Más que el contenido de la campaña o más que si el veto fue por decisión editorial de la Radio, como afirman la radio, la embotelladora y la agencia publicitaria, o por presiones de Pepsi, como el grupo de análisis y discusión GI afirma que se les comunicó desde la Nuevo Mundo, consideramos que el asunto refleja uno de los problemas más profundos de la libertad de expresión en una democracia y la consideración del derecho a la información como un bien público para la sociedad de Guatemala y Centroamérica: la censura empresarial y la autocensura de los medios.
Plaza Pública surgió hace un año, entre otros motivos, porque un grupo de periodistas estábamos frustrados con los límites a la libertad de expresión y de prensa que existen en los medios tradicionales a la hora de abordar no ya de una manera fiscalizadora o crítica, sino apenas analítica, el papel del sector privado en nuestro país.
Los periodistas y los medios en Guatemala nos legaron en 25 años una democracia en la que le perdieron el miedo a fiscalizar a los políticos y a los militares, pero nos heredaron también una gran deuda en cuanto a describirnos al resto de poderes en la sociedad, empezando por los más poderosos, los empresarios. Y es que, contrario a las restricciones imaginarias construidas por el discurso conservador, la cosa pública, el interés público, eso que debe ser discutido y abordado por una sociedad, no se limita a las acciones y a los actores del Estado.
En la democracia guatemalteca y su libertad de expresión –abortada en el siglo XX y amordazada desde el Estado al amparo de la elite conservadora– es comprensible que la alerta permanente para evitar censuras dirija sus reflectores a los políticos y al Estado. No está de más.
Pero desde esta tribuna, y con este caso prototípico de GI, Nuevo Mundo y Pepsi, queremos apuntar otros reflectores hacia la censura que ejerce fuera de micrófonos parte del sector privado sobre el periodismo en Guatemala y que no tiene que ver con la línea editorial de los medios, línea que en muchos casos, da buen y legítimo cobijo a los intereses patronales.
Es algo cotidiano que ante un cuestionamiento de parte de un reportero, un empresario llame al dueño del medio para vetar artículos que considera que pueden afectar a las aspiraciones de su empresas o de sus amigos, casi siempre con éxito. O incluso llegar al extremo de que telefónicas tengan el poder de vetar cartas de los lectores que sean críticas con sus servicios.
No siempre se admite, pese a ello, que un artículo fue objeto de censura. Se tiende a disfrazar de invitación al reportero a que se mejore, a que viaje a la finca investigada o a la fábrica o a unas oficinas centrales en las que invariablemente es imposible ver nada relevante, o sintomático, aparte de una realidad embellecida. Por lo general, esa invitación tampoco cuaja nunca, y sólo funciona como un elemento que posterga la publicación, y al postergarla puede hacerla obsoleta o volverla una lucha individual. Y ahí, si no es que antes se ha caído ya en la autocensura, a menudo los periodistas claudican.
La información y la opinión pública constituyen los fluidos vitales de este régimen que el sector privado dice disfrutar, adorar y defender con tanto ahínco. Es imposible una democracia profunda, de ciudadanos con iguales derechos y obligaciones, si buena parte de los hilos de la política y los medios los mueven los intereses empresariales sin entender que para esta sociedad es sano que también ellos –como todos quienes tienen gran influencia en el ámbito público- deben ser fiscalizados, criticados y analizados. Es tan relevante eso como el fortalecimiento del Ministerio de Trabajo o la firma y el cumplimiento de una ley laboral más justa con los empleados. El sector privado es un actor político con diferentes grados de homogeneidad y a veces intereses coyunturales en conflicto, pero similares objetivos estratégicos. Pretender que esto no es así, o aceptarlo como algo natural por parte de los medios, no le hace ningún favor a la democracia ni abona en su reivindicada independencia.
Esto no es algo exclusivo de Guatemala; los poderosos siempre intentarán presionar a los medios para que sean amables con ellos en cualquier democracia. Parafraseando a Juanita León, directora de La Silla Vacía, una de las herramientas del poder es tener la potestad de decidir qué se dice y qué se escribe sobre el poder, sobre ellos mismos. Que si son todos ellos, sin excepción ni mérito, los exitosos, los bienhechores, los salvadores de la patria. Esto último es una caricaturización para reforzar nuestro punto, pues estamos conscientes de la gran cantidad de empresarios que aportan su grano para desarrollar de una manera más sostenible y justa este país.
Los empresarios más poderosos, o los anunciantes en medios, deben observar que no sólo promocionan una marca sino que financian un bien público como es la libertad de prensa y la de expresión. Y una sociedad con medios independientes se beneficia de tal tarea; fortalece a los ciudadanos con más información para exigir sus derechos y ser soberanos, y esto aporta a una sociedad más estable y más armónica, que beneficia directamente a los empresarios y a los inversionistas. Si son democráticos y en realidad quieren empoderar a los ciudadanos, estos empresarios censores deben dejar atrás esa mentalidad del siglo XX.
Este tema de la censura (o la autocensura) no es una responsabilidad exclusiva de los empresarios, es una responsabilidad compartida con los periodistas y los medios. Y con la amodorrada Cámara Guatemalteca de Periodismo, y con las distintas asociaciones, y con el propio Estado, y con el Procurador de los Derechos Humanos -más preocupado siempre y en estos días por su reelección que por defender los valores fundamentales de su cargo.
Y con la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), cuyo guatemalteco presidente denuncia con celeridad y gallardía todas las tropelías que se cometen en el resto del continente, y bien podría aumentar su radio de vigilancia a las censuras del sector privado en el país.
Todos deberían estar investigando, aunque fuera de oficio. La vida, la credibilidad y el futuro les va en ello.
Los medios tenemos la responsabilidad de pelear la batalla para que los anunciantes lo recuerden. Si los empresarios entienden el pago de anuncios como una limosna, hay que hacerles ver que lo que están pagando es un servicio. Debemos dejar de temer que por una crítica rompan un contrato o dejen de anunciarse o incluso muevan a todo su sector al boicot. Sabemos que no es un miedo vano o infundado. Ya ha sucedido: alguna iniciativa periodística desapareció por ese motivo.
Muchos pensarán que es fácil decirlo desde un medio como Plaza Pública, financiado por la Universidad Rafael Landívar, OSF, Hivos y FES, pero nadie dijo que en una democracia sea una tarea fácil para los periodistas perder el miedo a los poderosos –sean políticos, militares, empresarios o líderes sociales. Aunque si no es para que el resto de la sociedad tenga información para enfrentarse a sus miedos, ¿para qué hacemos periodismo?