Estaba cansado de estar cansado del país en el que me tocó crecer. No fui víctima directa de la violencia. No migré por hambre ni por falta de trabajo. Tampoco me tocó aguantar largas jornadas en circunstancias precarias para tener una cama donde descansar. Mi cuerpo ignoraba cuánto pesa el vértigo de la incertidumbre y de la angustia por hacerlo todo y no lograr el sustento.
Ajeno a la realidad de las mayorías, me fui con el respaldo de la familia, enfrascado en el anhelo de una vida aún más cómoda, en la que salir de casa no implicara toparme con la miseria, el revanchismo y la tristeza. Sin embargo, la perspectiva se vistió de distancia y la vida asumió la tarea de hacerme sentir el vacío de la soledad y de la carencia.
Me tomó algunos años reconocer que ese pleito con el país era un pleito conmigo mismo. Volví porque solo aquí podía resolverlo siguiendo el trazo del miedo a mi propia historia e identidad, que también resultó ser el miedo a la historia de Guatemala. Conciliar esos temores fue desenrollar una vieja venda que descubre una herida dolorosa que suplica oxígeno para curarse.
El juicio por genocidio llegó a su punto final, y lo único que recuerdo con lucidez fue la acción espontánea de asistir unos meses después a un foro de Plaza Pública en el que escuché por primera vez a Irmalicia Velásquez. Sus palabras me mostraron la ruta. Ese mismo camino que Nebbia cantaba con claridad: si la historia la escriben los que ganan, eso quiere decir que hay otra historia, la verdadera historia.
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Dos años después caminaba hacia una plaza llena de gente, empapado por la lluvia, a gritar mi hartazgo con lágrimas y a sentirme acompañado en mi palabra disidente, como escribió Villatoro. Así transitamos hace cinco años de #RenunciaYa a #JusticiaYa. Desde esa nueva trinchera creció mi apetito por entender la historia de Guatemala, la verdadera, que también es mi historia: la historia del movimiento constante y del trago amargo de la identidad desarraigada que nace de posiciones enfrentadas en la Colonia, en la Guerra Fría, en la guerra interna, en la captura del Estado y en la lógica del mercado.
No ha sido fácil. Acercarme a la historia del país ha implicado acercarme a la historia de mi familia, de la ciudad de Guatemala y de Cobán. A mi propia historia, plagada de contradicciones y lagunas. Historias que no están aisladas. Se entrelazan y, a la vez, están conectadas a los últimos 100, 200 y 500 años. Así lo conversábamos hace unos días con amigas y amigos del Instituto 25A y de Catafixia al recordar los 100 años de la caída de Manuel Estrada Cabrera, en el marco de la iniciativa 100 Años en Movimientos. Resulta problemático, arriesgado y desmovilizador no conocer nuestras propias historias ni las de quienes han quedado relegadas y relegados en la narrativa hegemónica: mujeres, pueblos indígenas, obreros, pequeños comerciantes y tantos otros grupos y comunidades. Esa historia que sistemáticamente nos ha sido negada.
Somos un país al que le cuesta producir memoria tangible que sea testigo de quienes nos antecedieron y quedaron en el anonimato: memoria de quienes pusieron el cuerpo para hacer brillar la estrella de su generación en esta constelación de luchas y resistencias que encararon la injusticia con dignidad. La historia provoca miedo en Guatemala, por lo que nos quedamos con la versión que conviene a quienes necesitan que nada cambie y tienen el poder para ello. Es un miedo que han perpetuado en lo íntimo de nuestras vidas y comunidades y que debemos aprender a transitar para volcarnos a la práctica individual y colectiva de reconocer nuestra historia, disputar la narrativa y transformar la realidad. Se trata de asumir con dignidad nuestro lugar en la constelación de las luchas que debemos librar en este momento singular de la historia.
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