¿Está la idealización del self made man detrás del voto a Trump? Sin ninguna duda.
¿El espíritu del pionero que se enfrenta a los elementos y a los adversarios en condición de inferioridad? Nada más vean lo que fue la primaria republicana —todos contra Trump— y la elección general —todos contra Trump.
¿Hay un deseo oculto o explícito de ser millonario o pasarla bien entre sus votantes? Por supuesto. ¿Envidia y admiración? Yup. ¿Entonces también hay tirria porque, mientras duró la fiesta financiera, todos comieron y bebieron pero los más ricos la enfardaron más que los menos ricos? Así es. ¿Y con la crisis los más ricos siguieron bien mientras The Little Guy of Main Street la pasó canutas? Un solo dato: dos de cada tres dólares de nuevos ingresos fueron al 1% más rico —o sea, sí.
Caramba, ¿y también hay machos machitos machérrimos que festejan que haya metido el colgajo de su entrepierna en el tajo entre las piernas largas de mujeres bellas? Diablos que sí.
¿Racistas? (¿Acaso la Luna no es un satélite?)
¿Misóginos? Obvio.
¿Gente que quiera joderse al IRS, a la agenda tributaria, pagar menos impuestos o ninguno por años, jactarse de ello mientras habla de cuán rico se ha vuelto? Sí, sí, sí y sí.
¿Hay adoradores del hombre fuerte? Muchos.
¿Quien odia a los extranjeros? Pero claro.
¿A todos los extranjeros, a algunos extranjeros, a extranjeros que no son blancos sino extranjeros marrones o negros o asiáticos? Sí, a todos esos extranjeros-extranjeros.
¿Hay quien no odia a los extranjeros y no es racista y es buena gente y podría haber votado a Hillary o, más, a Sanders? ¡Sin dudas!
¿Hay mujeres que toleran en sus maridos lo que toleraron en Trump? Hay.
¿Y tipos que grab the pussy? Sí.
¿Hay gente que votó a Trump porque no estuvo Sanders? Con relativa probabilidad.
¿Y mujeres que no votarían jamás a otra mujer? Sí.
¿Y quienes no votaron a Hillary por ser Hillary? Indudable.
¿Hay nazis? (¿Acaso el día tiene no veinticuatro horas, el minuto sesenta segundos?)
¿Violentos capaces de dañar a otros? También.
¿Hay una bolsa de deplorables? Sí, y otras bolsas que no.
¿Hay gente que quiere ver presa a Hillary? Sí, y vociferan.
¿Hay imbéciles? Sí, y hay gente inteligente —la inteligencia tiene muchas formas.
¿Hay negros? Poco, pero es inevitable que no haya.
¿Y latinos? También —tres de cada diez hombres lo votaron— y hay también musulmanes y musulmanas.
¿Hay ignorantes? Muchos.
¿Hay gente que tragó hiel por cómo es Trump pero igual lo votó? No tenga ninguna duda. ¿Hay gente que dijo que no lo votaría o que votaría a Hillary e igual lo votó? Así es: son el shy vote, el voto vergonzoso.
¿Hay abuelos adorables, buenos papás, hijos aplicados? Hay personas impecables, decorosas, dignas. ¿Hay gente harta? Hay. ¿Frustrados, agobiados, gente que no pensó bien? Hay, y en buen número. ¿Hay gente a la que no le importó nada? Aha.
¿Y, seguro, hay gente que fue capaz de tolerar todas las cualidades execrables de Trump, que son muchas, y extrapolar una sola buena y, por esa sola, exclusiva, razón, votarlo? Donald Trump ganó y todo lo que necesita una persona para votar a alguien es una sola, exclusiva, razón —buena o mala, la que sea.
*
Trump ha descorrido un velo o, de otro modo, levantado la alfombra bajo la cual se escondía, solapado, un discurso sectario, el siempre agazapado sentido del oportunismo y el individualismo de la cultura norteamericana. El fascista interior está ahora suelto; el self made man que aborrece del Estado interventor campea por las calles; el espíritu de los pioneros, que no quieren límites, parece resurgir.
Quedémonos en el punto más crítico. Nadie se vuelve racista de la noche a la mañana, ¿de acuerdo?, y Trump ha mostrado el verdadero rostro de una enorme porción de Estados Unidos. Trump ha dado voz a un animal por demasiado tiempo al acecho. Es altamente probable que la mayoría de los votantes de Trump no sean racistas y que muchos no tengan grandes problemas con nadie —es increíble que tengamos que poner este tema en la mesa—, pero los conservadores extremistas tienen la llave para ir donde quiera porque Trump no les ha puesto límites. Con los más machos y enojados —Lock her up!— han sido los más gritones y desvergonzados. Si Trump, como presidente, no condena los brotes racistas ni la violencia, naturaliza esos comportamientos como lo ha hecho durante la campaña. Sólo que ahora ya no es un candidato entre varios o uno de dos sino que representa al Estado, es su símbolo, imagen, primer prescriptor. Y si el presidente hace la vista gorda, yo, su votante, entiendo que, si no está bien, tampoco está mal maltratar a latinos, insultar a los negros, arrancarle el hiyab a una chica musulmana.
Es muy difícil determinar cuán racista es el elector de Trump —cuánto lo es cualquier persona—, cuán anti inmigrante, anti musulmán; cuánto odia a los latinos y cuántos kilos de machismo lleva encima. Nadie llena un formulario de aduanas con esos detalles ni los declara al fisco cada año: tengo tres octavos de nazi, dos tercios de intolerante y 75% de misógino, ¿cuánto debo?
Pero están allí y, en menor o mayor grado, esos votantes aceptaron tales condiciones también en Trump o, al menos, no parecieron molestarles de modo suficiente. Todas esas personas decidieron votar a Donald Trump a pesar de Donald Trump, conociendo con cabalidad de su indecencia y deshonestidad. No les importó poner en la Casa Blanca a un hombre con la moral de un paramecio. En un acto colectivo de negación, la sociedad americana determinó que un hombre incapaz dirigirá sin idoneidad la mayor economía del mundo, el mayor ejército del mundo, la mayor democracia del mundo. ¿Qué esperan de él? ¿Qué sea un “roba pero hace”? ¿Suponen que las aberraciones de Trump no los tocarán porque, quién sabe, no son latinos o lo son, pero tienen papeles? ¿Acaso las mujeres suponen que el desprecio de Trump por su género no les toca a ellas? ¿No les importará que quiera prohibir el ingreso de musulmanes? ¿Es porque ellos son cristianos? ¿Qué condición los hace presuponer invulnerables a un sociópata narcisista?
Que las personas estén frustradas y enojadas no hace automáticamente buena su elección. ¿Cómo es posible que 60 millones de estadounidenses —una Argentina y media o una Colombia y media— hagan la vista gorda a la brutalidad de Trump? Los demócratas e independientes que querían un cambio podían haber votado a Bernie Sanders pero para unos él no era una opción al inicio y para los otros no lo fue cuando sólo quedaba Hillary. Todos, sin embargo, tuvieron la misma opción que republicanos moderados, mujeres blancas, blue collars y latinos: un momento de decisión, privado y personal, para pensar. Pudieron elegir no votar, pudieron elegir votar a Jill Stein o a Gary Johnson. Anular sus votos. Protestarlo. Pero eligieron votar a Trump, y aunque la bronca haya sido elevada durante la campaña no fue un estado de shock emocional que les impidiera pensar qué estaban haciendo, válgame el infierno.
Decidieron votar a Trump a sabiendas, fue su determinación. Estos votantes no son geranios, no son un guepardo, no son amebas: son, cree uno, homo sapiens. Somos animales, pero nuestro rasgo distintivo por sobre el resto del reino es nuestra inteligencia. Y esos animales inteligentes decidieron desoír todo lo demás del mismo modo que nosotros nos cegamos a ver el rojo de su enojo y desesperación. Eligieron entonces al bigot por una sola razón —al cabo, identitaria— frente a todas las otras razones que pudieran decir algo en contrario de ese bigot. Al cabo, sólo es necesaria una razón cualquiera, no millones, para tomar una decisión. Que eligiesen a Trump legitima el discurso de Trump así no compren la totalidad de él. Trump no será un presidente por fracciones, un presidente apenas determinado por esa sola decisión por la cual lo voté. No gobernará a medias: será él, haciendo cuanto pueda para hacer lo que, Donald J. Trump, quiera hacer. Todo él.
Elegir es un acto de responsabilidad, y no hay disculpa en eso. Tomas la decisión, lidias con sus consecuencias. Y cuando esa decisión es la elección del líder de una nación, haces objeto de esas consecuencias incluso a quienes no votaron como tú.
*
Occidente está en declive y Estados Unidos, bajo cuya bandera se ha erigido el último medio siglo, es una maquinaria oxidada pintada de cuando en cuando, cada vez a mayor costo, sin poder ocultar completamente la herrumbre. Los Estados no tienen la capacidad ya de sostener las demandas sociales: Europa lo sabe, en no más de dos décadas lo verá frente a su rostro América Latina. No se podrán pagar pensiones en el futuro nada mediato y, antes de eso, veremos a los hospitales colapsar, las infraestructuras depender cada vez más del auxilio de benefactores y buitres y las cuentas fiscales habrán de requerir maquillaje o privatización o un mecenas o vaya a saber qué para sobrevivir a la ficción de que los Estados aún pueden ocuparse de sus ciudadanos sin que las fuerzas políticas internas, sobre todo las afincadas en las regiones más ricas, empujen a secciones enteras de un país a un inaudito proceso de secesión.
Es triste que la fábula de nuestra época resulte la progresiva dilución de la civilización. Triste que no hayamos aprendido nada de las catástrofes humanas del pasado. Trump es un emergente, una casualidad y una causalidad, un punto más en la progresiva derrota que se auto infligen las clases políticas —travestidas en organizaciones profesionales de cortesanos que legitiman su lugar, muchos aun con vocación pero demasiados con demagogia barata— y, con ellas, las democracias representativas.
Amigos liberales: las encuestas no son votos. Hillary no lo hizo tan mal —de hecho, ganó el voto popular— pero la estrategia de dejar regiones y estados sin atención porque eran del palo en una competencia electoral volátil gana el campeonato de la estupidez política. El discurso biempensante deberá ganar color y calor, no cientificismo frío. Pocos disputan que Bernie Sanders podría haber ganado a Trump —disputa, por otro lado, de absurdo consuelo: nunca sucedió— pero es cierto que el Partido Demócrata deberá hallar figuras que conecten tanto racional —que Hillary haya ganado el voto popular dice que la sociedad aún cree en ciertas ideas— como emocionalmente. Sanders acarreó a miles de jóvenes liberales y acercó a la política real a activistas y pensadores de izquierda que vieron que el aparato del Partido Demócrata, como el del GOP, tenía fronteras porosas y resultaba proclive a una toma de fuerzas masivas capaces de instalar un liderazgo. En el estricto sentido de ideas y sangre nueva, el Partido Demócrata necesita más Bernies Sanders y Elizabeths Warren. Si la nueva figura renovadora se llama Michelle Obama eso sólo lo dirán las elecciones de medio mandato de 2018, cuando la esposa del presidente Obama podría tener amarradas alianzas suficientes para avanzar con una candidatura —que, para no ficcionar las especulaciones, aún debe definir.
Tengan presente que Trump es producto de la incapacidad política para estar a la altura de la Historia. Se coló como agua por las grietas que la dirigencia no supo llenar, renuente a relacionarse con las personas, sorda al reclamo, ciega a las evidencias. Nuestros políticos han perdido la habilidad de convencernos de que la nación —ese invento de subjetividades, himnos, banderas y canonjías que funcionó por un par de siglos— puede todavía mantenernos a todos tirando para el mismo lado. Se ha hecho arduo persuadir a las personas con la promesa de un país mejor en el futuro a cambio del sacrificio presente ante una ausencia espantosa de prescriptores institucionales creíbles y cuando a diario se les exhibe un mundo de fronteras culturales abiertas donde lo profano y lo sublime llega por la vía del intercambio de información 24/7. Trump ha medrado en un redil gigantesco y desamparado, no como lobo sino como macho cabrío disruptivo. El hombre de las manos pequeñas parece haber demostrado que tiene algo más grande que ofrecer que los demás.