A veces, como principio rector de una vida reflexiva y cívica, es necesario afanarse en ser escéptico (es árido estar en alerta permanente). Con este gobierno sin fondo, con Morales y sus compinches, se precisan alardes de candidez para no serlo.
Parece empeñado en querer que todos nosotros nos hundamos aún más en un pozo de cinismo. No es que no se le entienda; es que se le entiende demasiado bien. Hace ya más de un año que Morales resolvió, mal, su dilema, y no hay motivo para creer que haya cambiado de opinión. Desde entonces se han sucedido sus decisiones y mentiras de una manera que no tendrían cabida ni en una novela distópica, aunque solo fuera por su falta de sofisticación. Si algo le hemos de agradecer al presidente y su equipo es la bendita torpe transparencia de sus embates y acometidas.
Esta semana incurrió en una más, grave, impulsada por su extraño ministro de Gobernación: destituyó a la cúpula de la Policía que quizá mejores resultados haya dado en dos décadas, para instalar en ella a un hombre de un perfil completamente distinto: menos formado, enteramente operativo, proveniente de la disuelta Policía Nacional, y a cargo del trabajo contra el contrabando.
Es difícil aceptar la explicación del ministro Degenhart, es incluso trabajoso llamarla explicación: que querían oxigenar la institución. (No se ría, por favor. Esto es serio.)
Es difícil porque, como la llegada del propio Degenhart al ministerio de Gobernación, todo parece un ardid con el que deshacerse de los funcionarios más incómodos para los fines inconfesos y a la vez demasiado explícitos del Ejecutivo. En dos meses, un Gobierno que alardeaba con razonables motivos de sus logros en materia de seguridad –prácticamente los únicos frutos del erial–, defenestró a sus principales líderes.
Más aún cuando, la destitución llega después de que el pasado enero fuera el enero con un menor número de asesinatos en una década y un febrero que, según información extraoficial, y a falta de que el ministerio publique los datos, fue igual de bueno.
De modo que no queda más que la incredulidad y la preocupación: las han manifestado desde organizaciones gremiales hasta otras civiles que trabajan en el área de seguridad, universidades como la Rafael Landívar, y embajadas como la de Estados Unidos, sin olvidar al mismo procurador de los Derechos Humanos, Jordán Rodas. No ha necesitado el ministro más de un mes para resultar increíble sin matiz.
Algunos asesores de la propia Policía conjeturan que la destitución se deriva del hecho de que el director no cumplía la instrucción del ministro de adelantarle información sobre los operativos de captura en los casos contra la corrupción que dirigen el Ministerio Público y la Comisión internacional contra la impunidad en Guatemala. También hay quien recuerda la oposición que ofrecieron el ex ministro Francisco Rivas y el ex director Nery Ramos a saltarse los protocolos de seguridad durante las protestas ciudadanas y ceder a las presiones de reprimirlas desde un primer instante.
Otros analistas aseguran que desde la llegada de Degenhart, en el ministerio de Gobernación apenas se oye hablar de otras cosas que de las pandillas. Las maras parecen haberse convertido en una sólida obsesión de las nuevas autoridades, que han pedido caracterizar a sus integrantes como terroristas. Esto, se apunta, además de una obsesión improductiva, puede ser una forma de construir un discurso que logre competir, ante el desamparo del Gobierno y de ciertas fuerzas políticas promotoras del statu quo, por la atención de los votantes, y quizá convertir, con mucha fortuna para ellos, a Degenhart en una suerte de Giammattei: una figura política tosca pero de límites definidos. Un héroe de caricatura.
Lo cierto, de cualquier forma, es que el cese de Ramos coincide con los operativos contra la estructura de cooptación que supuestamente encabezaba Roberto López Villatoro, y la salida de Rivas, con la captura del primer ministro de la Defensa del actual Gobierno, Williams Mansilla, por haber autorizado un bono de Q50 mil mensuales para Jimmy Morales. Y también que la iniciativa anti-pandillas de Degenhart lo hace con una serie de movimientos legislativos que parecen destinados a coartar ciertas libertades civiles relacionadas con la expresión y la protesta, así como un peligroso regreso a la idea de las políticas de mano dura, esa que nos llevó, en la década pasada, a una de las cimas en las cifras de homicidios de nuestra historia reciente.
Piénsenlo todo junto: un ministro que pide ser informado de inmediato sobre las órdenes de captura, destituciones que coinciden con aprehensiones importantes por parte del MP y la CICIG, en los mandos que ofrecieron mayor resistencia dentro del Gobierno a reprimir desde un principio las protestas, el auge de un ridículo y preocupante discurso de mano dura, en connivencia con las intenciones manifiestas de varios congresistas que votaron a favor del denominado pacto de corruptos, y todo esto en medio de una caída auspiciosa de las tasas de homicidios.
Piénsenlo todo junto, y ahí tienen sus escenarios.