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El último viaje de Jorge Alexander

—Hemos tenido una vida de perros —dice doña Fanny
En la familia dicen que Mario se volvió malo después de ver cómo su papá mataba a su mamá.
Alberto Pradilla
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El último viaje de Jorge Alexander

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Una vida de perros acaba en una muerte nada humana.

El último viaje de Jorge Alexander Ruiz Dubón fue en el interior de la bodega de un avión de carga. Ataúd blanco dentro de una caja de cartón. De Tijuana a Ciudad de México. De Ciudad de México a San Pedro Sula, la ciudad menos pobre pero más violenta de Honduras, el país del que todo el mundo quiere escapar. Jorge Alexander fue un cadáver sin recursos. Su familia no tenía dinero para pagar la repatriación. Por eso, según dicen, se hizo cargo un abogado al que alguien conocía.

En los aviones, la cuenta corriente marca la diferencia de dónde te ubican solo si estás vivo. Los ricos, a preferente. El resto, a turista. Pero la muerte nos iguala a todos en la zona de carga de un aeropuerto. Si estás metido en una caja, viajarás en la bodega, con otras cajas. Así regresó Jorge Alexander al lugar que había abandonado dos meses antes creyendo que lograría alcanzar Estados Unidos.

Es viernes 8 de febrero de 2019 y pasan algunos minutos de las dos de la tarde. En el interior del aeropuerto Ramón Villeda Morales esperan Fanny Jannet Ruiz Dubón, la madre de Jorge Alexander; y Erika Jamileth Díaz Guzmán, su tía por el lado del padre, que no se encuentra allí porque está, como el hijo, muerto. Las mujeres no esperan en el brevísimo espigón de cuatro puertas del Villeda Morales sino en la zona de carga y descarga, apartada de la terminal de pasajeros. Aquí es donde te entregan a tus familiares muertos: como si fueran una encomienda internacional.

El recinto está protegido por una pequeña verja metálica. Antes de la garita de entrada, a la derecha, hay un comedor con mesas de madera, dos máquinas de pinball de hace 30 años que nadie usa y unos bancos donde ahora espera una docena de personas. Todos tienen una expresión severa, de duelo, como Fanny y Erika. Hay una regla tácita en el Villeda Morales: los que aguardan aquí son mirados de manera compasiva, porque significa que esperan a sus muertos. Delante de las mujeres hay un único edificio gris, de dos plantas, rodeado por contenedores de camión y autobuses amarillos para trasladar a los empleados. Este no es lugar de abrazos y despedidas, sino de transacciones a gran escala. Aquí, su contenedor. Aquí, su paquete. Aquí, su ataúd.

El calor asfixia. Doña Fanny tiene otros tres hijos, pero la maternidad no es matemática. Se angustia, llora, se desmaya. No ha gritado ni gritará. No habrá escenas desgarradoras, solo un dolor hondo que no levanta la voz. La mujer tiene la cara muy roja, concentrada, los ojos vidriosos, los labios apretados. Le caen lágrimas de forma intermitente como si cada una fuera un recuerdo recuperado. A ratos parece que se ha ido muy lejos. Luego regresa y vuelve a temblar y necesita aferrarse a algún brazo. Doña Fanny está muy débil, apenas ha comido en los últimos días. No dice nada. ¿Qué va a decir? Su hijo ha muerto. Al fin va a poder enterrarlo. Que venga entre paquetes es lo de menos.

Junto con doña Fanny, su abuela y hermana vinieron dos integrantes del Comité de Familiares de Migrantes de Desaparecidos de Progreso —un grupo que acompaña a los que perdieron a alguien en esa peligrosísima ruta hacia el Norte— y Amelia Frank Vitale, una antropóloga estadounidense que realiza un trabajo de doctorado en San Pedro Sula y que durante las próximas 48 horas se convertirá en la taxista de la familia. Ninguna de ellas podrá seguir a doña Fanny en el penoso trayecto de identificar el cuerpo de Jorge Alexander y firmar los papeles para recibir el cadáver. Solo está permitido el acceso al familiar directo y a otra persona. Dadas las circunstancias, será el psicólogo del Comité quien se convierta en su sombra.

Un oficial del aeropuerto hace un gesto y doña Fanny camina hacia el interior del hangar después de ser inspeccionada. Las mamás que vienen a recoger el ataúd de sus hijos también tienen que pasar por el detector de metales. Mientras la mujer ingresa llegan algunos periodistas locales buscando al chico que quiso cruzar al gabacho y terminó en una caja dentro de la bodega de un avión de carga. La nota roja es una rutina periodística en Centroamérica. Estamos en uno de los lugares más violentos del mundo. Crímenes sórdidos, titulares infames y algo de sexo. Eso vende. No siempre ocurre, pero en este caso las cámaras de la televisión y los teléfonos de los cronistas de radio quedan a una distancia prudente. Tanta, que se marchan detrás de otro ataúd. Hoy han llegado tres féretros desde México. Por eso había trasiego en el comedor de las mesas de madera.

Por fin, es el turno de Jorge Alexander. Es el último ataúd que sale del aeropuerto.

Pasará una hora hasta que salga un picop azul con el ataúd. No es el carro de una funeraria. Erika le pagó a un conocido para que le prestase el carro que trasladará a su sobrino hasta el velorio. Se sube en la parte de atrás, con el viento en la cara y el féretro a sus pies. Doña Fanny, la madre del muerto, tiene reservado el asiento del copiloto. En la paila de la camioneta, el ataúd, todavía embalado, y dos ruedas de repuesto. Es una caja de cartón con el albarán pegado y una pegatina roja que dice «frágil». Nadie se molestó en retirar las ruedas de auxilio de la palangana del picop y así atravesará el colapsado tráfico de San Pedro Sula. El calor sigue siendo insoportablemente miserable.

Alberto Pradilla

Jorge Alexander Ruiz Dubón será velado en la colonia Suncery, uno de los asentamientos más antiguos de San Pedro Sula. La segunda ciudad de Honduras tiene un problema de identidad: no termina de ser urbana pero tampoco es completamente rural. Esta colonia, con sus amplias calles de asfalto atravesadas por callejones más estrechos donde los autos hacen a diario el trabajo municipal de apisonar la tierra, tiene ambiente de western venido a menos. Quien entre sabe que está cerca del centro de la ciudad porque las carreteras están asfaltadas. Aquí están algunos de los edificios más antiguos de San Pedro, muchos aún en manos de sus propietarios originales, que los alquilan a precios regalados. Es la pescadilla que se muerde la cola. En la zona no hay seguridad ni servicios, no tienes guardia en la puerta ni es buena idea salir en la noche. Eso facilita que se cuelen negocios oscuros, lo que degrada todavía más el barrio. La Suncery tiene fama de ser uno de los centros de narcomenudeo y prostitución de San Pedro Sula. A primera vista no parece que ocurra nada fuera de lo normal. Pero en estos lugares lo que ocurre bajo la epidermis es lo verdaderamente importante.

* * *

Jorge Alexander Ruiz Dubón fue asesinado el 15 de diciembre de 2018 junto a Jasson Ricardo Acuña Polanco. Ambos eran menores de edad. Ambos tuvieron una muerte horrible. Fueron golpeados, torturados y estrangulados. Un tercer joven que escapó de los atacantes relató el horror de esos últimos minutos. Ocurrió en un picadero de la Zona Norte, un arrabal de Tijuana, uno de los centros de venta de drogas de la ciudad más grande de Baja California, México. Sus asesinos abandonaron los cuerpos en el callejón miserable donde los encontró la policía al día siguiente. Al menos uno de los matones aparece en las investigaciones de la policía, vinculado al Cártel Jalisco Nueva Generación, uno de los más despiadados del narco mexicano. Sin embargo, todo apunta a que a Jorge Alexander y Jasson los mataron tras intentar robarles. Probablemente se cruzaron con los matones equivocados en el momento inadecuado. Una tragedia inesperada que, claro, también podía haber ocurrido en San Pedro Sula. De eso huían y con eso se encontraron.

Simone Dalmasso

Jorge Alexander Ruiz Dubón quiso llegar a Estados Unidos. Por eso se sumó a la Caravana de migrantes que comenzó el 12 de octubre en San Pedro Sula. Pero no llegó ni a Estados Unidos ni a cumplir los diecisiete años. Debería haberlos celebrado en abril de 2019, dos meses después de que su madre lo enterrase en Honduras. Tenía casi la misma edad que doña Fanny cuando lo parió. El asesinato de Jorge Alexander, a quien en el barrio conocían como Chipilo, mantiene una funesta e indeseada tradición familiar: prácticamente todos los hombres de la familia de doña Fanny murieron por causas violentas. Aunque el asesinato originario, el que torció todo, fue el de su abuela, Gladys, muerta a manos de su marido. A partir de ahí, un crimen tras otro. Abuelo: asesinado cuando estaba en prisión. Tío materno: asesinado por el marido de una mujer con la que se acostaba. Otro tío materno: asesinado en la cárcel, donde purgaba condena por sicariato. Y otro tío materno: desaparecido por un asunto de drogas. A su madre, a doña Fanny, también la quisieron matar. Sobrevivió a 13 balazos en un autobús urbano. Todavía hoy, bajo la piel de la ceja, puede tocarse los restos de una esquirla que bien pudo atravesarle el cerebro.

Jorge Alexander, Chipilo, es parte de la Honduras que huye. Uno entre cientos, miles. Una historia distinta a otros miles de historias distintas, pero parecida en un punto a todas las demás: viene de una nación terriblemente pobre y que se ahoga en sangre. Ocurre algo similar, con sus variantes locales, en Guatemala y El Salvador. Los guatemaltecos mueren de hambre y a los salvadoreños los matan a tiros. Aunque las situaciones son intercambiables. También hay salvadoreños que mueren de hambre y guatemaltecos a los que matan a tiros.

Los que sobreviven a la pobreza y el crimen están hartos. Son la Centroamérica que huye de Centroamérica.

Simone Dalmasso

* * *

El último viaje de Jorge Alexander Ruiz Dubón comenzó el 17 de octubre en la Suncery. Allí vivió con sus tías y su abuela materna casi desde que levantaba un palmo del suelo; allí fue velado su cuerpo. Es una casita pobre de un barrio pobre de, lo dicho, la ciudad menos pobre de un país demasiado pobre como Honduras. Pero no estamos ante las típicas favelas que aparecen en otras ciudades latinoamericanas. La vivienda de la abuela y las tías es una construcción amplia, con paredes de concreto y techo de lámina, a dos aguas. Hay un salón y una cocina separados por una media pared y un patio protegido por una verja de cemento donde duermen  una lavadora vieja y un sofá aún más viejo y descolorido. Quién sabe si sacaron los muebles de la casa para ganar espacio para el velorio o si viven allí. Como sea, todo está desvencijado.

De esa casa partió Jorge Alexander, mochila al hombro, con rumbo a Estados Unidos. Fue prudente. Siempre fue un chico «bien portado», que no daba problemas. En vez de sumarse de inmediato a la Caravana, esperó para ver qué ocurría con los más aventajados, aquellos que salieron el 13 de octubre. Eligió entrar en el segundo grupo del éxodo. Por si acaso. El camino está lleno de historias de migrantes que dejaron su casa y no regresaron jamás. México es una inmensa fosa común que traga centroamericanos. Pero hambre gana a miedo. Así que Jorge Alexander mandó un mensaje de Facebook a su madre, que trabajaba en Tapachula, Chiapas, México, y le anunció su intención de sumarse a la aventura.

«Me duele mucho verte trabajando en el sol. Tengo que irme para darte una mejor vida.»

Fue el 17 de octubre, con la larga marcha de los hambrientos ya convertida en el éxodo centroamericano retransmitido en directo a medio mundo. Dos días después, un amigo de doña Fanny lo recogería junto a otros dos jóvenes al lado de la aduana de cemento de Agua Caliente, en la frontera de Honduras con Guatemala. La ley hondureña no permite que los menores de veintiún años crucen la frontera sin pasaporte ni permiso de sus padres. Jorge Alexander no tenía ni los documentos ni el aval familiar. La madre del muchacho, lejos; el padre muerto, víctima del pulmón o de una sobredosis, dependiendo de a quién preguntes. Así que no hubo más remedio que atravesar la frontera rodeándola por los cafetales. En la mochila de Jorge Alexander había tres playeras, dos mudas y dos pares de calcetines; en su bolsillo, mil lempiras, unos menesterosos 40 dólares que deben durarle hasta Estados Unidos. Un grupo de amigos, los pocos que irían a su velorio, hicieron una colecta antes de que partiese.

Simone Dalmasso

No es nada extraño ir a la frontera sin los papeles que la ley demanda, por otro lado. Esto es Honduras, un país donde fallan las cosas demasiado a menudo. Ocurre a diario: tantas leyes que se incumplen, y va y los policías se ponen estupendos, precisamente, con un papelito identitario. Terrible paradoja: las autoridades de un país que no retiene a sus ciudadanos más vulnerables porque no los protege les impide también marcharse a buscar una vida mejor.

—Hemos tenido una vida de perros —dice doña Fanny, un día antes de enterrar a su primer hijo.

Doña Fanny no parece una doña: es una madre de 32 años, joven y fuerte. Tiene la piel oscura, una sonrisa atractiva y el pelo teñido de rubio. La llaman La Gata, por sus ojos verdes, clarísimos. Cuando vivía en Estados Unidos, en los buenos tiempos, era gordita, colocha y de cabello negro. Pareciera que los disgustos la hubieran desgastado hasta ser una réplica menguada en la que solo siguen destacando esos ojos verdísimos. A veces habla con emoción. Otras, sonríe. De repente, se evade. Nació en 1985, así que el título de doña, con esa cara juvenil, pareciera quedarle grande. Todavía tendría que recorrer mucha vida para ostentarlo. Pero en Honduras la gente se endoña temprano. Niñas que pasan a ser mujeres demasiado pronto y doñas que ven morir a sus hijos cuando apenas han saltado la valla de los treinta.

Doña Fanny me habla sentada en una silla Acapulco en el interior de su casa en la colonia Suazo Córdova. Caminar por estas callejuelas es viajar al origen del éxodo centroamericano. La barriada honra con su nombre al primer presidente civil de la Honduras moderna. Es un lugar escandalosamente humilde. No hace falta más que levantar la vista para comprobar de qué material están hechas esas vidas. El barrio se construyó en las faldas del Merendón, un pequeño monte a las afueras de San Pedro Sula. Las puertas de las casas están abiertas, para que cualquiera pueda ver qué hay en el interior. Al entrar hay una escuela, una pulpería, un pinchazo y una parada de mototaxis. Se escuchan gallos todo el día. Es un ambiente rural dentro de la segunda ciudad del país, su capital industrial. En realidad, todo San Pedro Sula es un pueblo grande, con casitas de un piso y caminos sin asfaltar.

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Las casas son muy precarias: chabolas de lámina a las que una lluvia puede desarmar. El barrio es empinado como cuesta arriba es la vida de sus vecinos. La basura se acumula en algunas esquinas y las calles no son más que caminos de piedra y terracería. La única callejuela pavimentada —100 cortísimos metros— cruza frente al domicilio de los Ruiz Dubón. «Yo la conseguí», me explica, orgullosa, doña Leonor, la matriarca. Doña Leonor se presenta como una de las fundadoras de la colonia hace 37 años. Lo hizo como se hacen estas cosas: por las bravas. Un grupo de personas que no tenía a dónde ir se plantó en un terreno baldío y comenzó a levantar sus chabolas. La calle llegó como se arregla todo en un país que todavía es un gran pueblo: por conectes. Doña Leonor conoció a alguien de la muni que prestó los materiales así que desde entonces en esta parte de la colonia las lluvias no convierten el piso en un barrizal.

Así se han levantado los extrarradios de San Pedro Sula, de Tegucigalpa, de Ciudad de Guatemala o de San Salvador. Manchas progresivas de casitas armadas con materiales de sobra y hallazgo —algo de cemento, chapas herrumbradas, bloques, unos cuantos ladrillos, ventanas a veces con vidrios y demasiadas con nylon—, todas en territorios vacíos que, hasta que llegaron ellos, estaban olvidados hasta por sus propios dueños. Les llaman invasores, pero son supervivientes que se adaptan a cualquier terreno. Especialmente a los que nadie quiere. Si alguien los quisiese ya habrían sido desalojados. Antes no había ni luz ni agua corriente, que llegó con el tiempo. Para sus moradores —unas quinientas familias, según la matriarca—, la Suazo Córdoba es una colonia con todas las letras; hace tiempo que fue bautizada, nada más falta que las autoridades lo certifiquen. De hecho, a fines de 2018 doña Leonor contaba entusiasmada que estaban en «trámites de legalización» —lo que significa que los vecinos podrían tener al fin un título de propiedad de sus cuatro paredes. Entre la pobreza de casas de chapa y de madera con corral, en medio de esos pequeños ranchos, hay quienes lograron levantar viviendas con concreto. Son los menos. Cerca de la de doña Leonor hay un par de grandes casas de dos pisos con columnas y azulejos y unos portones de envidia. Son propiedad de quienes lograron cruzar a Estados Unidos. Los que cumplieron el sueño americano y envían dinero con remesas. Los mismos a quienes Jorge Alexander quiso imitar.

El estigma es otro componente clave de la vida cotidiana en la Suazo Córdova. Los hijos más jóvenes de la colonia mienten cuando van a buscar trabajo: nadie contrata a alguien que viva allí. No se fían. O bien el patrón cree que es pandillero o bien cree que la pandilla puede extorsionarle para que su flamante empleado robe en el trabajo.

Si la oportunidad de empleos no es fecunda, la mara siempre estará allí para ofrecerse —o imponerse— como salida. Provee identidad, autoridad y un modo de ganarse la vida, aunque a medio plazo las perspectivas de esa vida sean breves porque acaban en la cárcel o muertos. Estas opciones esperan, probablemente, al grupo de chavos que encontramos justo antes de poner un pie en la Suazo Córdova. Les llaman banderas o postes. Los pandilleros que controlan los accesos a una colonia están ahí, observan para reportar a sus jefes. No se ocultan, pero tampoco se dan color. Conocen el barrio como la palma de su mano: quién entra, quién sale, si es la vecina de la 11 Calle o un carro desconocido. Son imberbes, adolescentes, púberes, casi niños. La bandera es su primera responsabilidad como mareros. No son tipos malencarados con enormes tatuajes en el rostro. Ese cliché ya quedó atrás. Los pandilleros aprendieron que marcarse los ponía también en peligro. Ahora son más discretos. Tampoco el territorio se marca con los placazos, los habituales grafitis con letras o números que identificaban las zonas bajo su control. Hace 15 años comenzaron las políticas represivas contra estos grupos y ellos, que son despiadados pero no tienen un pelo de tontos, dejaron de lado todo lo que podía identificarlos y ponerlos en el punto de mira de la policía, pandillas rivales y escuadrones de la muerte.

Los banderas son niños pobres que se han hecho dueños de sus barrios pobres y custodian fronteras que solo ellos y sus pobres vecinos conocen.

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El dueño de la Suazo Córdova es la Mara Salvatrucha, la MS-13 o la MS a secas. Junto al Barrio 18, la MS tiene presencia en Honduras, El Salvador y Guatemala, y también en México y Estados Unidos, que no tiene un rol menor en la historia. Las temibles pandillas, las estructuras criminales que matan y extorsionan, los grupos de jovencitos desarrapados y armados que el presidente Donald Trump utiliza como argumento contra la migración, son originarias de Estados Unidos. Allí nacieron, crecieron y se reprodujeron. Encontraron su caldo de cultivo en países centroamericanos heridos y sin Estado con las deportaciones masivas de mediados de los años noventa.

Muchos habían aprendido a matar en las guerras de El Salvador y Guatemala y se desarrollaron en las calles de Los Ángeles. Ahora entrarían en otro combate sin estandarte político: solo letras y números.

Otro modo de supervivencia. Las pandillas son uno de los grandes fetiches de Trump contra la migración centroamericana. El presidente, que no vio un marero en su vida, llama mareros a chicos como Jorge Alexander. Chicos que de verdad saben qué es tener miedo a la mara.

—Cuidá de bajar los vidrios —me dice doña Fanny antes de que ponga un pie en su colonia.

El control se explica a través de pequeñas reglas: bajar los vidrios sirve para que los banderas sepan quién se encuentra en el interior del carro. Atender a los códigos de vestimenta también ayuda. No llevar gafas oscuras para no resultar sospechoso. No calzar zapatillas Nike Cortez, identificadas con las pandillas; los zapatos pueden crear problemas tanto con mareros como con la policía. Hay formas distintas de amarrarse los pantalones, de atarse los cordones de los zapatos, marcas que te vinculan a uno u otro grupo. Reglas infinitas a las que uno solo accede acercándose lo suficiente.

En la Suazo Córdova no se cobra extorsión por el piso. Los dueños de pequeñas tiendas o comerciantes que quieren vender en el interior pagan unos 30 dólares mensuales. Solo para que no los maten. En otras colonias, hasta los vecinos tienen que abonar una cantidad por vivir donde viven. Antes le llamaban «impuesto de guerra». Ahora, simplemente, «seguridad».

La regla fundamental en estas comunidades es no meterse en problemas.

No hacer nada que los pandilleros puedan considerar una amenaza.

El problema: hay muchas cosas que estas bandas criminales pueden ver con malos ojos. Puede ser que no aceptes entrar en la estructura, o que tu hijo no quiera entrar en la estructura, o que entraste en la estructura y ahora quieres pesetearte, es decir, abandonarla.

Puede ser que alguien de tu familia mantenga relación con un integrante de otra pandilla. O, simplemente, que visite una colonia dominada por otra pandilla. O que alguien te ha visto manteniendo relación con alguien de una colonia dominada por otra pandilla. No hace falta que sea verdad, solo que sea creíble. Es un sistema perverso. El Estado no existe en estas colonias. Si aparece un policía es para generar más problemas. Son muchas las historias de limpieza social, de desapariciones. Nadie confía en la autoridad, así que estos muchachos desarrapados pero con una pistola al cinto terminan ejerciéndola. Postulan como norma su particular forma de protección y tienen la capacidad coercitiva para imponerlas. Son, en definitiva, lo más parecido a un Estado. Un Estado de jóvenes pobres que aplican brutalmente su ley a sus pobres vecinos.

La cultura de la mara está grabada en la forma de entender el mundo de los vecinos con los que conviven. Incluso aquellos que jamás han tenido nada que ver con letras o números, como también se conoce a la MS y al Barrio 18. Por ejemplo, en la Suazo Córdova se habla de «los contrarios» si se menciona a la colonia Planeta, uno de los bastiones de la 18. Un vecino de la Suazo Córdova no pondría jamás un pie allí. Es de «los contrarios», aunque nunca haya tenido pleito alguno con sus habitantes ni forme parte de la MS. Hay dos bandos y uno se alista aun sin quererlo. Desobedecer estas leyes puede ser fatal. La propia doña Fanny lo dice cuando se refiere a la Planeta: «Yo ahí no entraría ni loca».

Existe una lógica marcada entre los vecinos de las colonias más peligrosas de San Pedro Sula: el infierno siempre son los otros. Alguien que viva en la Rivera Hernández, uno de los sectores más conflictivos con presencia de hasta siete pandillas diferentes, siempre te dirá que Chamelecón es el lugar más peligroso de la ciudad.

Y viceversa. Un vecino de Chamelecón, donde conviven con fronteras bien definidas Barrio 18 y MS y en la que en algunas calles se ven las casas abandonadas por la presión de la pandilla, mirará horrorizado cuando le digas que tienes una cita en la Rivera Hernández. El infierno siempre son los otros y el miedo se incrementa exponencialmente cuando no conocemos el lugar al que nos enfrentamos.

* * *

—De seis que éramos solo quedamos tres hembras. Todos los varones están muertos.

Doña Fanny me habla de su familia. Es viernes, 8 de febrero. Pasan algunos minutos de las 10 de la mañana. Al día siguiente aterrizará el avión con los restos de Jorge Alexander. Ahora estamos en su vivienda familiar en la Suazo Córdova. Casa pobre de concreto y lámina. El salón, un espacio reducido y sobrecargado: dos sillas Acapulco a la izquierda, otras dos, de plástico, a la derecha, una estantería negra oxidada y una mesa cubierta por un mantel azul claro con ganchillo. Dominan los colores pastel, que proyectan una imagen de fiesta pasada de moda, de salón decadente. Presidiendo, en la estantería, un televisor grande y otro pequeño. Solo el grande funciona, y está rodeado de pequeños ositos de peluche. Como un ejército infantil que vigila objetos que solo tienen valor emocional. Hay un aparato de música que tampoco funciona. En una estantería se apilan muchísimos trofeos de futbol, todos ganados por el esposo de doña Leonor.

Sobre la mesa hay una computadora tapada que pagó su hermana Cheryl a plazos. Cheryl es la triunfadora: emigró a España. Doña Fanny, La Gata, lo dice con orgullo, remarcando el esfuerzo que costó comprar la computadora. En casa del pobre todo tiene valor añadido. En la pared principal hay retratos familiares. Ahí están Mario Roney Ruiz Dubón, nacido en 1988 y asesinado en la cárcel de San Pedro Sula («no fue buena joya, miren su historia en Google», me dice doña Fanny en un susurro). Y Jonathan Ruiz Dubón, desaparecido en 2013 a los veintidós años, según su hermana por asuntos de drogas. Y Josué Rafael García Flores, asesinado de un tiro en la espalda antes de cumplir treinta. También hay imágenes de Cheryl Patricia Ruiz Dubón e Irma Teresa García Flores, las supervivientes. En las fotografías colgadas en las paredes de casa hay más muertos que vivos. Todos, en circunstancias violentas. Parece un mausoleo. Hay mucho dolor entre estas cuatro paredes y no se mitiga con el póster del Rey León pegado en la pared opuesta a esos rostros vivos y muertos.

Junto a la puerta, doña Leonor, escucha, teje y, cuando no aguanta más, se estruja en su asiento y llora. Es una mujer fuerte, aunque a veces se quiebra. Estuvo siete años enrolada en el ejército, donde llegó hasta teniente. Cuando se siente de buen humor, hace gestos como de pelea y juega a mostrar sus bíceps. Luchó en la guerra contra El Salvador, ayudó a fundar la comunidad en la que reside y ahora, anciana y ahogada por el dolor, coloca inyecciones a sus vecinos en el domicilio familiar. Va otra vez: es una mujer fuerte, pero a veces se quiebra.

—Hemos tenido una vida de perros —repite.

Doña Fanny intenta ordenar una carpeta mientras conversa. Dentro hay papeles familiares. Actas de defunción y registros de levantamiento de cadáveres, ese documento que los forenses firman cuando se llevan un cuerpo. Así se explica la historia de esta saga: con papeles que certifican muertes.

Doña Fanny me muestra los documentos de su madre, Gladys Yolanda Dubón Flores.

«Muerta por herida de arma blanca».

— ¿Qué le pasó?

—Mi papá le cortó la vena yugular.

Ocurrió el 1 de noviembre de 1992. Doña Gladys (en casa la llaman Gladys, no mamá) tenía veintiocho años. Fue ahí mismo, junto a la puerta, exactamente en el lugar en el que nos encontramos en la humilde casa de la Suazo Córdova. El cabrón la degolló delante de dos de sus hijos, Cheryl y Mario. Como la primera lo vio, la golpeó con un palo. Ese feminicidio lo cambió todo.

En la familia dicen que Mario se volvió malo después de ver cómo su papá mataba a su mamá. Me lo cuenta un día después Irma Teresa, la hermana de doña Fanny, una mujer físicamente rotunda, como si no hubiera tragedia que la tumbe, pero que lleva una carga que jamás nadie debería echarse a la espalda.

Me cuenta que su padrastro (José María no era su padre, sino su padrastro) abusaba de ella. Ella tenía 13 años, no aguantó más y lo contó: por eso cree que el funesto día en el que la mataron, su madre reclamó al violador y este la degolló.

Irma Teresa llora y dice que ojalá no hubiese contado nada. Puede que la espalda la ensanchase a fuerza de cargar con tanta culpa injusta.

Doña Fanny ha vivido muchos años en el mismo lugar en que su madre fue asesinada.

Doña Leonor sigue viviendo en el mismo lugar en el que su hija fue asesinada.

Mario, que tenía cinco años cuando fue testigo de aquella atrocidad, terminó convertido en Don Mario, el sicario Don Mario. Para cuando cumplió los 20 ya cargaba con una ristra de cadáveres: líder de la banda de Don Mario, donde Don Mario era él. En el verano de 2010 fue arrestado en Cabañas, otra colonia de San Pedro Sula. Lo acusaban de asesinato, asociación ilícita, portación ilegal de armas, posesión y tráfico de drogas, robo de vehículo y homicidio simple. Ingresó en la misma prisión en la que se encontraba su padre, el mismo tipo que mató a su madre ante sus narices cuando él era un niño. Tuvo tiempo para verle morir —degollado, cómo no— en febrero de 2011.

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Don Mario no sabía entonces que poco después él sería la víctima. Había dejado muchos enemigos y alguien le disparó en la pierna ese mismo año en la prisión. El homicida aprovechó que Don Mario se estaba bañando. El tiro le alcanzó la femoral. Se desangró en poco tiempo. Nadie se preocupa de un sicario que se desangra en una cárcel de Honduras.

Fueron años cruentos para la familia de doña Fanny. Entre 2010 y 2013 fueron asesinados Jonathan y Don Mario, sus hermanos. A Josué lo desaparecieron. Además, nueve días después de la muerte de Don Mario, cuando ella salía del entierro, asesinaron a su esposo, Óscar.

Ella recuerda que había sido amenazado. Que le habían avisado por vivir con la hermana de un sicario. La «hermana de un sicario» era ella, doña Fanny, madre de dos de sus hijos.

Doña Fanny también pudo ser asesinada. El 6 de noviembre de 2011 fue tiroteada mientras llegaba a la Suazo Córdova en autobús. El atentado tuvo lugar a la altura del cementerio, el mismo camposanto en el que están enterrados su hijo, su mamá y sus hermanos. El mismo en el que la hubiesen enterrado a ella si el sicario hubiese cumplido su misión. Se salvó de milagro. Le pregunto si tiene idea de quién querría matarla. Pero la mujer, con cara de inocente, solo acepta hablar de qué fue lo que ocurrió, no de por qué cree que ocurrió.

—Cuando me balearon estaba así el Rapidito, lleno de gente. El chofer recibió dos en la panza, a mí me querían desaparecer de la faz de la tierra. Trece disparos —en las piernas, en el brazo, en el estómago y en la cabeza— y, aun así, no lograron matarla. Sin embargo, ella tenía miedo de que quisiesen terminar el trabajo. Así que, todavía entubada, solo cubierta con la bata, se marchó del hospital.

Días después, herida, abandonó Honduras. Sin coyote, a las bravas. Fue pidiendo jalón por el camino hasta que llegó a la frontera.

—Yo sola con la guía de Nuestro Padre Celestial, Nuestro Señor. Él fue mi guía en todo el camino hacia Estados Unidos.

(Dios es omnipresente en toda Centroamérica. «Primero Dios», las cosas ocurren. Si algo tenía que pasar es «gracias a Dios». Y si la fatalidad golpea, no hay que afligirse, porque «Dios así lo ha querido».)

De modo que, si doña Fanny cruzó a nado el Río Bravo y se protegió las heridas con bolsas de plástico, no fue una gesta heroica de su parte, sino que Dios así lo dispuso. «Gracias a Dios», entonces, la mujer pudo establecerse en Laredo, Texas. Allí trabajó como albañil. Cada día, se reunía con otros migrantes en una gasolinera a esperar la llegada del patrón. Lo mismo te mezclaba masa que te levantaba un muro. A doña Fanny, la indestructible doña Fanny, no la asustaba trabajar. Había llegado a Estados Unidos con 13 balazos en el cuerpo; levantar un muro era un chiste.

Sin contrato de por medio, los ilegales se encuentran en una situación vulnerable frente a empresarios sin escrúpulos. A doña Fanny, sin embargo, no le venía mal el trato que le pusieron delante: 300 dólares semanales. El salario mínimo mensual de Honduras en

2018 no llegaba a 370 dólares. Es decir, que en una semana y un par de días se embolsaba un mes hondureño. A partir de ahí, todo era ganancia. Así se mantuvo casi cinco años, hasta principios de 2017. Para entonces Donald Trump había caminado dentro de la Casa Blanca y con él su retórica xenófoba, su política de «tolerancia cero» y el incremento de redadas que perseguían a mujeres como doña Fanny, trabajadoras que escapaban de su infierno de origen. Como miles de compatriotas, fue detenida y devuelta a Honduras.

Con la deportación, doña Fanny perdió estabilidad económica, pero su razón para marcharse nunca fue la monetaria, sino por salvar la vida.

Al menos, podía considerarse una superviviente. A nadie se le puede culpar por querer dejar atrás esta sangría.

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* * *

El día en el que mataron a Jorge Alexander en Tijuana, su madre llevó el celular al trabajo. No era habitual que lo hiciera, pero algo le dijo que debía metérselo en el bolsillo del pantalón. Luego lo dejó en el almacén, porque doña Fanny es muy cuidadosa y repite una y otra vez que si se trabaja con comida no puede tocarse el dinero y, «mucho menos, el celular».

Doña Fanny me muestra los audios que recibió el 15 de diciembre, cuando se encontraba en la taquería de Tapachula, a 2 mil 759 de México. Es la voz quebrada de Irma Teresa, su hermana. «Fanny, por favor, me urge hablar con usted».

«Me urge, me urge realmente. Tenés que llamar a Chelo. Ella que te explique».

«¿Vos estás bien? Tratad de buscar la manera de mandarle tres o cuatro audios».

«Gata, por favor, contéstame».

Irma Teresa suplica, insiste, pero nadie responde. A su sobrino, a Jorge Alexander, le ha pasado algo terrible en Tijuana. Es cruel el tiempo. Aquellas fueron las últimas horas en las que doña Fanny pudo estar tranquila, cuando ignoraba que su hijo había sido asesinado.

Varios mensajes después, responde el compañero de doña Fanny e Irma Teresa comienza a dirigirse a él. La Gata ya sabe y está en shock.

Eso pasó, Toño, mataron a mi sobrino. La tía por parte del papá está preocupándose por cómo traerlo. Dice que salió del albergue y el coyote que lo iba a pasar lo encontró muerto. Yo no puedo ir porque no llevo los apellidos de Fanny. Pero que trate de ir ahí donde los tienen, en la morgue.

Ese mismo día, casi con lo puesto, doña Fanny marchó a San Pedro Sula. Allí permanecería durante dos meses esperando la repatriación del cuerpo de su hijo.

—Él era un niño aventado, como decimos aquí —me dice en la vivienda familiar en la Suazo Córdova, un día antes de enterrar a su hijo—. Su destino era ir a Estados Unidos. Me decía, «mamá, voy a llegar a Estados Unidos y no vas a tener que trabajar más».

La Gata no tiene detalles sobre cómo avanzó su hijo. La última vez que lo vio fue en Tapachula. Después de unas jornadas trágicas, con gases en el puente Rodolfo Robles y un helicóptero de la Policía Federal atemorizando a los migrantes que cruzaban el río Suchiate,

Jorge Alexander alcanzó la ciudad en la que se había refugiado su madre menos de dos años atrás. Se fundieron en un abrazo. Ninguno de los dos sabía que sería el último.

Podemos reconstruir el trayecto de Jorge Alexander a través de la Caravana. Podemos suponer que pasó por Huixtla, Mapastepec, Pijijiapan, Arriaga, San Pedro Tapanatepec, Santiago Niltepec, Juchitán de Zaragoza. Podemos intuir que avanzó por Matías Romero, Sayula de Alemán, Puebla, Ciudad de México. Que, ya en el Norte, atravesó los estados de Querétaro, Jalisco, Sinaloa, Sonora y Baja California.

Jorge Alexander llegó a Tijuana algún día entre finales de noviembre y principios de diciembre. Es probable que estuviese agotado, desnutrido, deshidratado. Es probable que hubiese enfermado, que tosiese como tosían todos y cada uno de los miles de centroamericanos que lo acompañaban en la Caravana.

Tijuana es una ciudad violenta dentro de un país, México, enfermo de violencia. Desde hace cinco años existe una disputa por la plaza entre el Cártel de Tijuana, el Cártel de Sinaloa y el Cártel Jalisco Nueva Generación. Esta guerra sin trincheras ha disparado el número de asesinatos. En 2018 en Tijuana se registraron oficialmente 2,507 homicidios: nueve al día. En ese mismo periodo, en San Pedro Sula, se reportaron 354 muertes violentas: una cada 24 horas.

Simone Dalmasso

Hay una cruel ironía en todo esto: jóvenes, como Jorge Alexander, fueron a morir a una ciudad todavía más violenta que aquella de la que huían.

Jorge Alexander quería pedir asilo en Estados Unidos como menor de edad cuando fue asesinado en México.

Sabemos qué ocurrió por las publicaciones de los medios, que reproducen los expedientes de la Procuraduría General de Justicia del estado de Baja California y las audiencias celebradas en Tijuana.

Tres de los presuntos responsables fueron detenidos. Se trata de Francisco Javier Zavala Niebal, alias El Zanahorio; Carlos Martínez Cázares, El Morral, y Esmeralda García Carranza, La Keily. El Zanahorio, El Morral y La Keily.

Según testimonios ante la Procuraduría recogidos por el semanario Zeta, los tres jóvenes abandonaron el albergue YMCA, que había sido acondicionado por las autoridades de Tijuana para los menores de la Caravana, para dirigirse a las inmediaciones del Benito Juárez, un campo de beisbol ubicado frente al muro que fue utilizado como refugio principal de la Caravana. En algún lugar, Jorge Alexander, Jasson y el tercer muchacho —el que pudo escapar— se encontraron con La Keily. Dice la prensa que, con engaños, la chica los llevó a un cuarto abandonado en la Zona Norte. Es posible que ellos creyeran que lo que vendría sería un bruto revolcón, pero lo que La Keily quería era robarles, ya que ellos le habían dicho que tenían que cobrar un cheque. En el cuarto todo se fue de madre. Allí aparecieron El Zanahorio y El Morral, que golpearon salvajemente a Jorge Alexander y Jasson. El otro chico pudo zafarse y escapar. Cuando estaban semiconscientes, los estrangularon. Se ensañaron. A uno lo acuchillaron con unas tijeras y lo remataron metiéndole el palo de un recogedor por la boca. Al otro lo ahogaron después de propinarle una paliza brutal. A ambos los dejaron en ropa interior. Uno de ellos, vestido con una braga y un sujetador por encima del calzoncillo.

Simone Dalmasso

Nadie sabe si el asesinato estaba premeditado o las cosas pudieron ser distintas. Tampoco se puede obviar que, por aquel entonces, el discurso antimigrantes se había extendido en una parte de la sociedad tijuanense. Incluso con videos que se distribuían por WhatsApp en los que se pedía a los cárteles de la droga que atacasen a los recién llegados.

Los cuerpos de Jorge Alexander y Jasson aparecieron el 15 de diciembre cubiertos por una sábana y una cobija en un callejón de la colonia Centro de Tijuana. El joven que escapó pudo alcanzar Estados Unidos. Quién sabe si para siempre o si nada más para ser deportado.

Simone Dalmasso

* * *

— ¡No han arreglado el cadáver! Está todo amoratado. ¡No se le reconoce!

Salen voces urgidas del interior de la sala en el domicilio familiar de la colonia Suncery. Se percibe un cierto caos. Fuera, derrumbada sobre una silla, está Amalia Barrientos, la abuela paterna, la que cuidó de Jorge Alexander hasta que el chico se marchó con el petate. Son las tres de la tarde del 8 de febrero. Acaba de llegar el cuerpo del aeropuerto. Al parecer, en la funeraria mexicana no lo han embalsamado. Está congelado, pero muy dañado, apenas reconocible. Hay que enterrarlo pronto. El calor puede descomponer el cuerpo rápidamente. Por eso no abren el féretro para que se vea el rostro. En cambio, sobre la tapa alguien depositó una fotografía de un Jorge Alexander sonriente, con esos ojos verdes que recuerdan a su madre.

Alguien me pide que le dé la vuelta, que el cuerpo ha llegado del revés. Me niego. Es algo demasiado íntimo, corresponde a alguien de la familia. Luego, alguien más sugiere que los trabajadores encargados de acarrear el cadáver dijeron que no sabían de quién se trataba, si de Jorge Alexander o del otro chico que asesinaron con él. Lo dijeron como si nada, como si fuera nada más un cuerpo, como si a estas mujeres destrozadas les diese igual enterrar a su hijo, su sobrino y nieto que a Jasson.

Jorge Alexander, el chico que quiso cruzar al gabacho pero fue asesinado en Tijuana, sería inhumado el sábado 9 de febrero en el cementerio de La Puerta, muy cerca de la colonia Suazo Córdova.

Alberto Pradilla

La Puerta es un camposanto devastado. Los árboles caen, agónicos, sobre las tumbas. La hojarasca devora todo. Hay lápidas podridas, desgastadas. Algunas tienen agujeros tan grandes que a través de ellos se puede ver la mortaja. En otra, una botella vacía de Coca Cola: una tumba y su muerto vueltos basurero. A unos metros del lugar —Jorge Alexander será enterrado junto a su padre—, un ataúd permanece abierto; la calavera asoma tras el sudario. Por suerte, el ataúd se eleva unos metros del suelo porque, debajo, varias cabras comen de las malas hierbas que crecen por todos lados.

El cementerio de La Puerta es un lugar desolador.

Alberto Pradilla

Frente a la tumba de Jorge Alexander y su familia paterna hay muchas cámaras de televisión. La prensa roja se perdió su cadáver en el aeropuerto pero no se les escapará cuando lo hundan en la tierra. Es patético, morboso. Los enlaces directos no casan con la solemnidad de un sepelio. Como si robasen el derecho a llorar o gritar o echar de menos con el único eco del propio dolor.

A lo lejos, doña Fanny, doña Leonor e Irma Teresa observan la escena. Parece que hay pleitos familiares. No llegaron en el mismo carro que la familia paterna de Jorge Alexander y no toman parte de la ceremonia. En realidad, tenían pensado venir en autobús. Imaginen: llegar en autobús al entierro de tu primogénito. Finalmente, Amelia Frank Vitale, la antropóloga, las lleva en su carro. El coche llega completo al cementerio. Madre, abuela, tía, Amelia y yo. En el maletero, Walter Coello, un antiguo taxista de Tegucigalpa convertido en activista por los derechos de los migrantes y que la víspera había sido deportado de México.

Así termina el viaje de Jorge Alexander. La Caravana se inventó para proteger a los migrantes en el peligrosísimo tránsito a través de México. Pero cuando llegó a su destino ya no sirvió de mucho para él.

El ataúd baja entre sollozos y con varias cámaras apuntando al nicho. De repente, un periodista descubre el cajón con la calavera al aire en la tumba cercana y la mitad del cortejo fúnebre abandona la escena para irse con la novedad. A lo lejos se mantienen doña Fanny, doña Leonor e Irma Teresa. Se sientan en la lápida que comparten Gladys, Don Mario y Jonathan. Josué ni lápida tiene. Lo desaparecieron.

Doña Fanny se acercará a la tumba de su hijo únicamente cuando su familia política y las cámaras hayan abandonado el camposanto. Ahí se queda, un minuto, despidiéndose en silencio. Esa misma noche tomará un autobús con destino a Tapachula.

Alberto Pradilla

Alberto Pradilla viajó durante un mes un medio, de manera ininterrumpida, con la caravana de migrantes que atravesó Guatemala y México desde Honduras en 2018. Las crónicas que escribió para Plaza Pública fueron reelaboradas y complementadas para el libro Caravana: Cómo el éxodo centroamericano salió de la clandestinidad, publicado por la editorial Debate. «El último viaje de Jorge Alexander» es el primer capítulo del volumen, que divulgamos con la autorización del autor y la editorial.<7em>

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