En 1922, en el primer artículo escrito por The New York Times sobre Hitler, el periódico habla acerca de la emergencia del político bávaro —Hitler llevaba apenas un año como jefe del Partido Nacional Socialista alemán— en un texto que procuraba restar peso a las acusaciones de xenofobia y racismo que comenzaban a crecer. En 2015, el diario lo republicó apenas cuatro meses antes de que Donald Trump lanzase su campaña presidencial creando a los mexicanos como sus enemigos principales. Los dos párrafos centrales del texto de Hitler en 1922 son los siguientes:
“Varias fuentes confiables y bien informadas confirmaron la idea de que el antisemitismo de Hitler no era tan genuino o violento como sonaba, y que sólo estaba usando la propaganda antisemita como un cebo para atrapar a masas de seguidores y mantenerlos entusiasmados, entusiastas y en línea para el momento en que su organización estuviera perfeccionada y lo suficientemente poderosa como para ser empleada eficazmente con fines políticos.
“Un político sofisticado atribuyó a Hitler una peculiar habilidad política para acentuar el antisemitismo, diciendo: «No se puede esperar que las masas entiendan o aprecien sus objetivos más finos. Debes alimentar a las masas con bocados o ideas más crudas, como el antisemitismo. Sería políticamente incorrecto decirles la verdad sobre dónde realmente los estás guiando»”.
Tras la elección, la prensa americana empezó cree que Trump, como el Reich, entrará en razón. Que la realpolitik se impondrá. Que el Partido Republicano no dejará que tome decisiones perjudiciales para su propio futuro como fuerza política. Que tal vez, tal vez, su racismo “no era tan genuino o violento como sonaba” y que se trataba de propaganda “como un cebo para atrapara masas de seguidores y mantenerlos” y blablablá. Yo, también, en ocasiones me fuerzo a creer eso. Es una reacción casi natural de supervivencia: si Trump lleva a cabo su minuciosa cosmogonía del odio, esta nación se parecerá a la nación distópica de la serie The Man in The High Castle, donde la Alemania nazi no pierde la guerra sino que la gana y convierte a Estados Unidos en una sucursal de sus crímenes contra la humanidad. Aún no sé si mi deseo por que Trump no sea quien ha demostrado demasiadas veces que es —que no sea, que no sea, ruego que no sea—, aún no sé, digo, si mi deseo es producto de un optimismo institucionalista indestructible o de una estupidez igualmente irremediable. Los intelectuales, académicos, periodistas y políticos alemanes de la década de 1930 también vivieron bajo una ceguera autoprovocada ante Adolf Hitler —y otra vez, no temo a la comparación.
Ellos también creyeron por buen tiempo que Hitler podía entrar en razón. Y eso sucedía porque ellos eran parte del sistema a preservar: ¿quién que no viva dentro de esa sociedad desmoronaría el estado de cosas que necesita mejoras pero va en el camino correcto? ¿Qué cromagnon puede dudar que los homosexuales merecen idénticos derechos, que el aborto debe practicarse de manera segura, que la mujer tiene absoluta potestad sobre su cuerpo, que la salud debe ser barata y extendida, que es moralmente imperioso, porque la misma Constitución lo dice, que esas pobres almas que llegan como migrantes, con o sin papeles, merecen la misma oportunidad que nuestros abuelos irlandeses, italianos, alemanes? Pero ese es el punto de vista de las élites y las clases medias liberales —los paréntesis de las costas—, no del interior profundo de Estados Unidos, no del ejército de orcos que rodea a Trump, ni de sus generales pardos. Mucha gente que votó a Trump está fuera de ese mundo perfecto. Los liberales no pueden entender cómo alguien podría echar un cerillo a ese mundo de promesas sanas y dedicarse a contemplar su quemazón sin inmutarse.