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El Consigliere tiene un proyecto (II)

Le pregunté si era cierto que había gozado cuando una sobrina suya que se comprometió en Canadá con su novio de la India, se lo había presentado a su familia, y estos al verlo tan “negrito”, casi se desmayan. Soltó una carcajada, hizo una precisión, y dijo: “Es que soy un hombre sin prejuicios.”
Antonio Arenales Forno es un estatista, un nacionalista, un tipo pragmático al que no le gusta la palabra “pragmático”, un apasionado hombre de ideas, uno que se impone, un desconfiado, un consejero áulico, un amigo del ejército, un ideólogo,un tipo que es un laberinto.
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El Consigliere tiene un proyecto (II)

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Puede haber otros en Guatemala que en los últimos 30 años hayan ocupado tantos cargos importantes como él, pero es posible que ninguno haya pasado tan inadvertido, ninguno haya tenido tanta influencia y haya gozado de tan poca visibilidad. Ahora, Antonio Arenales Forno, el secretario de la Paz, está en escena. Y tiene un proyecto. Su proyecto de siempre. Esta es la segunda parte de un perfil partido en tres.

Parte 2. El conservador laberíntico

“Tenía su programa: era conservador.”

Talleyrand revolucionario, de Louis Madelin.

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El abogado, cuando aún no era abogado y no había salido todavía del país, fue formado en la extrema derecha y después perteneció a la generación que imaginó un paralelismo entre la transición democrática guatemalteca y la española y que creyó tener su propio Adolfo Suárez.

Como me escribió un intelectual de izquierda al que generalmente se considera su amigo, su ascendencia lo influyó de una manera determinante pero su experiencia vital lo hizo evolucionar y “romper ideológicamente con la derecha cavernícola y despreciar a los libertarios, que lo consideran comunistoide”. “Él tiene su propia idea de Estado y de reformas y causas y las acomoda –especificó el intelectual–: Sabe que quien se opone a su modelo de Estado es la oligarquía ‘moderna’ que emergió tras la crisis de la década 1980, y para enfrentarla se hace amigo de Washington, del ejército y, cuando pueda, de los indígenas”.

“Es un rebelde que no ha seguido los patrones del conservadurismo católico industrial”, me confirmó un hombre cercano a la ORPA. “Como persona”, declaró Edgar Gutiérrez, cercano a él, “tiene empatía con los discriminados y aquellos que no tienen poder. Desprecia la falta de inteligencia en sus interlocutores”.

Le pregunté a Arenales si era cierto que había gozado cuando una sobrina suya que se comprometió en Canadá con su novio de la India, se lo había presentado a su familia, y estos al verlo tan “negrito”, casi se desmayan. Soltó una carcajada, hizo una precisión, y dijo: “Es que soy un hombre sin prejuicios.”

A Arenales Forno le gusta verse como un hombre libre de prejuicios en materia de sexo, etnia, política y religión. Tiene una gama tan variada de relaciones que a veces sorprenden en un entorno dogmático en el que las afinidades dependen de las adscripciones ideológicas. Quizá porque es un hombre que no rehúye nunca un debate ni teme dejarse convencer por un argumento mejor que el suyo, como me dijo Cerezo, o tal vez porque, según el aforismo que acuñó el ex vicepresidente y miembro del equipo de reforma constitucional Eduardo Stein, “achicar el espectro de las relaciones personales, la endogamia intelectual, es el ostracismo”, el abogado se siente cómodo en cualquier lugar en el que adquiera ascendiente. Eso es algo que suele suceder entre quienes coinciden en dos cosas: reconstituir la autoridad de Estado y limitar el poder de la oligarquía “moderna” y sus “intelectuales”.

“No es un conservador criollo terrateniente”, afirma Sandino Asturias, ex insurgente, y pariente lejano de Arenales según descubrió hace no mucho. Es un conservador “estudiado y con una visión estratégica del Estado”, y de ahí que promoviera, desde 2004, cuando era diputado del FRG, ratificar el Estatuto de Roma y la Corte Penal Internacional, que tanto preocupaba a los que creían que podría servir para encarcelar a los viejos oficiales del ejército. “Arenales entendía que la ratificación era favorable para Guatemala, y que en ningún modo iba a servir para juzgar a militares”, porque no tenía valor retroactivo.

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“Casi siempre está sumergido en los acontecimientos, dentro de los partidos, entre la envoltura impersonal de su cargo, tan invisible y activo como el mecanismo de un reloj. Y rara vez se consigue captar, en el tumulto de los sucesos, su perfil fugaz en las curvas más pronunciadas de su ruta.”

Fouché, el genio tenebroso, de Stefan Zweig.

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Desde que contaba aproximadamente 32 años se desliza la figura de Antonio Arenales Forno siempre entre los hitos de la Historia. De los tres temas para el debate que Vinicio Cerezo juzga cruciales, el abogado fue siempre un responsable inadvertido.

Incluso en la época en que abandonó las entrañas del Estado no le quitó la vista de encima: entre 1996 y 2000, ejerció como abogado del bufete privado familiar Arenales & Skinner Kleé, es cierto; pero también escribió en elPeriódico, fue consultor de las Naciones Unidas para la reorganización del Estado Mayor Presidencial y además consultor de la Comisión Presidencial para la Modernización y la Descentralización del Estado; imprimió un alegato favorable a reformar la Constitución en función de los Acuerdos de Paz; y nutrió con sus consejos al entonces canciller Eduardo Stein, según Eduardo Stein, ahora su colega en el grupo orientador de la reforma constitucional.

Durante los grandes sucesos que desde la élite moldearon el sistema político actual, el secretario estuvo siempre sumergido en los acontecimientos.

Fue diputado en la Asamblea Constituyente de 1985, que le abría paso a esta democracia, y pesó en el debate y pesó en la redacción.

Asesoró a Alfonso Cabrera cuando éste era ministro de Relaciones Exteriores en el gobierno subsiguiente, y al ejército, y viajaba a Ginebra, conociendo todos sus entresijos, con Mauricio López Bonilla y Otto Noack a defender al Estado de las acusaciones de haber violado los derechos humanos, a presentar la cara amable de la contrainsurgencia.

Formó parte de la delegación de Guatemala en el proceso de paz centroamericano, primero con la mediación del Grupo Contadora y después en Esquipulas.

Promovió ante el canciller Arzú y sobre todo frente al presidente Jorge Serrano Elías, el reconocimiento de la independencia de Belice (“el reconocimiento de que tenían un gobierno, y que tenían un territorio, pero no la extensión de ese territorio”).

Estuvo cerca de Serrano en el Serranazo (él cuenta que abogó por la reforma constitucional y las elecciones y dos políticos en aquel entonces cercanos a él, que se movió para impulsar la candidatura del vicepresidente Gustavo Espina).

Con Ramiro de León fue subsecretario de la Presidencia y el escudero de Héctor Rosada en la Comisión de Paz y en la reconciliación, y aunque durante el gobierno de Arzú se quitó de en medio (renunció porque "no sentía confianza de parte del Presidente"), ya había dejado firmados, con aportes fundamentales suyos, algunos de los Acuerdos de Paz sustantivos.

(Miguel Ángel Sandoval describió así cómo era en aquella época: “un personaje con luces en unas comisiones bastante grises. Alguien que no ve los derechos humanos como una molestia, sino como algo consustancial a la democracia”. López Bonilla, hoy ministro de Gobernación, recuerda que en las discusiones con URNG: “Rosada pretendía demostrar su calidad intelectual. Tono, su increíble astucia. Juega con escenarios de complot, tiene una mente diseñada para develar complots y le encantaba”).

Portillo lo mandó como embajador a Ginebra (donde rindió culto a los EE.UU. y a Israel. Fue clave, con Ríos Montt, Zury Ríos y el vicepresidente Reyes López, en darle la vuelta a una decisión que el mandatario ya había tomado a favor de Cuba, y culpó a Palestina de las violaciones de derechos humanos), y luego fue enviado como embajador a Washington (donde peleó por la recertificación como aliado en la lucha contra las drogas, que Guatemala acababa de perder, y la obtuvo).

En tiempo de Berger fue diputado eferregista y luego embajador ante la Unión Europea: en lo primero presidió la Comisión de Relaciones Exteriores y consiguió el dictamen favorable para el Estatuto de Roma, que nunca se aprobó; fue miembro de las salas de Defensa y Derechos Humanos; lideró con argumentos jurídicos y nacionalistas la oposición del FRG a la Ciciacs (que se aprobaría como Cicig) y a que se instalara en Guatemala una representación del Alto Comisionado de Derechos Humanos.

Según varios cables de WikiLeaks y artículos de prensa, como  recuerdan Edgar Gutiérrez y Helen Mack y él mismo, participó en las negociaciones y en la redacción del texto; y apoyó a Zury Ríos en sus luchas por la equidad de género, por las pensiones, por la niñez, por los derechos sexuales y reproductivos.

Colom lo mantuvo en el cargo: entonces encabezó las negociaciones del Acuerdo de Libre Asociación entre Centroamérica y la Unión Europea.

Otto Pérez Molina lo hizo su secretario de la Paz pero es mucho más que eso. Como me dijo Edgar Gutiérrez, “es un consejero indispensable en temas de política exterior, derechos humanos y reforma constitucional”. El Presidente confía mucho en su consejo jurídico-político. Domina gracias a su trayectoria y a sus redes familiares (primos y sobrinos en algunas de las embajadas primordiales) el corazón de la intrigante Cancillería, que palpita al ritmo que él impone. Su palabra es respetada en el equipo de reforma constitucional. Y está orientando la estrategia del Estado en la cada vez más polémica materia de los derechos humanos.

“Es el operador más agresivo del gobierno, y el más efectivo. Es –como me dijo un miembro del gabinete casi tres semanas antes de su desafío a la Corte Interamericana de Derechos Humanos– el abogado que puede levantar a la contrainsurgencia y puede pararse frente a la CIDH.”

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“Es un hombre profundamente autoritario pero sabe ceder sin molestarse”

Un alto funcionario del Estado, abogado.

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Kate Doyle, directora del National Security Archive, que conserva y estudia los documentos desclasificados del gobierno estadounidense, no estaba en Guayaquil, Ecuador, esa jornada, pero el día anterior, después de que el caso del Diario Militar se tratara ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, intentó convencer a Marco Tulio Álvarez, el ex director de los Archivos de la Paz, y a otra perito, Velia Muralles, para que fueran a un bar con ella a celebrar que ya había terminado el caso. Muralles y Álvarez se habían pasado el día comentando los testimonios que tendrían que dar un día después, estaban nerviosos, y no aceptaron la invitación porque querían volver al hotel a prepararse más para no cometer ningún error cuando les tocara hablar. Meses antes, la Copredeh había decidido que Álvarez fuera a representar al Estado como miembro de la Comisión de Desclasificación de los Archivos Militares y a testificar por el caso de la desaparición en 1984 de Edgar Fernando García, el esposo de Nineth Montenegro, que el MP investigó y llevó a tribunales en Guatemala. Pero sucedió algo que ninguno había previsto. “Estando allí”, me explicó Álvarez, “vienen los edecanes de la Corte y me dijeron: ‘señor, el Estado ha retirado su participación’. Arenales Forno, como secretario, no me dijo nada pero retiró mi comparecencia por estar ‘muy cerca de las víctimas’. El testimonio, de todas maneras, se leyó. Lo envié por fax tiempo antes”.

Álvarez repite algo que me ya me había dicho un funcionario de gobierno: Arenales Forno es extremo en sus posiciones.

Según Álvarez, Arenales Forno sostiene que la Sepaz nada tiene que ver con la memoria histórica y que pretende negociaciones internas que le pongan punto final al pasado y evitar la Corte Internacional de Derechos Humanos.

“En la primera reunión dijo que había que acudir a la reconciliación, a las leyes de punto final, como en Argentina. Yo le respondí”, me explicó Álvarez con un gesto travieso, rizándose el bigote, “que la historia siempre termina llegando, que en Argentina esas leyes se cayeron. No se soportan con el tiempo”.

El secretario de la Paz me confirmó el tono general de la anécdota de Guayaquil, y añadió: “Ante cualquier tribunal uno tiene la potestad de retirar a los testigos propios. Álvarez había sido elegido por el gobierno anterior y a mí, ya allí, me generó desconfianza. Y cuando se supo que lo retiraba, los hechos me dieron la razón: una abogada de la comisión objetó el retiro de mi testigo, afirmando lo que él iba a decir. Me quedó clara también la parcialidad de algunas personas de la comisión”.

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“Ninguno de esos perfiles de Fouché, cogidos al vuelo, coinciden entre sí a primera vista.”

Fouché, el genio tenebroso, de Stefan Zweig.

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Antonio Arenales Forno es un estatista, un nacionalista, un tipo pragmático al que no le gusta la palabra “pragmático”, un apasionado hombre de ideas sin la pasividad o la calma del analista pero con inacabable saber técnico, un difuso liberal con algo neorrealista en política exterior, un diplomático políticamente incorrecto que siente que sus ideales son los de Occidente, “el canciller en la sombra”, el sucesor de Fernando Andrade Díaz-Durán, el monje negro, alguien que busca el poder, alguien que lo encuentra, alguien que lo rumia, alguien que vierte palabras en el oído, que vierte argumentos, soflamas, indignaciones, uno que se impone, un desconfiado, un consejero áulico, un amigo del ejército, un ideólogo, un hombre cuya voz metálica y asmática suena igual que las sirenas de los buques lejanos, un tipo que es un laberinto.

¿Un demócrata?

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“Es un consigliere del presidente. Alguien con mucha expertise”.

Francisco Beltranena, politólogo próximo al ejército y a Otto Pérez, sobre Arenales.

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Cuando llegué a la casa de Zury Ríos, la excandidata presidencial del Frente Republicano Guatemalteco, notoria por su largo trabajo como diputada y por ser hija del general retirado Efraín Ríos Montt, tantas personas me habían hablado del carácter autoritario de Antonio Arenales Forno que se me empezaba a configurar como un miembro del viejo club de los caudillos decimonónicos.

Zury Ríos vive junto a la residencia de su padre y al aproximarse al domicilio lo primero que se nota es una patrulla de la Difep, la División de fuerzas especiales de la Policía, haciendo guardia frente a la puerta. El General, de 86 años, encabezó la dictadura entre 1982 y 1983, uno de los periodos más crueles de la guerra, y hoy guarda arresto domiciliario desde que el 26 de enero, doce días después de haber perdido la inmunidad que le confería ser diputado, un tribunal guatemalteco lo ligara a proceso por el delito de genocidio. Después de varias audiencias, sus abogados no habían tenido éxito en sus apelaciones y pese a la amnistía decretada por la dictadura militar en 1986, Ríos seguía enclaustrado, pues el genocidio, recordó la juez, no es indultable.

Desde el recibidor, la casa de Zury Ríos se veía amplia, luminosa y perfumada, y la sala en la que hablamos de Antonio Arenales, de su padre y del proceso de reconciliación estaba llena de muebles de tonos cremosos y madera oscura a medio camino entre lo neoclásico y lo rococó.

Aunque una prima de Zury Ríos quedó recientemente viuda de un hermano del secretario de la Paz y ya se conocían de antes, la relación de ambos se fraguó mientras Arenales servía de embajador en Washington y se consolidó cuando, segundo en el listado nacional del FRG sólo por detrás de ella, el abogado obtuvo un escaño en el Congreso y la apoyó en sus proyectos antes de irse “como un caballero, sin fugarse a otro partido” de embajador de Óscar Berger a Bruselas. En las elecciones previas, en 1999, Arenales Forno había tenido un acercamiento con el partido que lideraba el General y pretendía ser diputado, pero Zury Ríos lo había rechazado. No tenía una ninguna opinión sobre él pero llegaba apadrinado por el vicepresidenciable Juan Francisco Reyes López, al que ella consideraba un hombre con gran amargura en su corazón y su patrocinio le causaba suspicacia.

En los años que siguieron se fue formando una idea más específica del embajador, del congresista, del hombre, y se parecía en cierto modo a una hagiografía: un diputado que sabía disentir pero también plegarse a la disciplina del partido, alguien que enriquecía los proyectos y colaboraba con sus compañeros pero también con los más necesitados, un hombre “amplio”, conocedor destacado de la política exterior y la justicia, un científico del derecho, ilustrado como pocos, estudioso para cada ocasión, que pese a haber sido constituyente había releído la Ley Orgánica del Congreso cuando supo que iba a ser legislador, un entendedor del Estado laico, un buscador de consensos, un hombre que sabe de dónde viene (“su familia es de mucha educación, de gran altura, muy distinguida”) y que no pierde de vista de dónde vienen los demás, especialmente si se creen mucho, un caballero gentil de los que escasean en política, un asesor influyente por su sagacidad, su lucidez, su astucia, que más que buscar es buscado, un embajador que presentaba la imagen de una Guatemala fuerte y digna, un hombre de convicciones y causas, un hombre “a diferencia de Orlando Blanco” nada egoísta, un hombre que auxilia. Un hombre –concluyó con la voz suave después de examinar mentalmente su catálogo verbal durante varios segundos– de una conducta “incólume”.

Luego se quedó callada y satisfecha, la mano derecha en la pierna derecha, la pierna derecha en la izquierda, y el brazo izquierdo estirado sobre la cabeza del sofá, con una gran sonrisa.

Zury Ríos no había mencionado si, como hombre educado por un padre varias veces ministro de regímenes militares, era un nostálgico de tiempos más autoritarios o si se encontraba cómodo en el sistema actual, y más tarde aproveché a preguntárselo.

Tampoco yo lo había entrevistado aún para saber que cuando le pidiera definirse, las primeras palabras que saldrían de su boca serían “profundamente demócrata” y que para él democracia significaba (resumo dos frases distintas): “Estado de derecho con plena o la mayor garantía de la vigencia de los derechos humanos con una ciudadanía representada en los diputados y con mecanismos de participación y de control ciudadano en las decisiones”.

Le expliqué entonces a Ríos que mientras algunos de mis consultados lo consideraban un hombre que había desempeñado un papel positivo para la democracia y la paz, otros veían en él a un reaccionario, a alguien que actualmente defendía la impunidad, y que en una conversación un funcionario de gobierno me lo había tildado de fascista.

“Entonces”, le pregunté, “¿es un demócrata?”

Zury Ríos tardó en responder y cuando por fin habló contestó con un juego de palabras:

“Es muy republicano”, replicó riendo por su ocurrencia.

Aunque en realidad la idea casaba muy bien con la cercanía que el entonces embajador Arenales Forno cobró con algunos grupos radicalmente conservadores de la política norteamericana, le expliqué –no hacía falta– que me refería a la dicotomía demócrata/autoritario y no a la demócrata/republicano. Entonces dijo que creía en un sistema de pesos y contrapesos y en la participación con reglas claras. “Pero yo no lo tildaría de conservador en muchos temas. A mí, Martín me dice que soy la más liberal de los conservadores”, añadió en alusión al director de Plaza Pública. “Tono es tan liberal en lo social que a algunos les molesta”.

No era eso lo único en lo que coincidían ambos. El abogado era un hombre que siempre había tenido cercanía con lo militar por los cargos de su padre y comprendía el papel de la institución armada (utilizaba a menudo este circunloquio) tanto en tiempos de paz como en los de combate. De hecho, recordaba que había pronunciado conferencias sobre ello ante el ejército (luego Arenales me diría que eso no significaba nada: también las había dado para el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional en el Salvador). Además, defendía la causa de su nación con gobiernos de diferentes banderas. Y sostenía las mismas ideas que ella acerca de la Reconciliación.

Le pregunté cuáles eran esas ideas. Alguna vez lo habían hablado entre ellos y, según Ríos, el punto de partida era que la población civil sufrió demasiado en la guerra, “dolores grandes”. (Días después pude notar que cuando Arenales hablaba de víctimas siempre las dividía en dos: las del ejército y las de la guerrilla, sin mencionar a las civiles). Zury Ríos alguna vez le había dicho al negociador que los compromisos de paz se podrían haber escrito de una manera más completa, pero que no se habían esmerado.

“¿Para cuándo la música, la cultura?”, exclamó la hija del General. “No todo es resarcimiento económico, que es importante. Teníamos 18 o 20 gentes en los Archivos de la Paz que no estaban haciendo nada. ¿Por qué pagarlos con nuestros impuestos? Aquí acabamos de tener veintiún casos de niñas que dieron a luz antes de los diez años y aún así seguimos en el pasado, en el resarcimiento, que lo entendemos. Pero ¿para cuándo la reconciliación?”

Nos habíamos trasladado al comedor y Zury Ríos merendaba ahora un canapé. Su discurso parecía estar sincronizado con el del Secretario de la Paz. Después de anunciar el cierre del Archivo, él en otro ámbito también había mencionado el desfase que suponía a su juicio que la Fiscalía de Derechos Humanos del Ministerio Público tuviera un presupuesto tan grande en comparación con la de la Mujer, y reflexionaba si no era mejor preocuparse más por el ahora.

También había dicho que la labor de resarcimiento y dignificación tenía que centrarse en las víctimas y no en los verdugos. Le pregunté a Ríos si eso en todo caso no pasaba por enjuiciar los crímenes y hacer justicia. No lo negó, pero habló con precisión y sin molestia: “Lo que se debe hacer valer es el debido proceso. No creo que sea justicia que al General Ríos Montt se le someta a ocho audiencias en menos de tres meses. El General Ríos Montt no gobernó este país 50 años”.

Justo antes de despedirnos me dijo: “Si se politiza la justicia, ¿en quién van a creer el ciudadano más pobre y el más rico?”

Salí a la calle ya de noche y allí se vislumbraba aún la patrulla, oscura como una pantera dormida. Me fijé en un par de agentes que estaban visibles. Parecían aburridos como si no tuvieran un lugar en la historia.

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"El conservador laberíntico" es la segunda parte del perfil "El Consigliere tiene un proyecto". Descarga aquí el ebook.

Lea las otras dos en "Un Sean Connery poco risueño" y "El abogado en la sombra". 

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