La violencia es siempre condenable, aunque haga parte consustancial de la dinámica humana. Es «la partera de la historia», se ha dicho con razón. La cuestión es cómo la procesamos, la valoramos. Está en la raíz misma de nuestra humanización: la primera obra humana fue una piedra afilada, un arma. Sin embargo, según se la aprecie, pareciera que hay violencia «buena» y «mala». ¿Los 25 misiles nucleares de Norcorea son un «peligro para la humanidad» y los 5,000 estadounidenses protegerían la «democracia y la libertad»?
Estados Unidos se siente con el derecho natural de hacer cuanto se le ocurra, de marcar el ritmo de todos los demás países del globo, imponiendo su mandato sin obstáculos. Si así fue durante la Guerra Fría, desaparecida ésta se sintió dominador absoluto de la situación.
No se puede hablar de «malicia», pues en el ejercicio del poder no hay consideraciones moralistas: «el que manda, manda. Y si se equivoca, vuelve a mandar», reza un refrán popular. Estados Unidos, habiendo alcanzado un poderío abrumador el pasado siglo –hoy en decadencia– se sintió poseído de un supuesto «destino manifiesto» que le obligaba a llevar la «luz de la civilización occidental capitalista» por todos los confines del planeta. Hay ahí una arrolladora cultura de violencia normalizada.
Así el país siente como algo natural su sangrienta historia de conquista, invasiones y masacres. Sobre la sangre derramada de miles de nativos se construyó la leyenda del «avance del progreso», masacrando pueblos originarios y robando territorio a México.
Igualmente considera normal su papel de gendarme en el mundo, desplegando alrededor de 800 bases militares en el planeta, llevando a un grado inaudito la cultura bélica. Las películas se encargan de tornar eso como algo digerible y «necesario», ante la «barbarie»: ayer comunista, hoy musulmana o de los narcos latinoamericanos.
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En nombre de la «libertad» –quimera centrada en un hiperindividualismo obsceno que hace de cada yo individual el centro del mundo–, la cultura que se generó en la sociedad estadounidense hizo de esa fantasía el núcleo de la vida. Según la Segunda Enmienda constitucional se reconoce el derecho de todo ciudadano a poseer y portar armas de fuego, protegiendo así su «libertad». Por lo pronto, este país tiene más armas en manos de civiles (350 millones de ellas) que población (334 millones).
Gracias a la misma se logra que en cada tienda de la esquina se pueda comprar un arma, incluidos fusiles automáticos como el AR-15, el más empleado en las recurrentes masacres que cada semana enlutan a la población. Lo tragicómico del asunto es que su clase dominante tiene el despreciable descaro de hablar de la violación de los «derechos humanos» en otras latitudes.
La violencia campea por cada rincón del territorio estadounidense. Es el único país del mundo donde la población civil, con beneplácito de las autoridades, forma milicias armadas para evitar el ingreso de migrantes irregulares a través de su frontera sur, literalmente cazándolos. Es, además, el único país que se permitió usar armas atómicas contra población civil no combatiente.
Su maquinaria cultural refuerza a diario esta cultura supremacista, blanca, patriarcal. La idea de cowboy indestructible, eterno ganador, se enquistó en el imaginario social de la población. Su clase dirigente, portadora de esta ideología triunfalista, entroniza la violencia a niveles demenciales. En nombre de su bienestar –que siempre presupone el malestar de los no-iguales– se permite masacrar a quien se le ponga delante. Pero… las cosas no son eternas. Algo está cambiando ahora en el mundo. La supremacía del dólar comienza a resquebrajarse y sus armas ya no son las únicas potentes. La historia sigue y la violencia continúa siendo su partera.
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