hillary sonreirá del mejor modo posible y se ocupará de despachar los asuntos importantes. No tengo dudas de que, en cualquier debate Hillary Clinton será presidenciable y Donald T***p prescindible. Otros construirán para ella los puentes y trampolines afectivos, lo sé. Bill, de cuando en cuando, algo menos seductor, algo más anciano. Quizás Chelsea. Seguro su VP, Kaine, y Sanders y Warren. The Obamas.
Pero ya. Fue caluroso en Philadelphia y fue fervoroso y fue, sobre todo, histórico. Hillary Clinton es ahora la primera mujer que puede suceder al primer presidente negro de Estados Unidos, y ese es mi lado sano del caleidoscopio del inicio de este largo cuento. El malo, el desacomodado, me muestra que en este mismo país casi la mitad de la población puede mirarse al espejo cada mañana, besar a sus hijos con todo el amor que uno puede y, con una sonrisa beatífica, acabar votando a Donald T***p.
Dios, paren la historia —o rompan los espejos de mi caleidoscopio.
Foto de JO3 Thomas M. Smith AFIC; DefenseImagery.mil VIRIN: 970120-N-7660S-007, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=5778922