Y es que leer este libro, relato histórico de mi abuelo materno, quien vivió entre 1911 y 1980, contextualizado a lo que vivimos actualmente en redes sociales, me hizo ver cómo, aunque pasan los años y las décadas, la estrategia y retórica contra quienes nos atrevemos a pensar distinto, cuestionar y querer cambiar la realidad de Guatemala es exactamente la misma que hace 70 años, solo que con distintos métodos o medios.
Nunca lo conocí, pero entiendo ahora la militancia disciplinada de mi mamá en su partido y la convicción de ideas que nos mueven como familia, pero también como individuos. De la historia no voy a contar mucho porque prefiero que lean el libro, que está a la venta en Sophos, pero sí se lo recomiendo mucho a aquellos a quienes les gusta la historia del país, sobre todo la revolución del 44 y el período de nuestra primavera democrática. Vale la pena.
Si diré que, tal y como él señala, mi familia ha sido afortunada en muchos sentidos. Los Solórzano Fernández eran terratenientes de San Marcos, donde tenían fincas de café. También del lado de la familia Foppa Falla (mi abuela materna, Alaíde), aunque él no lo cuenta mucho, viene una tradición de finqueros, también de café. A mi abuelo le tocó vivir en carne propia la transformación de Alemania al nazismo. Había ido a estudiar su bachillerato allá y después fue a México, donde estudió Derecho y se convirtió en abogado. Prefirió no regresar a su finca para dedicarse a asesorar a grandes sindicatos de ese país y después venir a Guatemala en el 44.
Mi abuelo termina su relato diciendo: «Abracé la causa del socialismo no por víctima, no por resentido, sino por optimista, porque creo que el hombre y la sociedad son perfectibles».
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Al terminar de leer, enciendo mi teléfono y veo los típicos mensajes en redes sociales, algunos de net centers y otros de personas reales, donde a cualquiera que plantee algo distinto o busque justicia se le tilda de chairo resentido, comunista, etc. En esa categoría entra quien no acepte la pobreza en la que vive el país, cualquiera que tan siquiera ose imaginar una nación donde indígenas y ladinos de las áreas rural o urbana vivan en condiciones dignas, con igualdad de oportunidades respecto a aquellos que hemos sido los afortunados de nuestra historia.
Yo me defino socialdemócrata, mucho más a la izquierda que a la derecha, con la creencia fiel de que el mercado debe existir bajo la premisa de la libre competencia. Creo en la propiedad privada y en que se deben respetar todas las libertades individuales, como la libre expresión y la libertad de culto. Considero que el Estado tiene un rol muy importante en la sociedad y que debe garantizar y proveer salud, educación, seguridad y justicia a sus habitantes, de modo que todos tengamos las mismas oportunidades y se hagan ricos aquellos que mejor sepan aprovecharlas. No les guardo ningún rencor a empresarios, militares o personas que tengan más bienes que yo, pues ninguno de ellos me ha quitado nada.
Es por eso que en esta coyuntura hago mías las palabras de mi abuelo y diré que he sido lo más afortunado que podía ser. Mi mamá heredó parte de la finca de su abuela y decidió en su momento venderla. Con eso compró la casa donde crecimos y vivimos por muchos años de forma cómoda, sin preocupaciones y con mucha felicidad.
Dentro de este país tan desigual tengo familia, educación, salud, amigos, amor, cariño, un techo y dinero, que, aunque secundario, nunca me ha faltado, pues mi mamá me proveyó toda mi infancia y he trabajado desde los 19 años para conseguir honradamente todo lo que tengo.
Soy socialdemócrata no por víctima, no por resentido, sino por optimista, porque creo que el ser humano y la sociedad son perfectibles.
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