Esta acción publicitaria —en el marco del bicentenario— provocó diversas reacciones. A pesar de las críticas en algunas redes sociales, no hay duda de que la cadena de supermercados (y su agencia de publicidad) celebraron el alcance que tuvo, pero ¿a qué costo? No es novedad que las grandes corporaciones utilicen el patriotismo como táctica de posicionamiento de sus marcas y apelen a un sentido de pertenencia fabricado a golpe de campañas publicitarias millonarias y de financiamiento de proyectos políticos alineados a sus intereses.
En el Instituto 25A, a través del Laboratorio de Narrativas, hicimos una revisión histórica de lo que sucedió hace 200 años en Guatemala y un diagnóstico de las narrativas dominantes en ciertos segmentos de la población capitalina sobre el mes patrio y el significado del bicentenario. De este proceso, bajo la coordinación de Andrés Quezada, hay dos cosas que se quedaron conmigo: realmente no conocemos cómo fue el proceso de independencia —por lo que conmemoramos algo que no es como nos lo contaron— y lo poco difícil que es trazar la línea histórica, hasta nuestros días, de las distintas maneras en las que se nos ha impuesto la narrativa oficial de lo que debería significa ser un buen guatemalteco, especialmente durante septiembre. Una narrativa que se sigue aprovechando de nuestra búsqueda de sentido y de pertenencia para preservar cierto control político, étnico y social mientras las ventas aumentan.
Un ejemplo de ello es que la independencia como ideal surgió hace más de 200 años desde los sectores medios [1], pero fue hábilmente aprovechado y tomado por los grupos criollos (de la rama comerciante) para su propio beneficio. Muy poca gente conoce estos hechos, ya que usualmente, según nuestra revisión histórica, «han sido la Iglesia, el Estado o los dueños de los medios de producción quienes han financiado los esfuerzos historiográficos más completos, serios o ambiciosos. Es a través de estos esfuerzos, luego proyectados desde la propaganda oficial —que a su vez es corporativa, tratándose de un Estado capturado— y la educación pública (o más comúnmente su ausencia), que han instalado las narrativas que justifican su dominación».
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Es comprensible que indagar en esto provoque vértigo o quizá escepticismo. Estos vacíos son justamente los que busca llenar la narrativa corporativa, que da una central importancia a la reivindicación nacional de los logros de individuos guatemaltecos que han conseguido éxito o reconocimiento externo. Al hacer esto se refuerza la ideología individualista del proyecto liberal nacionalista. Esto también pone sobre la mesa la discusión del tipo de Estado en el que vivimos: ¿para quiénes funciona?, ¿sobre qué y quiénes está construido?, ¿existen alternativas?, ¿qué tipo de Estado deseamos y necesitamos?, ¿quiénes se oponen a ello y cómo han reprimido su desarrollo?
Esto no quiere decir que no existan buenos referentes históricos (y actuales) que aporten sentido a nuestras aspiraciones por un país distinto. Después de todo, llevamos un vínculo inextricable con el hecho de haber nacido y crecido en este lugar. Cardoza y Aragón escribía en Guatemala, las líneas de su mano (1955), desde el exilio: «No creo ser patriotero ni sentimental: simplemente se me reveló entonces, de nuevo, cuán definitivos son la niñez y el dominio de la tierra» Así, a las puertas de este cuestionado bicentenario, es un buen momento para investigar qué pasó realmente hace 200 años y quiénes (y cómo) nos siguen imponiendo una narrativa que poco tiene que ver con la autonomía y el bienestar de los pueblos que habitamos este país. Quizá la próxima vez que escuchemos el himno en un supermercado nos sintamos interpeladas e interpelados para preguntarnos qué tanto nos acerca este a la construcción de un país donde todas las personas y todos los territorios vivamos con dignidad y con libertad.
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[1] En 1808, los artesanos del barrio San Sebastián, en la ciudad de Guatemala, protestaron a los gritos de «abajo los chapetones» y «viva Guatemala libre».
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