Trump denunció que los medios tenían una oscura agenda en su contra, que mentían y harían cuanto pudieran para acabar con él; mientras, usó Twitter y la TV para mentir y cimentar esa misma candidatura. Cuando el Partido Republicano le restó soporte, una heterodoxa operación de base —las iglesias evangélicas lo apoyaron monolíticamente— aportó estructura de campo.
El resultado es conocido: Donald Trump es el presidente electo de Estados Unidos; los medios no consiguieron desplazarlo.
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Lo pondré en una línea: no crean en el poder omnímodo de los medios. Esa leyenda no existe.
Ninguna de las historias sobre Trump —cada una de sus muestras de indecencia y deshonestidad—fue un montaje. Sin embargo, la verdad perdió en las urnas aun cuando estuvo fogoneada por las mayores organizaciones de prensa del mayor mercado periodístico del planeta.
¿Una razón? Los medios aún se ajustan a la teoría: no cambian conductas de plano, por impacto espontáneo, sino que refuerzan las que están en proceso de transformación. Los cambios siguen dependiendo de la interacción humana, no de la mágica suposición de que una caja de TV o un papel de periódico inducirán mis comportamientos. Creemos en nuestros pares, nuestros líderes, gente de confianza. Sus palabras y actos influyen más en las decisiones que The New York Times o Anderson Cooper.
Pero hay fenómenos interesantes, a medio camino entre ambos mundos. Mientras vivíamos en el mundo analógico, nuestros contactos eran mayoritariamente presenciales. Nos veíamos en las escuelas, los clubes, una asociación. La calle. La mayor comunicación virtual era, a diario, el teléfono de casa. Las redes sociales han creado un mercado de intercambios intermedios, donde no es necesario moverse de casa para crear la sensación de que estamos, en verdad, en diálogo. No ver al otro en vivo no parece mayor problema: interactuamos. Esas redes, en apariencia, han resultado más efectivas —me resisto al término “determinantes”— que los viejos medios para moldear percepciones. Antes, un medio emitía y nosotros debíamos buscar a nuestros amigos y colegas para discutir. Ahora, cualquiera emite y la discusión es instantánea en Twitter o Facebook.
El siglo XXI está moldeando un nuevo actor político que los partidos, instituciones del siglo XIX, no leen con facilidad.
Los partidos fueron el canal de expresión de las audiencias políticas porque proveían un punto de reunión a expresiones que precisaban de cierta amalgama masiva. Pero eran —son— imperfectos y sub-óptimos: si gana la mayoría, a las minorías las suelen ahogar antes que incluirlas. El ciudadano común, incluso en las internas y primarias, puede quedarse sin voz.
Para más, a medida que la política se hizo profesional y los asuntos de estado se complejizaron con relaciones internacionales más dinámicas, los partidos se volvieron máquinas de producción de cuadros. Su distancia con la sociedad civil —la gente en la calle— se amplió. Los partidos acabaron como parte de una superestructura lejana, fría. Pareció crecer la idea, acertada en buena medida, de que volvían a tocar la puerta de las casas y a hablar con las familias cuando precisaban sus votos cada cuatro o seis años. Entonces unos señores y unas señoras bien peinados y de dientes arreglados vestidos con ropas que podrían pagar dos salarios de los vecinos se veían cara a cara con votantes que desconocían y para los cuales eran personas igualmente desconocidas pero personalidades perfectamente famosas que veían por la TV.
Los partidos vivieron demasiado tiempo de promesas incumplidas, tirando de su capacidad como únicos instrumentos para canalizar descontentos orgánicos en las democracias. Internet y las redes cambiaron esa dinámica. Las redes facilitan la salida del enojo y la disconformidad tanto como las buenas ideas. Tienen controles muy laxos y de reacción lenta para el vituperio, de modo que cualquiera puede revolear allí buenas y malas ideas, verdades y ficciones, a dios y el diablo.
En las redes, las personas encontraron un medio para decir lo que piensan sin que ninguna autoridad —partidaria, institucional, política: sin que ninguna moral— condicione su comportamiento. Es el reino de los trolls y es el espacio de Trump Nation: allí Donald Trump se coronó en el primer Presidente de Twitter —y Twitter en el primer partido global con candidatos espontáneos y heterodoxos en todo el mundo.
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Por supuesto, bien sabemos, la intermediación no reemplaza a los actores directos. Brexit fue una expresión de la mayoría silenciosa al igual que el No en Colombia y la elección de Donald Trump. Los expertos explicaron, los periodistas contaron, las razones se expusieron. Pero millones de personas —mayorías de 51.9%, 50.2% y 47.5%— desoyeron a los medios y reaccionaron más de acuerdo con motivaciones que con clarividencia intelectual. Quien está enojado primero actúa y luego piensa.
En Colombia, Álvaro Uribe alimentó el enojo. En Brexit, Boris Johnson alimentó el enojo. Trump, se sabe, es la denominación oficial del enojo. No importó la verdad para sus votantes: Uribe, Johnson y Trump mintieron descaradamente, fueron sistemáticamente confrontados con los hechos y, como si a nadie importase, arriaron las victorias a sus rediles.
Los expertos en redes saben que, una vez difundido un rumor con la idea de provocar un daño, las reacciones tempranas son claves. Pero aun cuando el problema se atienda pronto, la condición atomizada de las redes reduce los resultados al control de daños pero no restituyen la reputación. Johnson convenció a UK de las maldades de la UE, Uribe del horror del Sí a la paz colombiana y Trump de una crisis terminal inexistente.
Para cuando la resistencia a sus discursos se extendió —tardía— ya habían ganado los corazones de las personas. El uso de “corazones” no es baladí: sus opositores plantearon ideas, razones, explicaciones, argumentos; ellos conmovieron. La razón obliga a procesar información dotándola de sentido en contextos. Elaborar una explicación toma tiempo. Pero las emociones son primitivas e inmediatas y su expresión tiene más veloz cabida en las redes que el discurso cartesiano, que requiere de una paciencia analógica que la velocidad de internet no posee.
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Volvamos a Donald Trump, entonces, el presidente de ese mundo donde los grupos de choque se llaman trolls —o son de verdad y andan por las calles— y el Ministerio de Desinformación reboza de bots.
Esto es una primera reflexión, todavía un brochazo abierto: Twitter funciona para las clases urbanas y los más jóvenes, pero ¿lo hizo igual con los mayores en las ciudades y el campo? Donald Trump fue un catalizador preciso para el enojo de los hombres y mujeres blancas de las ciudades con menos educación. Lo dicho: gente agotada de promesas que no se cumplen y reactiva a los políticos que cada cuatro años bajan de las alturas olímpicas de Washington a pedir sus votos y del establishment que cuida sus privilegios de corte y de Corporate America que se forra con el trabajo de miles de trabajadores aplicados como ellos. ¿Fueron las redes clave ahí? ¿O, como en el campo, lo fueron las iglesias evangélicas, las reuniones comunitarias y de biblia del domingo?
Trump arrasó —arrasó: fue devastador— en las comunidades rurales de Estados Unidos, donde predominan los votantes blancos y más ancianos. Donde, generacionalmente, el hombre manda sobre la mujer. Donde dios pesa más que el Estado y el Estado es un peleador liviano frene a la idea del self made man y el pionerismo. Y donde hay menos pasaportes —es un hecho— para viajar al mundo.
El mundo es más simple —no es una crítica— cuanto menos se conoce de él.
Los medios —porque este es el punto básico, inicial, de estas primeras ideas— no fueron tan determinantes en esta elección. El canal Fox –que durante años ha promovido las ideas radicales que abonaron el terreno para Trump– dejó de apoyarlo demasiado temprano cuando eligió alinearse con los barones republicanos, previsibles, parte de la misma troika institucional. Trump, el outsider, encontró cobijo en las publicaciones de más extrema derecha, al punto que su tercer jefe de campaña fue editor de la vomitiva Breitbart, una máquina de conspiranoia, racismo y xenofobia abiertamente filonazi. Pasado el tiempo, cuando su candidatura fue oficial, el miedo superó a la burla y no hubo medio liberal que no buscase socavar la línea de flotación de Trump desnudando su moral indefendible, su indecencia abierta y su petulancia ignorante e incapaz. Incluso medios republicanos llamaron a votar por Hillary Clinton.
Y sin embargo.
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Hay un nuevo comisario en el pueblo.
Los newsrooms, las redacciones de los medios, han perdido el control de la producción social del discurso publicable que tuvieron durante el siglo XX. El nuevo público tiene demandas que condicionan a los medios y tienen oferta de múltiples plataformas donde buscarlas si esos medios no dan respuesta. Las audiencias no son cabritos de matadero.
El gran aprendizaje de la elección para el oficio tal vez radique en que sea preciso volver al inicio de los tiempos: abajo, a la calle, en la comunidad. Los medios tradicionales, sobre todo, son, en demasiadas ocasiones, productos súper-estructurales de intelectuales liberales. Tal vez los medios digitales, si operan como el viejo nuevo periodismo —ensuciándose las patas—, tengan un pulso más claro.
Tal vez el asunto sea hacer lo de siempre: leer las encuestas pero corroborarlas a pie en la calle. Si algo no se ve bien, decía el viejo Gardner Botsford, es porque no está bien.
Cúlpelos si desea, pero no es una derrota de los medios, al menos no en sentido estricto. No todos los medios operaron igual. Cárguese a la TV, primero, si desea ser generalista; pero elija con más cuidado, luego, a la prensa gráfica, que corrigió posiciones más velozmente que las cadenas. La mayor responsabilidad de la prensa, más o menos en conjunto, fue no tomar a Trump en serio sino considerarlo apenas un payaso y no un payaso peligroso. Cuando notaron la dimensión de su ascenso protofascista, corrigieron la posición. Cúlpela, en todo caso, de soberbia o falta de foco —y son dos pecados mayores, sí—, pero es más difícil suponerla actuando, con decisión y a conciencia, a favor de Trump.
Guárdese, sí, un espacio para Fox. Fox, el canal de referencia de los conservadores, hace tiempo que dejó de hacer periodismo como método: su negocio es el entretenimiento informativo, y allí Trump halló un primer canal para llevar su imaginario cuasireligioso a cada ciudad y pequeño pueblo rural. Para el momento en que Fox comenzó a tomar distancia de sus bravatas, chistecillos y barbaridades, Trump ya tenía un país de 10 millones de seguidores en Twitter y a las demás cadenas reproduciendo su inagotable retahíla de provocaciones al establishment: carne para quien quisiera saborear.
Pero incluso en ese caso, Fox no es magia negra: si el discurso y comportamiento de Trump tuvieron acogida en casi la mitad de los votantes fue porque esa mitad de votantes acuerda, parcial o totalmente, con alguna de sus ideas o propuestas. Los medios no crearon esas audiencias, nada más dieron a esas audiencias un arquetipo de personalidad que las satisfacía en varios niveles: self made man, deseo de reconocimiento, deseos de joderse al fisco —y salir librados—, tener mujeres bonitas, ser racistas abiertamente, o ser la mujer de un fanfarrón que se dice ganador y puede ser el ignorante más grande en dirigir la Casa Blanca pero, diablos, sí que sabe hacer dinero sin que le toquen el trasero.
No, no es el medio: es, siempre, el mensaje.
Ésta es, en el fondo, una derrota de quienes creen que los medios son omnímodos manipuladores capaz de tratar a las personas como cajas negras a ser llenadas con contenidos tendenciosos, arteros. Si fuera así, si los medios fueran el monstruo omnipotente, hubiera ganado Hillary Clinton y Trump sería basura bajo una alfombra nueva.
No. Los medios periodísticos (liberales o conservadores) podrán suponer que informan a todos, pero su información no es procesada por todos del mismo modo. El uso determinará su significado. Un texto de The New York Times sobre la crueldad sociópata de Trump confirmará todas las creencias a los progresistas pero será una patraña, una pieza más de una sucia campaña, para quienes descreen de la prensa liberal de las grandes capitales.
No. Hay un mundo distinto allá afuera. Las redes estimulan intercambios virtuales que simulan los diálogos de la vida real y, porque son ubicuas, dinámicas y espontáneas, facilitan una brutal circulación intelectual —admirable o deleznable—en las pantallas primero y, luego, en los cafés de las ciudades, en los pueblos del campo y en los barrios de los ricos y en las favelas y trailers de los cagados de todo.
La disponibilidad de noticias e información libres y en todas partes, lo que se llama ambient news, suele resolver las necesidades de la gran mayoría de la gente. Twitter es la mesa de café y Facebook el club donde luego discutirán sus impresiones sobre ellas con amigos, conocidos, seguidores. Sus enojos y frustraciones, su fed up, las ganas de dar una lección a representantes que no representan, líderes de paja, vendedores de humo.
El enojo siempre halla canal, por mutación o desafuero. Brexit. No en Colombia. Trump. La suma ha de seguir.
Los medios no saben —no sabemos— muy bien cómo manejarnos con las nuevas opiniones públicas. En el pasado, esa opinión pública pasaba por nuestras páginas: la opinión pública era la publicada, la que realmente existía. La mayoría silenciosa —esa entelequia que a veces se vuelve corpórea— ha demostrado que una masiva, desoída, encabronada opinión pública encontró sus propios modos de volverse publicada y articula sus propios voceros más allá de las legitimaciones de la civilización intelectual o política. Parece que nosotros no sabemos verla bien, pero hay vida más allá de nosotros.
Y no son marcianos.