Trump ganó en el campo, donde el mundo se ve muy distinto al mundo de las ciudades, y’all. (Nada menor: no ganó en ninguna ciudad con más de un millón de habitantes.) El cosmopolitismo es asunto inherente a las polis, que por algo las lleva en el nombre. En el campo el mundo es más recio y limitado. Pensamos eso a menudo: volver a la naturaleza como una expresión de una simpleza pura, incorruptible, que nos quite de los infinitos subterfugios, las insoportables capas de realidad que impone la vida citadina.
¿Es así? En realidad, el campo es brutal y se expresa con una, digamos, sugerente naturalidad sórdida. En el campo hay trabajo en el día y descanso en la noche, no una sofisticada vida diurna entre inversiones especulativas que pueden cambiar tu vida en minutos y Martini por la noche porque tu vida cambió en minutos. Esa aparente simpleza es tosca y horrenda en muchos modos por abyecta y agresiva a los ojos del urbanita. En el campo hay utilitarismo como en cualquier parte, sí, y flojera como en cualquier ciudad e intolerancia e ignorancia y egoísmo y avidez y codicia. Si no hay buen salvaje tampoco hay virtud elevada en el campesino, per se. Esa peregrina idea progresista de que los pobres y los obreros y los campesinos son reservorio de alguna cualidad superior es tan estúpida como estúpida fue la creencia de los estrategas de Hillary de que había estados industriales donde el triunfo estaba asegurado.
He vivido en el campo y conozco los límites correosos de su universo. Cuando un extraño llega a una ciudad pequeña, es una mosca en la sopa; se singulariza, es señalado, se habla de él a las espaldas. Pronto se construye una mitología del raro y distinto basada en rumores, pequeños retazos informativos, la distancia insidiosa del chisme. Ahora imaginen por un instante a esos mexicanos y salvadoreños marrones entrando al bar blanco del pueblo después de trabajar en los campos de alfalfa. O sólo caminar por la misma acera o comprar en el mismo supermercado ramplón que un viejo operador de grúa en Peoria, Illinois. Y piensen cómo esos extraños que llegaron siendo pocos empiezan a aumentar en número y se hacen más visibles, ahora en las calles del centro de la ciudad. Y ya no están solos: tienen mujeres, y tienen hijos: se están reproduciendo. Ahora supongan que ustedes se quedan sin trabajo o que la ciudad se afea y que alguien, un ser moralmente subnormal, dice que es culpa de esos individuos marrones que no nacieron ni crecieron en la misma tierra que usted. Haga crecer ese loop, zambúllase de a poco en la intolerancia. Vea Fox, participe de una iglesia presbiteriana de pastores blancos como usted. Sintonice The Apprentice por la noche para descansar, porque, vamos, leer cansa y NBC es liberal. Descubra —Ma’, come here, look at this— que el señor de The Apprentice, ese millonario insensible con el fracaso que te dice la verdad sin sedantes, se lanzará a presidente. Look, ma’, come here. Véalo bajar por la escalera mecánica y, minutos después, decir que México envía su peor gente —criminales, violadores, narcos. Y escúchelo prometer que los quitará a todos de esta tierra y que usted, buen americano, tendrá su trabajo de vuelta. Ma’, oh my good! Look at this guy!
Pero que sea el campo el que saltó es una circunstancia. Esa aparente liviandad de los habitantes rurales no es producto de un condicionamiento genético. No nacen estúpidos. La pobreza material puede condicionar la pobreza intelectual, y viceversa. Blanco, pobre y campesino no es epítome de los males de Estados Unidos. Una es una condición genética y nadie es culpable de nacer con un color determinado; las otras dos, pobreza y ruralidad, son marcadores económicos, producto de ciertas condiciones. Un liberal honesto debiera comprender eso: la ignorancia es asunto de voluntad, sí, pero en ocasiones esa voluntad ya motivada no permite escapar a las condiciones en que se da la vida. La falta de acceso a una educación moderna es un drama profundo del interior de Estados Unidos y en especial de las comunidades pobres. “En una era que ha puesto la identidad en el centro de la vida política, esa vida (rural) no es algo que cuente”, escribe Adam Theron-Lee Rensch. “Muy a menudo, la clase liberal no la ve como una identidad positiva que valga respeto o entendimiento, sino que desecha sus políticas como reaccionaria y militante o ridiculiza brutalmente sus visiones como ignorantes o repugnantes”.
Los cambios políticos no son un acto de magia ni una revelación divina. Cuando el Tea Party emergió, sentó raíz tanto en las ciudades como en los pueblos rurales. El Partido Republicano, que vive un proceso de medievalización que si no los enorgullece los erecta, ha alimentado la radicalización de un discurso torpe, anti-intelectual, bruto por donde se le mire. El primitivismo de sus dirigentes y su adscripción a la fe antes que a la razón tiene caldo de cultivo suficiente. Estados Unidos es la mayor economía del planeta, pero grande no significa necesariamente bueno. El país más poderoso del mundo exhibe uno de los peores resultados educativos entre las naciones desarrolladas. Sus jóvenes son, comparativamente, menos sabios o más ignorantes en ciencia, literatura, matemáticas e historia que otros muchachos de otras partes del planeta. La fe de los americanos puede estar desvaneciéndose, dice The Pew Center, pero tan lejos como en 2014 todavía cuatro de cada diez estadounidenses creía que dios había creado la Tierra diez mil años atrás. La traducción asusta: personas adultas que tienen creencias propias de niños de seis años están, en buen número, entre quienes deciden al hombre que comandará la mayor fuerza armada de la civilización.
“No somos una sociedad de ángeles”, escribió Leon Wieseltier.