Con su triunfo no se vislumbra el más mínimo cambio en la situación general. Por el contrario, se ratifica, y seguramente se profundizará, el modelo vigente: un esquema agroexportador basado en la monoproducción azucarera o de palma aceitera, con alta presencia de capital transnacional dedicado a la industria extractiva (minería, centrales hidroeléctricas, petróleo), con una clase trabajadora (urbana y rural) absolutamente sometida, con salarios de hambre y con grupos económicos nacionales mono- y oligopólicos que manejan la economía nacional con criterio de finca semifeudal.
La administración política —cualquiera que sea: con el actual gobierno de Jimmy Morales, saliente el año próximo, y, presumiblemente, también con el futuro gobierno de Giammattei— siempre es sumisa a los dictados de Washington. En esa lógica, el Gobierno de Estados Unidos ha forzado a Guatemala a funcionar como depósito de migrantes irregulares, donde permanecerían a la espera de que el país del norte les dé permiso de ingresar. Eso convierte a Guatemala en un gran campo de concentración para esas enormes masas de población que buscan llegar al sueño americano. Si bien el presidente recién electo afirmó que «habría que revisar ese acuerdo», su historia política y su perfil ideológico permiten pensar que en modo alguno se convertirá en un obstáculo para la Casa Blanca.
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Esta elección fue diametralmente opuesta a la de cuatro años atrás. En aquel entonces se respiraba un clima de movilización ciudadana que, más allá de las posibles manipulaciones que pueda haber jugado la embajada estadounidense con el entonces embajador Todd Robinson, permitió mandar a la cárcel al binomio presidencial Pérez Molina-Baldetti y abrir un momento de crítica social en el cual la lucha contra la corrupción pasó a jugar un papel preponderante. De esa cuenta, articulándose con la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig) y lo desarrollado por el Ministerio Público, la población despertó y comenzó a exigir transparencia. La clase política fue puesta en entredicho, y la movilización ciudadana esperó aquella elección del 2015 con gran esperanza. El entonces elegido, Jimmy Morales, decepcionó luego en su administración, pues todo ese calor anticorrupción terminó extinguiéndose y el mismo gobierno se encargó luego de de expulsar al coordinador de la Cicig, Iván Velásquez, con lo cual prácticamente cerró toda investigación.
En ese marco sociopolítico, la actual elección pasó sin pena ni gloria. Con una increíble profusión de partidos para la primera vuelta (alrededor de 20), el Pacto de Corruptos (empresariado, militares, clase política) cerró filas con un discurso de derecha hiperconservador y reaccionario, sacó de escena la lucha contra la corrupción y criminalizó todo tipo de protesta social. De esa cuenta, para la segunda vuelta, con los dos candidatos que quedaron, Giammattei y Torres, el desánimo y la apatía en la masa votante fueron enormes. De ahí la tan alta abstención.
Sandra Torres, quien durante la presidencia del que fuera su esposo, Álvaro Colom, entre 2008 y 2012, desarrolló una importante labor social como primera dama, para la derecha más recalcitrante constituyó siempre un peligro. Peligro relativo, sin dudas, pero peligro al fin para esa visión cerrada por cuanto ella representaba a sectores económicos emergentes no ligados a la oligarquía tradicional ni al crimen organizado y con un discurso populista, muy tímidamente socialdemócrata. Todo ello le valió la desconfianza de los grupos hegemónicos, al punto de que se la satanizó y se le buscó un presunto pasado izquierdoso-guerrilleril. La sandrofobia así desatada fue creando un clima hostil hacia su persona, que llevó al electorado clasemediero urbano —el que decide las elecciones en la segunda vuelta—a inclinarse hacia el otro candidato.
¿Qué puede esperarse ahora con Giammattei de presidente? Sin dudas, más de lo mismo. O, lo que es peor, lo mismo con más.
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