Ahí encontramos la definición clásica de lo que es una crisis de hegemonía y de los peligros que corremos si esta tiene una resolución restauradora o conservadora. Con las disculpas debidas por citar de manera muy extensa, hagamos un recuento de esto leyendo a Gramsci:
En cierto punto de su vida histórica los grupos sociales se separan de sus partidos tradicionales, o sea que los partidos tradicionales en aquella determinada forma organizativa, con aquellos determinados hombres que los constituyen, los representan y los dirigen, no son ya reconocidos como su expresión por su clase o fracción de clase. Cuando estas crisis tienen lugar, la situación inmediata se vuelve delicada y peligrosa porque el campo queda abierto a soluciones de fuerza, a la actividad de potencias oscuras representadas por los hombres providenciales o carismáticos. ¿Cómo se crean estas situaciones de oposición entre representantes y representados? ¿Qué del terreno de los partidos (organizaciones de partido en sentido estricto, campo electoral-parlamentario, organización periodística) se refleja en todo el organismo estatal, reforzando la posición relativa del poder de la burocracia (civil y militar), de la alta finanza, de la Iglesia y en general de todos los organismos relativamente independientes de las fluctuaciones de la opinión pública? En cada país el proceso es distinto, si bien el contenido es el mismo. Y el contenido es la crisis de hegemonía de la clase dirigente, que se produce ya sea porque la clase dirigente ha fracasado en alguna gran empresa política para la que ha solicitado o impuesto con la fuerza el consenso de las grandes masas (como la guerra) o porque vastas masas (especialmente de campesinos, de pequeño-burgueses a intelectuales) han pasado de golpe de la pasividad política a una cierta actividad y plantean reivindicaciones que en su conjunto no orgánico constituyen una revolución. Se habla de «crisis de autoridad», y esto precisamente es la crisis de hegemonía o crisis del Estado en su conjunto.
La crisis crea situaciones inmediatas peligrosas porque los diversos estratos de la población no poseen la misma capacidad de orientarse rápidamente y de reorganizarse con el mismo ritmo. La clase tradicional dirigente, que tiene un numeroso personal adiestrado, cambia hombres y programas y reabsorbe el control que se le estaba escapando con una celeridad mayor que la que poseen las bases subalternas. Hace incluso sacrificios, se expone a un futuro oscuro con promesas demagógicas, pero conserva el poder, lo refuerza por el momento y se sirve de él para aniquilar al adversario y dispersar a su personal de dirección, que no puede ser muy numeroso ni muy adiestrado. El hecho de que las tropas de muchos partidos pasen a colocarse bajo la bandera de un partido único que mejor represente y resuma las necesidades de toda la clase es un fenómeno orgánico y normal, aunque su ritmo sea rapidísimo y casi fulminante en comparación con tiempos tranquilos: representa la fusión de todo un grupo social bajo una dirección única considerada la única capaz de resolver un problema dominante existencial y de alejar un peligro mortal. Cuando la crisis no encuentra esta solución orgánica, sino la del jefe carismático, significa que existe un equilibrio estático (cuyos factores pueden ser dispares, pero en el que prevalece la inmadurez de las fuerzas progresistas), que ningún grupo, ni el conservador ni el progresista, tiene la fuerza necesaria para la victoria y que incluso el grupo conservador tiene necesidad de un amo (cfr. El 18 brumario de Luis Bonaparte).i
Lo que está ocurriendo en Guatemala desde antes de abril de 2015 y que ciertamente continúa hoy después de la elección de Jimmy Morales como presidente no es una simple crisis de autoridad/gobernabilidad (la tesis conservadora) o una crisis de legitimidad (la tesis liberal/socialdemócrata). La solución a este tipo de crisis incluye un simple reacomodo político entre las élites y las clases medias por medio de un compromiso cosmético electoral o en el interior de la clase política, tal y como se ha dado en las elecciones legislativas y presidenciales de septiembre y octubre. Lo que ocurre en Guatemala es más profundo y representa, de hecho, una crisis de hegemonía que ha creado oportunidades claras y explícitas, sin precedentes desde 1985, para cuestionar la continuidad del modelo estructural (el neoliberalismo) y constitucional (una poliarquía mínima y periférica) de dominación instalado desde la transición a la democracia como un todo, y no solo para cuestionar la continuidad ya sea de un gobierno de turno corrupto o de un sistema electoral imperfecto. Y es precisamente porque estamos ante una crisis de hegemonía que, como bien lo escribe Gramsci, es obvio esperar una respuesta hegemonizante y restauradora por parte de las élites y de los grupos de poder con el apoyo abierto o solapado de la Embajada. Por tanto, cuando se trata de una crisis hegemónica, como lo plantea Gramsci, es de esperar «la fusión de todo un grupo social [dominante] bajo una dirección única considerada la única capaz de resolver un problema dominante existencial y de alejar un peligro mortal», lo que urgentemente requiere como respuesta superar «la inmadurez de las fuerzas progresistas».
Cuando Gramsci nos interpela a superar «la inmadurez de las fuerzas progresistas», ¿de qué nos está hablando? ¿De buscar una «revolución democrática», como lo interpretaron sus seguidores socialdemócratas italianos, como Togliatti y la gente detrás del Partito della Rifondazione Comunista? ¿O como lo plantean los socialdemócratas periféricos en Guatemala, que eclécticamente creen en un gramscianismo democrático y en un keynesianismo económico al estilo del ala moderada del Partido del Trabajo brasileño o del Partido Socialista chileno?
Desde una perspectiva estricta pero críticamente gramsciana, superar la inmadurez de la izquierda militante y comprometida en Guatemala implica buscar un proceso de refundación. Las crisis de hegemonía que azotaron a Sudamérica en los días mas gloriosos del neoliberalismo en los años 90 son tanto el laboratorio como la evidencia empírica de que la búsqueda de los procesos de refundación no es un simple voluntarismo político, sino que es un proceso, como escribe Gramsci, «contra el capital» —es decir, contra el determinismo en el que todavía creen los uerregenistas o pseudoleninistas ortodoxos chapines— y contra la falta de ética y de voluntad política para cambiar la historia aun cuando los ideólogos de una época determinada nos murmuren al oído diciendo: «Es que no se puede porque no hay condiciones».
Para Gramsci —y eso es lo que saben quienes realmente lo han leído—, donde no hay condiciones hay que crearlas. La experiencia sudamericana, y no la experiencia aislada e infructuosa de la izquierda partidista de Guatemala, es, pues, nuestro contexto político y nuestro horizonte. Los procesos de refundación en Latinoamérica estuvieron todos precedidos por el desarrollo de movimientos de resistencia y protesta indígenas y ciudadanos, pero también radicales, que poco a poco se fusionaron en un actor protagonista, colectivo y nacional-popular y adoptaron —en mayor o menor medida— la forma jacobina del partido o, en términos gramscianos, el «príncipe moderno». Sin este preámbulo político, al momento simplemente no hay manera de articular adecuadamente la refundación estatal. Sin esta conciencia política no podemos superar la inmadurez de la izquierda chapina y vamos a seguir repitiendo como loros el discursito de la revolución democrática, que ni siquiera Jimmy Morales podría negar.
Vamos, patria, hacia la refundación.
* El presente ensayo está basado en reflexiones desarrolladas en mi pieza titulada «De #RenunciaYa a la refundación: una propuesta para la coyuntura presente».
i Gramsci, A. (1985). Cuadernos de prisión, volumen 5. México: Ediciones Era. Págs. 52-53, §23.
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