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En la madrugada del jueves, pasada la frontera guatemalteca, cientos de migrantes recorren la carretera desde Ciudad Hidalgo rumbo a Tapachula / Simone Dalmasso

Nueva caravana migrante: todo cambia salvo las razones para huir

Simone Dalmasso
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Nueva caravana migrante: todo cambia salvo las razones para huir

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México ofrece tarjetas humanitarias a los integrantes de la primera caravana migrante del año. Más de dos mil centroamericanos no han esperado a cumplir con el trámite y caminan por Chiapas. Otros cientos aguardan en Tecún Umán, confiando en las promesas de las autoridades migratorias. No hay violencia, más allá de la que les obligó a dejar sus casas. ¿Se desmorona un sistema inhumano de migración o es solo un espejismo de coyuntura?

José Mateo Quintanilla, agricultor de 53 años, originario de Gracia, Lempira, Honduras, pisa por segunda vez el puente internacional Rodolfo Robles, que une Guatemala y México. La primera fue hace tres meses. Vino solo. Trataba de alcanzar Estados Unidos y se sumó a la caravana que partió en octubre desde San Pedro Sula. Llegó hasta aquí, hasta Tecún Umán, último municipio de la Centroamérica que huye de Centroamérica. Aguantó los gases y las piedras. Aguantó la trifulca que tuvo lugar en la noche, cuando miles de personas ocupaban el cruce y suplicaban un salvoconducto que nunca llegaría. Lo que no soportó este hombre humilde, de manos enormes, que sabe leer, pero no escribir y que ha trabajado toda su vida como un burro para sacar adelante a su familia, fue hablar con su único hijo varón, Jason José. “Este cipote se va a agarrar una depresión y está estudiando. Además, con ese molote que están organizando jamás nos van a dejar entrar”, dice que pensó. Al día siguiente aprovechó uno de los buses dispuestos por el Gobierno hondureño y regresó a Gracia con una promesa: la próxima caravana la alcanzaría acompañado de su hijo.

Mateo Quintanilla ha cumplido. Es jueves 17 de enero, cae la tarde y aguarda junto a Jason José ante la oficina migratoria de México.

Padre e hijo se sumaron a la caravana que partió el lunes 14 de enero de San Pedro Sula, Honduras. Este nuevo éxodo debía confirmar, o no, las caravanas como fenómeno de migración masiva, tras las grandes caminatas de octubre y noviembre del pasado año. El cambio puede ser más profundo. El anuncio de que México entregará tarjetas humanitarias a los integrantes del éxodo supone un antes y un después, habrá que ver si temporal o permanente. Existen muchos interrogantes, pero la situación es infinitamente mejor que hace dos meses. Todo lo “mejor” que puede analizarse el drama de miles de personas que se ven obligadas a dejar su casa a causa del hambre y la violencia.

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“No esperaba esto. Yo pensaba que lo mismo iba a ser, pero parece que la gente se calmó, ya no es lo mismo que antes, que a la greña no se consiguen las cosas”. Mateo Quintanilla no sabe quién es Andrés Manuel López Obrador, el nuevo presidente de México. Cree que la puerta se ha abierto como premio al buen comportamiento. En realidad, para él, el porqué es lo de menos. Va a poder seguir adelante. Punto. Suficiente para un hombre que perdió su casa tras hipotecarla para que su hija mayor pudiese seguir estudiando y que sufre al ver a su familia durmiendo entre cuatro paredes sin tejado.

La muestra de que las cosas son diferentes es que ha cruzado, junto a su hijo, el mismo puente que atravesó hace tres meses. El mismo en el que miles de personas salieron de la clandestinidad para gritarle al mundo que en Centroamérica te mueres de hambre o te matan. Lo ha hecho caminando, sin que nadie se lo impida. Hasta una botella de agua le han dado.

En sus muñecas, los dos llevan una pulsera. Es la identificación otorgada por el nuevo gobierno mexicano, que ha prometido tarjetas humanitarias para todos los integrantes de la caravana que cumplan con los requisitos legales. Básicamente, ser mayor de edad, presentar su cédula y no tener causas pendientes con la justicia. Con eso, y en cinco días, que el migrante pasa en libertad, las autoridades mexicanas entregan una tarjeta que permite trabajar y viajar por el país. Es decir, que puede desplazarse sin trabas hasta la frontera con Estados Unidos que mejor le convenga. También encontrar trabajo en México, pero no es a eso a lo que viene la gran mayoría de los integrantes del éxodo.

Cinco días. ¿Lo han escuchado? Solo cinco días. Y en libertad. En cinco días, y sin ser encerrado en una cárcel para migrantes, los que se registren tendrán en sus manos el salvoconducto que sus antecesores suplicaron durante su penosa larga marcha a través de México. O eso dicen las autoridades mexicanas.

¿Estamos ante un cambio histórico?

¿Se está desmoronando, ante nuestros ojos, el injusto e inhumano sistema que reguló la migración centroamericana hacia Estados Unidos durante las últimas décadas?

¿Es una medida temporal, para paliar la crisis humanitaria inmediata, o cualquier centroamericano que ponga un pie en esta frontera tendrá el mismo trato?

¿Estamos ante el fin del negocio de los coyotes desde Honduras, Guatemala y El Salvador?

¿Cómo se readecuarán los grupos criminales que han controlado el tráfico de personas hacia Estados Unidos?

Aún es pronto para obtener las respuestas a estas y otras tantas interrogantes pendientes.

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Ni siquiera la comparecencia de Tonatuhí Guillén, comisionado del Instituto Nacional de Migración (INM), despejó las dudas. Guillén habló de política de Estado, de derechos humanos, de migración ordenada. Lo que no aclaró es si cualquier hondureño, salvadoreño o guatemalteco podrá pedir su tarjeta en cualquier momento. El año pasado, en el momento de mayor auge de las caravanas, se calculó que unos 14 mil centroamericanos atravesaban México caminando y pidiendo jalón. La ONU tiene estimados que cada año entre 300 y 400 mil personas realizan este tránsito con destino a Estados Unidos.

¿Esta política aplica para todos? ¿Se convertirán los puestos fronterizos en puntos de recepción de miles de hombres, mujeres y niños que huyen para no morir de hambre o para que no los maten?

Las cosas son bien diferentes respecto a octubre, cuando Enrique Peña Nieto ocupaba el palacio de Los Pinos. En realidad, distintas a cualquier tiempo anterior. El símbolo es el puente Rodolfo Robles. Hace tres meses, la infraestructura fue la primera parada de un campo de refugiados itinerante. Entonces, miles de hondureños, guatemaltecos y salvadoreños sufrieron lo indecible para cruzar y terminaron recurriendo al río, a desafiar las leyes migratorias mexicanas para poder poner un pie en el país norteamericano. Antes habían sido gaseados y golpeados, condenados a pasar horas bajo un sol de justicia mientras decenas de antimotines se interponían en su camino, con un enorme portón metálico cerrado ante sus narices. Algunos se lanzaron al agua del río Suchiate desde 15 metros de altura como gesto de pura desesperación. Hasta un enorme helicóptero voló raso para aterrorizar a quienes tratan de cruzar en balsa.

Mateo Quintanilla recuerda alguna de esas cosas, porque las vio con sus propios ojos.

Por eso se sorprende. Porque ha recorrido el puente a pie, acompañado de su hijo, sin ningún obstáculo.

Donde antes había una barrera de policías encontramos un funcionario que ofrece la mano y da la bienvenida. En las verjas en las que tres meses antes se secaba la ropa de los refugiados y se colgaban plásticos para protegerse del sol, carteles con los derechos y las obligaciones de los migrantes.

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Parece demasiado bueno para creerlo.

Eso pensaron cientos de integrantes de la caravana en la madrugada del viernes, 18 de enero. Por eso ignoraron las ofertas de López Obrador y entraron en México de la única manera que conocen: caminando.

“Nosotros no creemos nada, ¡qué van a dar un permiso! ¿Que hay que esperar cinco días? ¡pura paja!”, dice Noemí Bobadilla, de 39 años mientras avanza, paso firme, por la carretera que une Ciudad Hidalgo y Tapachula, en Chiapas, México. La mujer ya estuvo en la caravana de octubre. Dice que se separó para agarrar el tren en Lechería y que fue arrestada. Que ha aprendido la lección. “Como mejor se va es como vamos ahora, caminando”, afirma. Como ella, otros más dos mil centroamericanos atraviesan México ignorando las ofertas del Gobierno de López Obrador.

Son los que únicamente creen lo que ven sus ojos. Los que recuerdan que aquellos que confiaron en las autoridades mexicanas hace tres meses terminaron encerrados en la feria Mesoamericana de Tapachula, una extensión de la Estación Migratoria Siglo XXI. Los que tienen en mente las extorsiones, la persecución, los levantamientos. Los que saben que la “migra” ha actuado como uno más de los grupos criminales que operan en el tránsito centroamericano hacia Estados Unidos.

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Son los que no confían en nada más que en ellos mismos.

Todavía era noche cerrada cuando, en la madrugada del viernes 18, se escucharon los gritos de guerra: “¡¡¡Vámonos!!!” Lo sorprendente, lo realmente inesperado, es que atravesaron el puente y la garita a pie, en caravana, a pecho descubierto. Como habían anunciado y sin una barrera policial que se lo impidiese. Sin violencia. Como sus antecesores habían soñado. Únicamente encontraron el obstáculo de un candado.

¿Qué es un candado roto cuando vienes de un país como Honduras, en el que se han perpetrado siete masacres en los primeros 15 días del año?

*  *  *

No han dado ni las cinco, pero alguien ha repuesto la cerradura después de que marcha de los hambrientos cruce la frontera caminando. Dos mujeres con sus hijos en silleta observan con pesar, decepcionadas. Tras ellas, otro pequeño grupito de migrantes, mochila al hombro. La puerta se ha cerrado para ellos y un funcionario ha conseguido otro candado con la que sellarla. “Llegaron tarde”, les dice a los rezagados un tipo que viene en carro desde el otro lado. Como consuelo les ofrece venderles atol y un panito. Sin caravana, pero con desayuno. Mal negocio. El grupo sabe que solo tiene dos opciones: regresar y registrarse ante el Instituto Mexicano de Migración o lanzarse al río, cruzar en balsa y tratar de alcanzar a la avanzadilla. Cuatro jóvenes, pegados a la valla, se resisten a su suerte. Ante la mirada de dos agentes migratorios, que nada pueden hacer más que observarles, trepan ágilmente los más de dos metros y medio de verja metálica.

Se pierden en la noche.

Su objetivo se encuentra a varios kilómetros. Ahí, en la carretera que une Ciudad Hidalgo y Tapachula, el éxodo ha tomado forma. Ya se encuentran en territorio mexicano. Otra vez, cientos de personas, hombres entrados en años, adolescentes lampiños, mujeres con silleta y niño al hombro, familias enteras, jóvenes con las manos enormes de trabajar el campo, desafían las leyes migratorias mexicanas.

Amanece y ellos emergen desde las sombras, en el arcén derecho de la carretera.

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Son muchos, muchísimos, más de los que se podían imaginar quienes les vieron las jornadas anteriores en Agua Caliente, Guatemala o Tecún Umán. No sabemos de dónde salen, pero en la carretera siempre son más de los que parecen cuando llegan a descansar en algún municipio.

Las autoridades migratorias mexicanas dicen que tratarán de convencerles de que se sometan al proceso de identificación. Esto también es nuevo. En lugar de instalar un retén de la Policía Federal, como ocurrió hace tres meses en la carretera entre Tapachula y Huixtla, los agentes de migración intentan hacer pedagogía.

Quizás la mejor manera de hacerles creer es que sus propios compañeros les alcancen, con su tarjeta humanitaria y en libertad.

La caravana de octubre sacó de la clandestinidad un éxodo masivo que se estaba desarrollando ante nuestros propios ojos. Las condiciones que provocan la migración no han cambiado. La pobreza sigue matando gente en Nicaragua, Honduras, Guatemala o El Salvador. La violencia sigue matando gente en Nicaragua Honduras, Guatemala o El Salvador. Si la atención de México a estos primeros caminantes se convierte en norma estaremos ante un cambio histórico en el tránsito. Si no, las caravanas seguirán multiplicándose. Solo así han conseguido ser escuchados y atendidos.

Gases lacrimógenos entre Honduras y Guatemala

Martes, 15 de enero. 23.45 horas. Frontera de Agua Caliente entre Guatemala y Honduras. Retén de la policía antes de entrar en Guatemala.

“No quiero que pase lo mismo que en la otra caravana. Los gases fueron difíciles, tuvimos momentos muy duros”. William Waldemar Mejías tiene 22 años y viene de La Lima, un municipio entre San Pedro Sula y El Progreso, en Honduras. Es todo un veterano en esto de marchar en grupo hacia Estados Unidos. Estuvo en el éxodo de octubre y fue deportado cuando se encontraba en Tijuana. Ocurrió el 28 de noviembre. Según relata, tuvo un pleito con la policía en el exterior del albergue Benito Juárez, el que se encontraba pegado al muro que separa México de Estados Unidos. Fue arrestado, encerrado 17 días y devuelto. Su abuela, su tía y varias primas siguen en la ciudad de Baja California buscando una estrategia para cruzar al otro lado. Su padre, al que hace años que no ve, se encuentra en Estados Unidos.

Es increíble la cantidad de jóvenes en la caravana (y en Centroamérica, por extensión) a los que sus padres han dejado tirados cuando apenas levantaban un palmo del suelo.

El joven conoce perfectamente la dificultad del trayecto. Ha comprobado en carne propia que cruzar a Estados Unidos es tarea titánica, que no todos lo consiguen. Sabe perfectamente que va a pasar hambre y sueño y frío y calor extremos, que va a agotarse, que sus pies tendrán llagas, que probablemente enferme y termine con esa tos que sobrevuela los campamentos a partir de Chiapas. Lo sabe, es plenamente consciente y, pesar de todo, está dispuesto a recorrer de nuevo los más de cinco mil kilómetros que ya hizo entre octubre y noviembre del pasado año.

Cuando las condiciones de vida no mejoran, emigrar se convierte en la única alternativa.

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Estamos en las primeras horas de la caravana que puede significar el mayor cambio en la política migratoria del sur de Estados Unidos en los últimos años. Pero eso Mejía no lo sabe. Ni ninguno de las decenas de hondureños que se mantienen bajo la lluvia ante un retén de la policía. Ahora, en este momento, lo que el joven sabe es que tiene por delante un retén, y que atravesarlo es indispensable para seguir adelante.

Las cosas son bien distintas desde que Lemus cruzó por primera vez esta frontera.

Hace tres meses, pasar de Honduras a Guatemala fue un mero trámite. Apenas una barrera antes de llegar a Esquipulas, que se abrió rápidamente. Era eso o tratar de arrestar a cientos de hombres, mujeres y niños que acababan de comenzar su larga marcha por la supervivencia. Ahora hay retenes de antimotines en uno y otro extremo de la frontera. Los policías hondureños identifican a los migrantes y los trasladan a la garita de migración. Ahí les entregan una boleta que certifica que abandonan el país. Como un sello en el pasaporte, pero en otro formato. De ahí, en grupos, caminan a través del kilómetro de tierra de nadie hasta el control guatemalteco. Si no tienes la boleta, no pasas. Y no todos llevan ese papelito, porque también hay restricciones.

Los policías no se han inventado nada. Simplemente, aplican la ley. La diferencia respecto a la caravana de octubre es que, en ese momento, nadie se acordó de la normativa. A esto se le añade otro elemento: la arbitrariedad. Aunque las reglas están escritas, su aplicación es relativa. Ocurre aquí, ahora y con este agente. Dentro de media hora y con otro uniformado, ya veremos.

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“Los menores no pueden pasar no acompañados”, dice el oficial Duarte, uno de los policías hondureños al frente del retén de antimotines. Son las 21:45 y, también aquí, acaban de lanzar gases lacrimógenos contra los migrantes. El agente se excusa acusando de violentos al grupo que tiene delante. Asegura que les han lanzado piedras, pero en el piso no se ve ninguna. Duarte dice que, en este momento, la frontera está cerrada. Pero que, al día siguiente, a partir de las seis de la mañana, podrá cruzar todo el que lo desee y se identifique. Lo que Duarte no explica es que, en ese momento, también están impidiendo el paso a las mujeres que llegan solas con hijos de corta edad.

Una paradoja: las que consiguen atravesar la barrera se encuentran con que, en el retén de Guatemala, ellas tienen paso prioritario.

Nuevamente, escenas lastimeras en las que hombres pobres suplican el paso a policías con sueldo miserable y que obedecen órdenes de tipos que están en el origen de la pobreza de ambos.

La telaraña burocrática

Miércoles, 16 de enero. 10.20 horas. Tierra de nadie entre Honduras y Guatemala. Retén de la Policía Nacional Civil.

Omar Castro tiene 23 años, dos hijas, dos muletas y una prótesis en la pierna izquierda. Viene de la colonia 3 mayo, en Tegucigalpa. El miembro que le falta se lo amputaron en Pachuca, México. Se lo llevó La Bestia, el tren que atraviesa el país norteamericano, símbolo de la migración a Estados Unidos. Ocurrió en 2013. Ni siquiera había alcanzado la mayoría de edad y Castro ya intentaba escapar de Honduras. Como ahora, que avanza con la mayor de sus hijas, de tres años y medio, hacia la garita de entrada en Guatemala.

Castro conoce bien el drama de la migración. Según explica, perder la pierna no le impidió tratar de llegar a Estados Unidos en otra infinidad de ocasiones. Hasta regresó a La Bestia. El trayecto en tren es duro cuando uno tiene todas sus extremidades. Imaginen cómo debe serlo apoyado por dos muletas. Pero el joven habla con despreocupación. Relata que en sus intentonas ha tenido todas las suertes posibles, A veces le deportaron, en otras regresó por voluntad propia, porque echaba de menos a sus hijas. Una única vez llegó a cruzar al otro lado. Permaneció un año en Utah, Los Ángeles, hasta que lo agarraron “por bolo”. Sufrir necesidad no te convierte en modelo de conducta, pero para un migrante los pasos en falso se pagan muchísimo más caros.

Junto a Castro camina una veintena de personas. Cuatro menores contando con su hija. Ya han atravesado los controles de la policía hondureña. Pero ahora, en tierra de nadie, encuentran otro retén. Van a comprobar hasta qué punto la burocracia puede utilizarse como tela de araña para impedir el avance de los migrantes.

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El oficial al mando pide las boletas.

Algunos no los tienen.

Honduras está aplicando la ley y esta es bien restrictiva para abandonar el país.

La mayoría de edad se alcanza con 21 años. Con 18 uno recibe la cédula de identidad, puede votar, pero no abandonar el país sin el permiso de sus padres. Este es un requisito imposible para miles de jóvenes hondureños. Por un lado, por la terrible cultura patriarcal, que convierte el abandono paterno en una práctica tristemente común. Por otro, por las propias condiciones de vida. Muchos son hijos de migrantes, tienen a sus progenitores a miles de kilómetros y lo último que van a hacer es pedirles que firmen un permiso para iniciar el camino que ellos ya transitaron hace años.

Es lo que le ocurre a Redi Arminio Guzeda. Tiene 18 años, llega desde San Pedro Sula y trata de convencer al policía guatemalteco de que no tiene la boleta porque no han querido dárselo, bajo el argumento de que no tiene el permiso de sus padres. “No conocí a mi papá. Y mi mamá está en Estados Unidos, no hablo con ella desde hace mucho tiempo, me he criado con mi tía. ¿Cómo voy a tener su firma?”, trata de argumentar, cédula en mano, explicando las razones por las que migración hondureña no le facilitó el papelito.

“Eso es problema de tu país”, responde, sin mover un músculo, el policía.

La exigencia de la firma tiene también otro daño colateral. Las víctimas de violencia machista. Es el caso de Mariela (no daremos apellidos, ni origen, ni ningún detalle más). Viaja con sus tres hijos (dos chicos y una chica) y con una urgencia: salir del país lo antes posible. Su expareja, el padre de los dos más pequeños, comenzó a maltratarla hace siete años. Ella le denunció y lo que se ganó fueron más palizas. En 2015 tuvo lugar la última golpiza. El tipo andaba metido en asuntos turbios y terminó en prisión. Pero ha tenido noticias de que va a ser liberado. Escapa porque cree que regresará para matarle. Aunque, en realidad, la decisión de marchar la tomó mucho antes: fue cuando su hijo, de siete años, le contó cómo rumiaba asesinar a su papá cuando fuese mayor. Testigo del maltrato e incapaz de defender a su madre, solo le quedaba planear su venganza.

“Tengo todos los papeles, las denuncias ante la fiscalía, ante Derechos Humanos… ¿Cómo pueden pedirme la firma de la persona que me ha maltratado?”, se queja.

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Estos son dos casos, pero entre el martes y el miércoles se registraron conversaciones similares, cuando cuadros igualmente trágicos, a lo largo de toda la frontera de Agua Caliente. Conocidos los antecedentes de octubre, los policías habían aprendido la lección. Pudieron coordinarse frente a una caravana sin líderes, mucho menos organizada, que no se compactó hasta llegar a Tecún Umán. Para el futuro, aquí podemos encontrar una paradoja. Tras comprobar que México no va a ser el fortín que acostumbraba para frenar a los migrantes centroamericanos y ante las previsibles protestas de Donald Trump, presidente de Estados Unidos, surge una pregunta: ¿se convertirán los países centroamericanos en centinelas de sus propios ciudadanos? ¿Serán los policías de esos países en los que la gente muere de hambre y de violencia los que impidan que sus vecinos escapen? ¿Querrá Centroamérica condenar a vivir en su interior a los centroamericanos?

Tras la anterior caravana, Trump acusó a los gobiernos centroamericanos de ser laxos con la migración. Les amenazó con recortar sus fondos. Se trata de un útil instrumento que Washington puede utilizar para obligar a los mandatarios hondureños, guatemaltecos y salvadoreños a ejercer de carceleros de sus ciudadanos en sus propios países.

No está Trump en una fácil situación. Su insistencia en construir el muro y la oposición del Partido Demócrata le ha llevado a protagonizar el cierre de administración más largo de la historia de Estados Unidos. El sábado ofreció una ampliación de tres años del Tratado de Protección Temporal (TPS) a cambio de los fondos para la barrera. Una medida con fecha de caducidad a cambio de una terrible barrera permanente.

Hagan lo que hagan los gobiernos, la huida es imparable. La migración siempre encuentra un punto ciego. En este caso, ante el bloqueo, decenas de hondureños optaron por cruzar a pie, a través del cerro, para llegar a Esquipulas. Algunos paisanos incluso idearon un negocio. Conocedores del terreno, se convirtieron en improvisados coyotes a 30 quetzales por persona.

La caravana vuelve a ser caravana

“De primeras se miraba todo rosita, todo bonito, pero uno no sabe, estamos más seguros aquí, caminando”, dice Nelson Emilio Varela, de 18 años y originario de Choluteca, en Honduras. El día anterior se registró ante el Instituto Mexicano de Migración. Busca en su bolsillo y saca, bien arrugado, el brazalete de papel que le identifica como solicitante de tarjeta humanitaria. “Si me dicen en el camino que la necesito, pues me la pongo”, asegura. Este joven, oscuro de piel, espigado, que trabajó pintando carros hasta que se hartó de cobrar 100 lempiras por jornal avanza contento. Está disfrutando de la satisfacción de una frontera atravesada. No le importa el sol, que castiga, ni los kilómetros recorridos. Apenas lleva una bolsa ligera, trepa a los árboles para buscar mangos, bromea con los policías federales que custodian el tránsito y fantasea con el norte como quien habla de la tierra prometida.

Lleva cinco días en ruta. Todavía no sabe todo lo que se le viene encima.

A su alrededor, otra vez, cientos de personas caminan por el arcén derecho de la carretera de Chiapas. Van frescos, todavía sin llagas en los pies, sin quemaduras por el sol, sin haber sufrido ningún trauma en el camino. Suficiente tienen con huir de su casa. Avanzan alegres, paso firme, tratando de autorregularse. Uno pide descanso para las mujeres. Otro agradece el apoyo a los policías que regulan el tráfico. Es verdad que no encuentran tanto apoyo en los ciudadanos que se encuentran a su paso. Aunque, en realidad, en octubre la caravana también avanzó a pie por este trayecto. Habrá que ver a partir de Tapachula si los camiones vuelven a convertirse en la nueva Bestia o la solidaridad en la carretera disminuye y obliga a los caminantes a dejarse las suelas del zapato a golpe de kilómetro.

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La gran interrogante está en el Gobierno mexicano: ¿les detendrá por haber cruzado irregularmente? ¿Tratará de convencerles para que se registren?

Tras irrumpir en la frontera sin oposición alguna y acceder a territorio mexicano, la caravana ha tomado forma. Son más de dos mil centroamericanos que no quieren, o no pueden, esperar al trámite ofrecido por el Gobierno de México. La mayor parte de ellos no se fía. Otros, como los menores no acompañados, saben que esta es la única manera de seguir adelante sin ser detenidos y puestos a disposición de los servicios sociales. Pero estos son casos extremos. La mayoría está a la expectativa. De hecho, hay quienes se han registrado y llevan la pulsera por si acaso. Harán lo que haga la mayoría. El éxodo es gregario. No descarten que se regresen si son alcanzados por compatriotas con su tarjeta verde y libertad de movimientos. No descarten, incluso, que haya centroamericanos que regresen a sus países para recoger a la familia que se dejó en casa.

En este punto, habrá que ver el efecto de la propuesta completa de López Obrador. La teoría de su plan es que nadie se vea obligado a migrar. Como primer paso, plantea inversiones para el desarrollo centroamericano. Como segundo, polos de desarrollo en el sur de México para los centroamericanos que migren. En total, tiene previstos 400 mil empleos, en obras como el Tren Maya. El problema es que hablamos de Chiapas y Oaxaca, los dos estados más pobres de México. Parece difícil que quienes huyen de la pobreza se resignen a instalarse entre gente solo un poco menos pobres que ellos.

Al mismo tiempo que la caravana avanza, el puente Rodolfo Robles está lleno de gente. Cada vez más. Hay decenas guardando fila para registrarse. Según cifras del gobierno mexicano, más de dos mil personas se habían inscrito hasta el viernes por la tarde. A través de Guatemala, el éxodo continúa. Los integrantes de la caravana estaban dispuestos a seguir adelante a pesar de conocer los antecedentes. A pesar de saber que podían ser reprimidos, detenidos, deportados. Que es posible que no lo consiguiesen. Al final, esa sigue siendo la clave. La gente huye porque cree que soñar con una posibilidad es infinitamente mejor que dejarse morir.

Centroamericanos esperando. Centroamericanos caminando.

Dentro de la tragedia que implica dejarlo todo para buscar un futuro mejor, México es ahora un entorno mucho más humano.

A pesar de ello, las interrogantes se multiplican.

Ante ellas emerge una certeza: ocurra lo que ocurra, el éxodo centroamericano no se detiene.

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