El último aventón hasta Tijuana
El último aventón hasta Tijuana
El éxodo centroamericano recorre más de 2,000 kilómetros en tres días. Los estados de Jalisco, Nayarit, Sinaloa y Sonora establecen un puente de autobuses hasta Tijuana. La gran paradoja es que los que menos quieren a la caravana de los hambrientos son los que más han facilitado su avance. Estados Unidos está al otro lado.
—Un edificio llamado Año. El edificio tiene 12 pisos. Cada piso tiene el nombre de un mes del año. ¿Cómo se llama al ascensor?
(Silencio)
—¡Con el botón! Con el botón llamas al ascensor.
(Risas)
Son las 12.30 del martes 13 de noviembre. Avanzamos sobre un tráiler metálico amarillo y todo el mundo ríe. Hay decenas de personas, la mayoría hombres jóvenes, agarradas en los laterales, y un buen grupo amontonado en la plataforma. Dos reglas: nadie parado y nadie con los pies colgando en el lugar de las llantas.
Las reglas están para incumplirse, aunque estas sean para evitar más muertos.
El ambiente sobre la rastra es relajado, casi de fiesta. Pasa un refresco de dos litros de mano en mano, se comparten los cigarros (“dame un jale, no te lo acabes todo”), aparece una caja con dulces (“que llegue para todos, que aquí estamos todos igual”) y Elmer Eduardo Bonilla Mendoza, de 26 años, con gorra, playera verde y sonrisa de dientes picados, cuenta adivinanzas y canta una rola detrás de otra. Todo el mundo le sigue y él se viene arriba. Se arranca con rancheras, Calle 13, con letras sucias, nostálgicas, esperanzadas, pornográficas, y narcocorridos y alguna proclama de orgullo migrante.
Como para no, si él ha intentado cruzar al otro lado 11 veces. La última aguantó tres años, pero fue deportado.
—¿Cuál de los amantes sufre más pena, si el que se va o el que se queda? El que se queda, se queda, se queda llorando, el que se va, se va suspirando.
(Aplausos)
Si le preguntas a Carlos Alfredo Pavón Canelas, de 22 años, de Tegucigalpa, sobre cuál es su mejor momento en la caravana, no dudará en responderte: este, en el que se encuentra ahora mismo. “El mejor momento es cuando venimos en la rastra, se siente la adrenalina, venimos alegres porque vamos avanzando más, vamos arriba, queremos llegar a nuestro destino, que es Tijuana, queremos llegar al otro lado”, dice.
Pavón Canelas es delgado, prácticamente imberbe y lleva una gorra con el ala completamente plana. Es trágica su historia. Relata que vivía en Cerro Grande, una colonia de Tegucigalpa, y que hace dos años mataron a su padre. Trabajaba en La Rapidita, como chofer. Lo balearon el 16 de julio de 2016. No era la primera vez que sufría un atentado. Meses atrás, dos hermanos de Pavón Canelas, Ángel Eduardo y Manuel, también fueron víctimas de un ataque. Al primero, de 14 años, los disparos le alcanzaron la espalda y el pie. Al segundo, de siete, una bala le entró por la rodilla y le afectó la arteria. Los dos están en Tegucigalpa.
Ser chofer de transporte público en Centroamérica es tener un plus de posibilidades de morir asesinado.
El joven cree, no está seguro, de que fue la Mara Salvatrucha la que atentó contra su familia.
Si te tomas un tiempo para escucharla, cada uno de estos seres humanos con la mochila al hombro carga con una historia terrible.
“Yo me vine huyendo porque soy el hermano mayor, trabajaba para sacar adelante la familia, me daba miedo porque la mara pensaba que iba a cobrar venganza”, dice.
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Ahora, a pesar de todo, el joven sonríe. Canta con sus compañeros y este es un momento de camaradería absoluta. En medio del sufrimiento aparecen instantes mágicos. Este es uno de ellos. Señalan entre las montañas. Ahí se ven las vías de un tren. “Es la Bestia”, dice uno, como intimidado. “Pucha, ese tren está embrujado. Te vas quedando dormido y, de repente, te habla, antes de despertar. Ahí te puedes quedar”, dice otro, experimentado.
Se hace un silencio místico, pero no dura mucho.
“¡Fúuuuuuuuuuuuuuumele bandaaaaaaa!” grita Bonilla Mendoza, imitando el sonido de aquellos migrantes que han convertido la venta de cigarros en su negocio para seguir al norte. Todos vuelven a reír, llegan las bromas. Todos son hombres, así que inevitablemente se habla del sexo contrario. Y de la nostalgia. Lo que quedó atrás. El humor es buen remedio para sacarte de encima los fantasmas. “¿Dónde estará mi esposa ahora?”, dice uno. “Yo aquí, y ella estará con el lechero”.
Risas.
Este grupo de seres humanos agotados, doloridos y enfermos, que cargan con las heridas de una vida terriblemente difícil, provocan ternura en este momento. Todos ríen y cantan (“feliz navidad, feliz navidad”) y piden agua y bromean con los que fueron bajados de otro aventón y se ven obligados a caminar por el arcén. Están donde quieren estar, donde deben estar, esta es su misión y se sienten indestructibles. Por un rato, olvidan las pandillas, las extorsiones, los jornales de 100 lempiras, las idas y venidas buscando un empleo que nunca llega, el puente en el que les gasearon, las culebras de Matías Romero, las mentiras del gobernador Yunes en Veracruz.
Avanzamos y eso es lo único importante.
La gran paradoja: el rechazo como gasolina para avanzar
Aparentemente era un aventón más. Eso creemos. Pero no. Este es el último. Repite. El último. Cómo suena. Pareciera que no iba a llegar nunca, pero ahí estamos, en el último aventón. Ellos no lo saben y van sonrientes a pesar de todo, porque este es un momento de camaradería, viento en la cara, kilómetros por delante.
Esta es la última ocasión en la que Bonilla Mendoza o Pavón Canelas tendrán que pasar horas bajo el sol, negociar con un camionero, suplicar a un transportista, saltar en un tráiler como marabunta de hormigas, abrazarse entre todos, tejiendo una red de piernas y brazos y troncos, hacinarse en un camión oscuro sin conocer la ruta o cubrirse del sol con un plástico sobre la carretera.
Lo más importante: es la última vez de este trayecto en el que van a poner su vida en peligro para conseguir transporte.
El último aventón recorre los 70 kilómetros que separan El Arenal, en Jalisco, de Ixtlán del Río, en Nayarit. Ahí, el propio estado los recoge, les da alimentos y los monta en un autobús que los dejará en Sinaloa. Concretamente, en la estación fitosanitaria La Concha II, en la entrada del estado. Ahí, nuevamente, campamento a la intemperie y más autobuses. En principio, estos debían trasladarlos a Navojoa, en Sonora. Pero allí les esperaban otros vehículos, que los trasladan hasta Tijuana y Mexicali.
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Nadie podía imaginarlo hace una semana, pero ya estamos en Tijuana.
Se da una paradoja. Los estados que menos ganas tenían de que la romería de los pobres y los marginados de Centroamérica atravesase sus territorios son los que más han colaborado con su avance. Un extraño doble juego ha permitido que los gobiernos de Jalisco, Nayarit, Sinaloa y Sonora establezcan una especie de “puente de autobuses”, de corredor improvisado que ha llevado a los migrantes a recorrer el mayor número de kilómetros en el menor tiempo posible.
Entre Guadalajara y Tijuana hay 2,234 kilómetros. De ellos, solo tuvieron que transitar en aventón 70. Los últimos 70 kilómetros en aventón.
Han llegado lejos, muy lejos. Lo que les queda por delante es incierto, probablemente terrible, pero llegar hasta aquí es un triunfo de este ejército de los derrotados.
Manual político: decir una cosa y hacer otra
Lunes. 12 de noviembre. 22.00 horas. Enésimo momento de caos e incertidumbre. La mayor parte del grupo se encuentra en Guadalajara, Jalisco. Se acomodan en el auditorio Benito Juárez, un centro de espectáculos. Son, posiblemente, las instalaciones mejor preparadas en las que la larga marcha ha tomado tierra en los últimos días. Hay separación entre hombres y mujeres; familias y hombres solos. Hay un techo y horario para la alimentación y reparto de alimentos. Llegan en autobuses, que los recogen de los lugares en los que les deja botados las rastras. Una grabación da la bienvenida a los recién llegados, “ayúdenos a ayudarles”, dice, y les advierte que están prohibidas las armas y las drogas y que, en caso de tener sustancias ilícitas las depositen en un cubo de basura.
Buen intento.
La marihuana no está generalizada en esta larga marcha. Aunque a veces, se huele el humo. Y esto genera conflictos entre los propios caminantes. Las familias, la gente de orden, los que no quieren relajo, la gran mayoría, son las primeras personas que se quejan de estos acompañantes. Saben que les perjudica, pero es inevitable que esto ocurra. Este es un pueblo en marcha con cerca de 5,000 habitantes. En todos sitios hay de todo. Esa misma noche veremos cómo un policía agarra a un hondureño en el exterior del auditorio. Le acusa de haber fumado mota. Huele a mota por lo que es evidente que estaba fumando mota. El resto de migrantes que está en la zona se marcha, como si la cosa no fuese con ellos. El desdichado es conducido por los uniformados. “Será entregado a Migración”, dice el agente, molesto, agresivo. Existe una iniciativa para legalizar el consumo de marihuana en México, pero se trata de una ley que llega tarde para este anónimo migrante al que fumarse un porro le costó el trayecto.
Mientras esto ocurre, en un pequeño rincón del acceso al auditorio, coordinadores de la caravana y miembros de Pueblos Sin Frontera discuten el próximo paso. Pasaron las 20.00 horas y no hubo asamblea. No se celebró porque no había nada que decir. No hay plan. Estamos a punto de dar el mayor acelerón de todo el trayecto, dentro de tres días más de un tercio de esta gente estará en Tijuana y el resto en camino, pero ahora solo hay nervios y confusión.
Hubo una reunión entre representantes de la caravana (ahora hay unos 40 coordinadores a los que se distingue por su megáfono) y el secretario general del Gobierno de Jalisco, Roberto López Lara, un delegado del ejecutivo federal, así como integrantes de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos y su ente homólogo en Jalisco. El enviado de Jalisco dijo que no podían atenderlos más y que habilitarían autobuses para trasladarlos hasta el límite de su estado. Ahí, los migrantes deberían buscarse la vida para llegar a Ixtlán del Río, a unos 30 kilómetros, donde las autoridades de Nayarit dispondrían de otros autobuses para llevarlos hasta Sinaloa.
El argumento para pasarse el grupo como papa caliente: el Huracán Willa castigó la zona y no tienen cómo atender a los caminantes.
* * *
El Arenal es un horno. No hay una sola nube, son las diez de la mañana y los raites escasean. Raite es la adaptación latina del inglés, ride, y se utiliza como sinónimo de jalón. Hoy es difícil, muy difícil. La gente pasa, palangana vacía, y ni amago hacen de pararse. Los alrededores de la estación de servicio están colapsados de gente a la que han botado de un autobús, que está confusa, cansada y que no sabe qué hacer. Al salir de Guadalajara no tenían claro a dónde los llevaban. Solo formaban fila. Hay algo inhumano en este trato. Formar fila para todo, sin conocer el destino. Conducidos, esa es la palabra. En este caso, para subir a un autobús con rumbo desconocido. Son pobres y vulnerables en un país que no conocen o del que les expulsaron en alguna ocasión. Sí, el plan de Ixtlán y Sonora se había anunciado la víspera, pero mucha gente dormía o, directamente, no prestaba atención. El gregarismo funciona. ¿Dónde vas? Con el grupo. Con la caravana. Con la gente que te protege. Con los tuyos.
Al llegar a El Arenal, apenas 30 kilómetros, los pilotos ordenan bajar. Pero los migrantes, sentados, por fin sentados, se dan cuenta de que están vendidos, sin transporte. Ixtlán queda a 70 kilómetros. Más de lo que les dijeron. Toda una jornada de ruta y el riesgo de quedarse tirados. Los centroamericanos, hartos de mentiras, engaños y traiciones, se plantan. dicen que no bajan. Que les acerquen más. No habían hecho horas de fila para montarse en un autobús para que este les dejase con la miel en los labios.
No pudieron quedarse.
Agentes de policía armados entraron en los vehículos y les obligaron a bajar.
César Orozco, del Comité de Derechos Humanos de Jalisco, defiende que su estado es el que mejores instalaciones ha ofrecido a los migrantes. Y reivindica que, al menos, han salido de Guadalajara en autobuses, no como en otros municipios. “Ya verá lo que ocurre en Sinaloa o en Sonora”, afirma, como molesto, como si las preguntas sobre por qué dejaron tirados a estos hombres y mujeres antes de lo acordado, fuesen un ataque.
Es cierto que, al menos, avanzaron unos kilómetros en vez de salir de Guadalajara caminando.
Pero también es cierto que López Lara engañó a los caminantes: en un audio al que tuvo acceso Plaza Pública, se le escucha decir que llegarán hasta el límite de Jalisco. Y eso no ocurrió. También, que no pueden quedarse otro día más en Guadalajara. A pesar de que los caminantes sugieren un período de 24 horas para que sus exhaustos compañeros descansen. El auditorio era un buen lugar. Pero tenía fecha de caducidad. Bienvenidos a Guadalajara. Ahí está la puerta de salida.
Esta sucesión de acontecimientos tiene una consecuencia inmediata: otra vez a hacer raite, extender la mano, suplicar a pilotos que dependen de jefes a los que no les gusta que centroamericanos pobres se suban en sus camiones. Eso ocurre con una rastra junto a la gasolinera El Arenal. El tipo que maneja, un hombre de aspecto humilde, con bigote, dice que no puede avanzar. Decenas de personas se han subido a la parte de atrás, vacía. Él llama a sus jefes. Una, dos, tres veces. Le dicen que se quede ahí. Que lleva GPS. Que si avanza, lo sabrá y será despedido.
Se extiende la consigna de no dar ayuda estos pobres, marginados, heridos.
Inagotable a la negativa, una religiosa trata de negociar. Tiene una paciencia infinita. Tiene un tesón inagotable. Va de un carro a otro, de un camión a otro, de un tráiler a otro. Se le ve en el rostro que sufre. “Falta corazón y falta Dios”, dice al retirarse, derrotada.
Poco a poco, las almas agotadas y quemadas por el sol consiguen aventón. Y llegan a Ixtlán del Río, donde les esperan policías que les meten en autobuses. Y, sorprendentemente, la caravana pisa el acelerador. Se establece un puente de transporte. De Itxlán, en Nayarit, a La Concha II, una estación fitosanitaria en el límite de Sinaloa. Ahí aparecen más autobuses, aunque con cuentagotas. Está previsto que los trasladen a Navojoa, en Sonora. Un aventón de 700 kilómetros. Pero, al llegar allá, les esperan nuevos transportes, que los llevan hasta Tijuana o Mexicali. Hace dos días parecía impensable, pero han alcanzado su principal objetivo.
La explicación más factible es la de la bola de nieve. Jalisco empujó, Nayarit le siguió, Sinaloa pasó la papa caliente y Sonora, simplemente, imitó al resto de estados. Nadie reconoció lo que estaba haciendo y el Gobierno federal quedó mudo.
El sacerdote que organizó un puente de autobuses
Miércoles 14 de noviembre. 17.25 horas. Estación fitosanitaria La Concha II, en Sinaloa. Cientos de personas cansadas, hambrientas y confundidas guardan fila para tomar un autobús. Otro autobús. En principio, su destino es Navojoa, en Sonora. Van a atravesar todo el estado de Sinaloa escoltados por la policía. Es una gran noticia. Estamos en tierra caliente, territorio de cárteles, zona de migrantes desaparecidos, levantados. Este es el lugar en el que se ganó la fama Joaquín Archivaldo Guzmán Loera, “El Chapo Guzmán”. La casualidad quiere que estos días comience también su juicio en Nueva York.
Entre las filas de migrantes que cargan con sus equipajes bajo el control de la policía, aparece un hombre chaparro, con gesto serio y decidido. Es el padre Miguel Ángel Soto Gaxiola, responsable de la Casa del Migrante de Culiacán. Dice que la zona está muy castigada, pero que la población se ha organizado para ofrecer víveres y, sobre todo, transporte. Dice que ha logrado donativos para pagar la gasolina hasta Sonora. Dice que está harto de que se vincule su territorio con los carteles y no con la gente humilde, trabajadora y que hace acopio de comida para sus semejantes.
El sacerdote dice que ha organizado todo el transporte hasta Sonora.
Hugo Enrique Moreno Guzmán, alcalde de Escuinapa, el municipio más cercano, a unos 30 kilómetros, dice que el sacerdote ha organizado todo el transporte.
Un representante de Gobernación de Sinaloa dice que el padre ha organizado todo el transporte.
Son generosos los feligreses en Sinaloa.
Este “puente de autobuses” rompe con una tendencia. Desde que Miguel Ángel Yunes, mandatario de Veracruz, prometió transporte hasta Ciudad de México y tuvo que desdecirse, quedó claro que la larga marcha centroamericana solo contaba con sus propias fuerzas. Se extiende la idea de que fue el Gobierno de Enrique Peña Nieto el que le hizo desistir. Es posible que aquí esté el origen del doble juego de los gobernadores. Dicen que no proporcionan buses, que ellos solo disponen albergues y comidas, pero los vehículos están. Cierto es que llegan de forma desordenada, sin control, a cuentagotas, pero muchos alcanzan Tijuana. Así que logran su objetivo.
Los estados que menos querían al éxodo de los hambrientos son los que más les han ayudado a avanzar. También han provocado otra consecuencia: separarlos. Nadie lo consiguió antes, pero esto es inevitable. La caravana se extiende ahora desde Navojoa, en Sonora, hasta Tijuana. Aproximadamente, 1,200 kilómetros. Hay grupos dispersos, vulnerables, dependientes de un transporte que resulta muy difícil monitorear individualmente.
“Vamos a armar equipos, queremos que para mañana no quede nadie. Son buses y el camino no tiene peligro. Los autobuses van juntos y no tienen peligro”, dice el sacerdote sinaloense. Para esta hora han llegado 1,400 personas. La mayor parte, más de 3,000, está detrás. Algunos van llegando. Otros permanecen tirados en la carretera desde que el transporte prometido por Jalisco los botó en El Arenal.
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Nueva sorpresa. Los buses no se estacionan en Navojoa. Los migrantes bajan, pero son transferidos a otros vehículos, que los llevan a Tijuana.
¿Quién paga esto? ¿Quién se hace responsable?
De Sinaloa a Sonora, el padre Miguel Ángel Soto se presenta como organizador del transporte. En el caso de Sonora, ocurre algo inaudito. El Gobierno dice una cosa, pero hace otra. El delegado de Gobernación, Wenceslao Cota Montoya, asegura en conversación con Plaza Pública no tener datos sobre autobuses pagados por su gabinete. Dice que solo han preparado albergues y víveres. Pero los autobuses están, avanzan, recogen a los migrantes y siguen hacia Mexicali y Tijuana. Son buses escolares y transportes privados. Alguien ha pagado por la gasolina y la manejada. En Cucapá, en medio del desierto, en un puesto de control del Ejército, un transportista reconoce que es el Ejecutivo el que puso los fondos.
Los estados con más rechazo hacia los migrantes son los que les han proporcionado el acelerón más importante.
De esta gran paradoja se ha beneficiado Wilmer Pinto, un guatemalteco de 42 años que viene con su esposa y sus tres hijos. Llega en uno de los buses que se dirigen a Mexicali. Él es originario de Izabal, aunque residía en San Miguel Petapa. Allí tuvo que huir hace un año desde Villanueva, cuando la Mara Salvatrucha le exigió el pago de 500 quetzales quincenales para seguir con vida. Wilmer trabajaba como guardia de seguridad y cobraba menos de 3,000 quetzales al mes. ¿Cómo se puede vivir así? ¿Es posible salir adelante dejándose un tercio del salario en garantizarse que no te asesinen a balazos? “Ya estamos cerca. Apenas hemos comido en un día, pero estoy feliz, porque estamos cerca”, dice.
Frente a él, la enorme verja metálica que separa Estados Unidos de México. Ya está ahí. El “sueño americano” se encuentra detrás de una verja. Al otro lado hay militares, patrulleros, todo un entramado para no permitir que gente como Pinto, que huye por salvar la vida, pueda establecerse y tener un trabajo. Pero el hombre, que carga con su hija pequeña al hombro, dormida, tiene fe inquebrantable y mucho desconocimiento. No sabe que pueden separarle de sus hijos. No sabe que existe un sistema diseñado especialmente para que él, que dejó todo atrás, sea devuelto. No sabe que a pesar de que los pandilleros le amenazasen, de que a pesar de haber presentado denuncias a un Ministerio Público que no le puede proteger, la orden del presidente estadounidense Donald Trump, es que ninguno de estos seres humanos en éxodo llegue hasta su territorio.
El plan estaba claro hasta este momento, pero delante hay un muro de metal y es el más pequeño de los que encontrará en su avance. El desconocimiento le hace vulnerable. Pinto sabe de qué huye, pero no tiene idea de qué le depara el futuro.
La caravana llega a Tijuana y delante hay un muro inmenso e infinita incertidumbre.
PD: En la noche del 15 al 16 de noviembre se extiende el caos durante el trayecto de 1,200 kilómetros. Perder la unidad les hace más vulnerables. Los siguientes eventos se producen entre las diez de la noche y las ocho de la mañana.
* Entre Caborca y Sonoyta, en el kilómetro 220, un autobús choca con una patrulla de policía. Hay 15 heridos. Varios transportistas y migrantes que viajaban en otros vehículos se bajan y les proporcionan los primeros auxilios.
* En Navojoa, a 1,200 kilómetros de Tijuana, unos 1,700 seres humanos están completamente abandonados. Apenas hay agua. La víspera llegaron 50 pizzas, pero no fueron suficientes. Esperan a buses que llegan con cuentagotas, exhaustos, vulnerables, atemorizados.
* En la carretera de Hermosillo a Nogales, en Sonora, dos autobuses son interceptados por una patrulla del Instituto Nacional de Migración. Los integrantes del primer vehículo son introducidos en perreras. Los del segundo se niegan, así que el chofer es obligado a seguirles. Son trasladados a Hermosillo, donde se les comunica que comienza su proceso de deportación. Los audios que envían los migrantes son dramáticos. Se escuchan gritos, lloros, angustia infinita. Un miembro de la Comisión Nacional de Derechos Humanos mexicana colabora con las autoridades migratorias. Estaban cerca, muy cerca. Es una tragedia y nadie explica cuál fue el criterio para arrestar a esos autobuses. Horas después fueron liberados.
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