Abro los ojos a medias, tomo el smartphone y comienza el desfile: emails, Facebook, Twitter, Instagram, LinkedIn, fotos, playas, casas, publicidad en exceso, noticias buenas, otras no tanto, amigos, colegas, actividades. Despertador.
Entre ese mar de información, imposible no sentirme perdida, observada con cada like, preocupada. No por mí, por el futuro.
Hace algunos años una amiga decía en tono de broma: «¿Facebook? Facebook es... ¡el diablo!».
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Abro los ojos a medias, tomo el smartphone y comienza el desfile: emails, Facebook, Twitter, Instagram, LinkedIn, fotos, playas, casas, publicidad en exceso, noticias buenas, otras no tanto, amigos, colegas, actividades. Despertador.
Entre ese mar de información, imposible no sentirme perdida, observada con cada like, preocupada. No por mí, por el futuro.
Hace algunos años una amiga decía en tono de broma: «¿Facebook? Facebook es... ¡el diablo!».
Mucho se ha hablado de los efectos de esta red social en el estado de ánimo de sus usuarios, de la falsa imagen que nos empeñamos en crear, de la felicidad a medias que logramos transmitir, etc. Pero, en el momento de escuchar que Facebook tenía su origen en el infierno, aún no existía el WhatsApp en nuestras vidas.
El mayor sustituto del contacto humano, ese refugio en el que escribimos lo que a veces no podemos decir, esa herramienta tan útil y a la vez tan nefasta. Recuerdo que en una ocasión escuché con sorpresa de la extraña obsesión por verificar la última conexión de «esa persona». Me sentí aliviada y debo confesar que hasta agradecida de pertenecer a otra generación. Inevitablemente, después me sentí vieja.
[frasepzp1]
Mis demonios no se manifestaron así. Tenían otra forma: estrés, culpa, enojo, frustración y muchas pero muchas ganas de mandarlo todo a la mierda. Ganas, por supuesto, reprimidas porque ahora todo lo que haga o diga tendrá efecto en la vida de alguien más. Ganas que se alivian con la opción delete all messages, pero que nunca llegan a la solución final: exit group.
No aspiro a ser una madre ejemplar. Ser una madre —a secas— ya es un reto. Quizá por esa razón me cuesta asimilar lo que sin querer podemos hacernos unas madres a otras en los grupos de mamás. Esos espacios creados, en principio, para tener una mejor comunicación solo sacan a relucir los peores defectos de una sociedad tan fragmentada como la nuestra y nos sobrecargan con una agenda de actividades tan febril como inecesaria. Desde los play dates a media mañana o a media tarde (horarios imposibles para las que queremos tener una carrera) hasta las iniciativas para celebrar cualquier cosa en cualquier momento y con cualquier pretexto (y sin ningún motivo), enviar disfraces o hasta crear un fancy fall look para una foto son factores que solo nos sumergen a nosotras en un torbellino de estrés y a nuestros hijos en la burbuja.
La burbuja. El demonio mayor. Los chats, las palabras y las acciones que nos quieren hacer creer que los niños están viviendo en una sociedad conformada estrictamente por ese ideal de familias perfectas (integradas, heterosexuales, funcionales —ya saben: esas cadenas de WhatsApp con fotos bonitas y rostros relajados—). En ese lugar los problemas no existen, no, salvo para aquella legión de madres que se dejan la vida por proteger la burbuja maquillando el mundo y, sobre todo, para aquellas otras que procuramos salir de ella aguantando las malas miradas de aquellas otras que nos imaginan reventándoles su ficción.
Ya basta. Hoy huelga. Que vean esos chats los padres.
(Forward message)
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