El Estado creador de mercados (La recuperación pasa por repensar lo fiscal)
El Estado creador de mercados (La recuperación pasa por repensar lo fiscal)
La inversión pública mejora la productividad del capital privado.
No es la primera vez que una crisis colectiva como una pandemia presenta una oportunidad de concebir un nuevo arte de hacer gobierno[1]. Debería ser innecesario recordar que las epidemias están en el origen de algunas de las tecnologías estatales y estadísticas que hoy deben hacer una reaparición en el debate sobre el seguimiento y la mitigación de los efectos del COVID19. Pues fueron los brotes de viruela en el siglo XVIII que remplazaron en las sociedades occidentales las nociones religiosas de la ineluctabilidad punitiva de una peste por el reconocimiento de la salud como bien público, y de cómo ciertas directrices de los gobiernos podían tener un efecto tangible sobre la velocidad de propagación de los patógenos.
Desde 1755, por ejemplo, la entonces colonia inglesa de Nueva York ya había decretado leyes que establecían cuarentenas obligatorias a navieros con pasajeros infectados de viruela, fiebre amarilla u otras enfermedades infecciosas[2] con el objetivo tácito de evitar disrupciones en el comercio marítimo trasatlántico.
Al observar cómo se postulan hoy esas falsas dicotomías entre salud y economía, da la impresión de que en el siglo XVIII tenían una concepción más clara de las externalidades de red de los bienes públicos (como la salud o las estadísticas epidemiológicas) y su vínculo directo con la prosperidad económica de los países. Es en la medida en que los Estados han olvidado estas nociones (evidenciado no solo en el abandono de la infraestructura de salud sino también en la incapacidad de proveer respuestas coordinadas) que el virus ha causado daños de proporciones históricas.
Dicho en otras palabras, es la idea del Estado como una organización parasitaria que ha limitado, durante las últimas cuatro décadas, la formación de capacidades fiscales y operativas que han permitido que algunos gobiernos, de Vietnam a Alemania, contengan los efectos de esta pandemia.
Como ocurrió en otros periodos de la historia con crisis de naturaleza similar (y como ha ocurrido en el caso de los países que mitigaron la pandemia), la recuperación económica pasa por concebir al Estado como generador de valor en su función de proveedor de bienes públicos y su rol cardinal en crear nuevos mercados.
Hace algunos días, el diputado Samuel Pérez Álvarez inició la oportuna discusión sobre la dirección que deberían tomar algunas políticas públicas de cara a la recuperación post pandemia. Recupero su ímpetu de recurrir a visiones necesariamente poco ortodoxas y a continuación planteo, en el ámbito fiscal, algunas ideas que podrían otorgar una posibilidad teórica de romper el impasse de décadas de bajo crecimiento y del drama de la migración desenfrenada.
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Órdenes deliberados
Y el olvido empezó en el Norte.
Uno de los factores que pesará en las próximas elecciones de Estados Unidos es el estrepitoso fracaso en curso[3] del gobierno federal en dirigir esfuerzos contra el virus. Vis a vis con otros países de ingreso y capacidad burocrática similar.
La actual operación “Warp Speed”, que pretende desarrollar una vacuna para fin de año, se ha limitado a otorgar fondos a compañías farmacéuticas, algunas de ellas con historial operativo cuestionable. Hablar de un programa conjunto con el sector privado y coordinado por un liderazgo fuerte del gobierno federal de las proporciones del proyecto Manhattan es, entonces, una quimera.
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Mas allá de los factores coyunturales que pueden explicar esta y otras tragedias, hoy existe el consenso generalizado de que toda reducción del gasto público genera una eficiencia asignativa positiva. Los recursos captados por el Estado ya no estarían disponibles para el sector privado, a cuya inversión se le suele atribuir mayor eficiencia, generando así menor bienestar general para la población. Además, este argumento a menudo se respalda en las dinámicas observadas en el último incremento significativo de productividad[4] que EEUU vivió durante los años 90, dado que fue principalmente impulsado por las tecnologías de la información implementadas por el sector privado.
La evidencia empírica, no obstante, ha identificado[5] que la inversión pública mejora la productividad del capital privado, y que al reducir los presupuestos públicos para gastos de capital[6], la productividad decae.
Fueron ambiciosos programas coordinados por el gobierno federal lo que posicionó al país norteamericano como potencia al crear nuevos mercados (como con el proyecto ARPANET, precursor del Internet) y al innovar en los existentes (como en el sector energético[7]).
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El problema de esta narrativa fragmentaria que sataniza cualquier política fiscal expansiva es que no llega a reconocer cómo mediante un uso estratégico del gasto público el Estado se ha posicionado históricamente como un actor que puede coordinar e ir más allá de cierto cortoplacismo trimestral que caracteriza a algunas facciones del sector privado organizado. Evidencia de esta limitada perspectiva temporal es cómo se han inclinado por invertir (tanto material como discursivamente) en sectores[8] con pocos efectos de derrame y potencial transformativo, como la minería y la construcción de centros comerciales.
Largoplacismo de Estado
¿Cómo, entonces, estas ideas pueden articular una propuesta concreta para el país de cara a la recuperación post COVID19? Creo que existen dos elementos concretos en la formulación del presupuesto público que podrían encaminar al país hacia un mejor rumbo.
En primer lugar, se deben diseñar y establecer programas de inversión pública, tanto en investigación y desarrollo como en bienes de capital, en horizontes de 10 a 15 años. Estos programas deben diseñarlos y fijarlos agencias independientes de planificación estratégica con el propósito de superar la dinámica electoral e inmunizarlos del clientelismo que caracteriza la negociación del presupuesto. Existen críticas respecto a la “doble presupuestación” por crear descoordinación entre las entidades técnicas a cargo de dichos procesos. Sin embargo, teniendo en cuenta la realpolitik , cabría la posibilidad de preguntarse si el exceso de coordinación entre los distintos actores políticos ha convertido el presupuesto en un botín político que impide establecer una visión más de largo plazo para las finanzas públicas.
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Segundo, los programas de inversión pública deben tener como misión el desarrollo de nuevos sectores con alto potencial de derrame y que sean escalables con el propósito de absorber a los trabajadores que hoy deciden partir al extranjero en búsqueda de mejores oportunidades económicas. A diferencia de la ambigüedad de los ejes de los programas de desarrollo nacional, que por ejemplo incorporan en el desarrollo económico el remozamiento casi aleatorio de caminos sin ninguna visión estratégica clara, estos programas deben tener una misión[9] definida y cuantificable.
En este sentido, se cita con frecuencia la forma en que la misión específica de ganar la carrera espacial en el marco de la guerra fría (y el generoso financiamiento federal que recibió), permitió a los americanos desarrollar nuevos sectores no solo en la industria aeronáutica sino también en el sector agroalimentario y médico.
Para el caso de Guatemala, la fragmentación de las cadenas de suministro globales (producto de las tensiones geopolíticas y agravada por los efectos de la pandemia) presenta una oportunidad para un ambicioso programa de inversión pública en el sector logístico, con la construcción de infraestructura de transporte intermodal y de almacenamiento complementarias.
Evidentemente ninguna empresa que provenga de un recién encontrado emprendimiento de Estado tiene garantizado el éxito, y los alcances de dichas iniciativas siempre estarán acotados por la capacidad técnica de la burocracia estatal.
Pero, como en las otras lecciones que nos ha dejado la pandemia, el arte de gobernar no nace espontáneamente, se crea con deliberación.
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