Desde la primera vez que leí esta frase comenzó a darme vuelta en la cabeza. Es cierto: las mujeres sentimos el sexo diferente que los hombres. Biológicamente hablando, nuestro proceso de excitación es más complejo, como también lo es nuestro orgasmo. Dice Anaïs Nin que la fuente del poder sexual es la curiosidad. Pero esa curiosidad tiene que empezar por nosotras mismas explorándonos y conociéndonos.
También nuestro erotismo es distinto. El erotismo femenino es poético: evoca más las sensaciones y las emociones. Nuestra imaginación nos hace volar de placer, recorrer praderas de poesía, valles llenos de fantasías, bosques y selvas de delirio. Para nosotras, menos es más. Entre menos explícito, más erótico. «El sexo pierde todo su poder y su magia cuando se hace explícito, mecánico, exagerado; cuando se convierte en una obsesión maquinal», dice Anaïs Nin.
Entonces, si sentimos el sexo diferente y vivimos el erotismo de otra manera, ¿cómo no vamos a ser capaces de expresarlo en un lenguaje distinto y único? Mientras a las mujeres nos atraen intensamente los adjetivos y las metáforas románticas, a los hombres los entretienen más los sustantivos y las alegorías pornográficas. La mujer, sin ser poeta, es capaz de cerrar los ojos y describir cada lunar, cada cicatriz estampada en el cuerpo, de aludir al ocaso de colores que salen de los ojos cuando un rayo de sol se posa en el rostro, de revelar ese olor tibio que tiene el cuello en la mañana o de evocar la sedosidad de la piel justo en la curvatura de un torso. Porque para nosotras, dice la literata, «no existen dos cabellos iguales, y tampoco dos olores iguales. No hay dos cutis con la misma textura, y jamás la misma luz, o temperatura o sombra, ni el mismo gesto…».
Por lo tanto, nosotras estamos mejor preparadas para describir con precisión de cirujano un encuentro sexual con ese lenguaje femenino al que se refiere Anaïs Nin.
«[Él] parecía que adivinaba dónde deseaba el próximo beso, qué parte de su cuerpo reclamaba calor. George le paseó las manos por todo el cuerpo, como para inflamar hasta el último rincón con su contacto, acariciándola de nuevo desde los hombros hasta los pies antes de intentar deslizar la mano entre sus piernas, que se abrieron un poco más, hasta permitirle llegar muy cerca del sexo». La Nin.
«Ella sentía abrirse y cerrarse su concha de nácar, su vientre se agitaba, sus piernas se abrían cada vez más. Toda ella pedía que le dieran una estocada. Había llegado el momento anhelado. Con sus grandes manos, él puso con suavidad aquel cuerpo agitado sobre la cama, levantó la cabeza, la miró con sus ojos de rayo y avanzó sobre ella. Venía con su espada desenfundada. La besó en la boca, y ella pudo sentir el sabor a mar que aún reposaba en sus labios. Después vino la estocada. Aquella espada de carne y formas redondas entró firme y sin dudas, deslizándose entre las suaves y húmedas paredes, que la abrazaban como arropándola». Una musa me dictó este párrafo.
Así se cierra esta columna escrita a dos manos, la Nin y la Ugalde. ¡Qué abuso de mi parte!
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