No se trata de un poder ante el cual podamos desplegar las técnicas del control democrático que generalmente se asocian a la democracia liberal desarrollada (o poliarquía), como la rendición de cuentas, la transparencia, el balance en los poderes del Estado y el llamado imperio de la ley. Se trata de un poder material, clasista, estructuralmente oculto pero reproducido de manera hegemónica por medio de un modelo de dominación experimentado subjetivamente como libertad de elección y que además se legitima con el juego poliárquico de la alternancia de élites en el poder político. Para eso precisamente es que existe y se da el diseño constitucional poliárquico. Es un proceso con propósitos bien claros, tanto normativos como estratégicos, que la literatura y el comentario común, ya sean neoliberales o neoconservadores, niegan o invisibilizan.
Días después de las elecciones generales del 6 de septiembre, F. Rodríguez, de elPeriódico, le hizo una entrevista a Roberto Wagner, un analista político independiente pero afiliado a la neoliberal Universidad Francisco Marroquín, que expresó las siguientes conclusiones del proceso electoral:
Los partidos finalistas en la contienda presidencial, Frente de Convergencia Nacional (FCN-Nación), Unidad Nacional de la Esperanza (UNE) y Libertad Democrática Renovada (Líder), no obtuvieron los puestos suficientes en el Congreso para aprobar con 80 votos cualquier acción. Estos resultados son atípicos con relación a los últimos comicios, en los que la bancada del partido gobernante ocupaba hasta 70 curules en el hemiciclo parlamentario. El politólogo agrega que será un Congreso más vertical y con la oportunidad de fiscalizar mejor, ya que es reflejo de que los guatemaltecos votaron cruzado y castigaron a los grandes partidos [y] porque algunas organizaciones pequeñas pudieron ingresar más representantes en el Congreso. En total, los rostros nuevos en el Legislativo sumaron, hasta ayer, 74. Los restantes 84 son parlamentarios que obtuvieron su reelección.
Lo más notable de estas conclusiones no es lo que dicen, sino lo que no dicen. Lo obvio es decir que la era de las aplanadoras llegó a su fin; que, aunque no se hayan aprobado a tiempo las reformas a la LEPP propuestas antes de las elecciones por varios grupos, hoy consideradas por la CC y que pudieron haber resultado en más representatividad para indígenas y mujeres, el voto cruzado dio resultado, y que, aunque solo resultaran elegidas 74 personas nuevas y se haya reelegido a 84, el nuevo Congreso de todos modos representa un cambio significativo que va a permitir la fiscalización real. Pero solo es posible llegar a esta conclusión si se tiene un marco interpretativo de lo político que reduce la cuestión del poder a la cuestión del juego electoral y se deja afuera la cuestión del poder constituyente, que surge desde afuera del proceso electoral y al cual precisamente se le impone este último —sobre todo el modelo D’Hondt, que filtra el voto y lo convierte en poder político— para negar precisamente el poder constituyente de una ciudadanía movilizada y protagónica.
En un reportaje para Plaza Pública escrito por Oswaldo J. Hernández, en el cual se cita el trabajo del analista político Javier Brolo, de la procorporativa Asociación de Investigación y Estudios Sociales (Asíes) de Guatemala, Hernández escribe citando a Brolo:
[E]l sueño al principio era otro: «Algo muy distinto a lo que tenemos en la actualidad». La Ley Electoral y de Partidos Políticos se aprobó en 1985 con la idea de que los partidos políticos de Guatemala adoptaran un modelo de organización similar a los partidos de masas: una amplia base social, cobertura nacional y una estructura jerárquica donde los de abajo seleccionaran a sus representantes en los peldaños superiores. «En tan solo 25 años, todo se ha degenerado», lamenta Brolo.
Aunque para Brolo el nuevo Congreso se ve como una degeneración de lo que supuestamente se esperaba de la LEPP original, el problema es que Brolo examina la realidad política periférica del diseño poliárquico de Guatemala no a partir de su normatividad interna, sino a partir de las condiciones ideales de la poliarquía dahliana, y como resultado nos ofrece conclusiones fundamentalmente erróneas. Ya la LEPP de 1985 había sido diseñada para la degeneración del sistema electoral y político del país precisamente por lo inherentemente degenerativo de la fórmula repartidora del poder. No hay en dicha ley un diseño constitucional realmente democrático, ni siquiera como lo ve Brolo, que de haberse aplicado correctamente habría creado las condiciones para una verdadera poliarquía de partidos de masas. Dejando de lado sus buenas intenciones, comentaristas como Brolo no han tenido interés ideológico alguno en cuestionar el sistema fundamental de poder detrás de la LEPP y sus distintas reformas, incluyendo las que ahora están siendo consideradas por la CC.
Necesitamos un constitucionalismo rupturista y refundacional.
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