Había visto en redes sociales recomendaciones para protegerse de los gases lacrimógenos. Confieso que, cuando leí esas sugerencias, me parecieron exageradas y por supuesto que arranqué para la zona 1 solo con mi cartelito y una chumpa.
Atravesé la plaza con dificultad porque ya estaba llena de gente. En la ruta me topé con niños, ancianos, familias y un par de personas en sillas de ruedas. El ambiente era bastante parecido al que reinaba años atrás. Sin embargo, al afinar el ojo empecé a notar algunas diferencias.
Esta vez había una tarima principal donde cualquier hijo de vecino podía subir y agarrar micrófono. El único requisito era hacer la larga fila. Todos por igual, y en orden de llegada, iban tomando la palabra. Con poquísimas excepciones, los discursos distaban mucho de ser carismáticos o elaborados. Por el contrario, diría que la mayoría eran soeces y caían en el insulto. Un símbolo distintivo de esta plaza, caracterizada por el florido lenguaje que derramaban los ciudadanos. Nada de extrañar, por supuesto. La gente está cansada del abuso y de la corrupción de los gobernantes y expresa su insatisfacción con rabia.
Pero había algo más que destacaba en esta plaza: allí había pueblo. Me atrevería a decir, a ojo de buen cubero, que la mayoría de los asistentes eran personas de estratos sociales medios y bajos. Nada de extrañar tampoco, considerando que son los más afectados por el covid, el Eta y el Iota.
El coronavirus dejó a muchas personas sin empleo, con deudas, y seguramente muchos de los allí presentes han tenido que llorar a un ser querido que perdió la batalla contra el virus. La mayoría no ha tenido el privilegio de quedarse en casa ni ha recibido la prometida ayuda del Gobierno. Mientras se juega su salud en la calle y sufre sus miserias, escucha que se perdieron 135 millones de quetzales en el Ministerio de Comunicación, que la FECI encontró 122 millones de quetzales metidos en maletas, que el libramiento de Chimaltenango es un fraude y que los diputados se recetan millones para comprar comidas y licor. Los jugos gástricos y la bilis se le alborotan cada día con esas noticias.
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El Eta y el Iota también hicieron lo suyo y dejaron una estela de muertos, miles de damnificados, poblaciones aisladas y campesinos que perdieron sus cultivos y sus casas. El covid azotó más a las ciudades. En cambio, las tormentas afectaron más al campo. La pobreza en las zonas rurales se volvió miseria absoluta. La ayuda que llega no es suficiente. Las inundaciones arrasaron con todo, pero dejaron la rabia y la frustración.
En la madrugada del miércoles, el presidente y su bancada decidieron aprobar, a toda prisa y sin debate, un presupuesto que no pone de primero a la mayoría empobrecida, y esta fue la gota que derramó el vaso.
La plaza se llenó de todos los excluidos y olvidados, de los que ya no tienen nada más que perder porque lo han perdido todo, hasta el miedo. Por eso gritan con rabia, insultan y piden con hartazgo que las cosas cambien.
Giammattei y su ministro de Gobernación deciden reprimir las protestas. Darle palo a esa plaza llena de furia contenida no solo fue inhumano e injusto, sino también algo muy estúpido. Casi 40 personas detenidas, brutalmente golpeadas y tratadas como terroristas, aunque después salieron libres por falta de mérito, pero ningún juez dictará que se les sanen sus heridas físicas y emocionales, porque estas quedarán ahí por mucho tiempo. Dos jóvenes perdieron el ojo izquierdo por los impactos de las bombas lacrimógenas, y a muchos les sigue importando más un edificio. La infraestructura se repara y queda igual, pero a estos jóvenes no hay poder divino que les devuelva sus órganos.
Cuidado, presidente. Esta plaza tiene hambre, ha sufrido y tiene enojo. No es la misma. Se cansó de recibir las migajas que se le caen del plato a los de arriba.
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