Pánico.
Como si, de repente, estuvieras en tu casa y las puertas del edificio se abrieran en un solo movimiento y por ellas entrasen marchando tipos con botas altas y uniformes oscuros, la mirada fiera y los ojos acerados. Un ejército de ocupación en tu domicilio, quitando y sacando gente de sus comedores, alineándola en los pasillos, ladrando órdenes y señalando la nueva marcha. Que ya no se podrá hacer esto, que ya no se podrá tener lo otro.
El temor es paralizante y el temor absoluto, distópico. De modo que ante esos horizontes tendemos a buscar la normalización —un treat de la razón— de los personajes disruptivos. La necesidad de supervivencia nos empuja a pasteurizar el peligro. Como somos parte de cierto tipo de sociedad, vemos con preocupación que voces antisistema hablen de la destrucción del statu quo, pero de inmediato procuramos convencernos de que eso no sucederá, porque nadie en su sano juicio, nos diremos, quiere acabar con las cosas buenas. Somos animales, pero animales profundamente especulativos. Ante el miedo, nuestros primos más básicos en la pirámide, huyen o atacan; nosotros, monos superiores, incorporamos a eso acomodar las expectativas. Más de una vez decimos que la tormenta que se avecina no es tan grave así que no es necesario guardar las cosas, acabar la fiesta. “La felicidad”, decía George Orwell, “sólo puede existir en la aceptación”.
Yo siento pánico. Mi decisión de racionalizar, mi expectativa por que Donald Trump no sea lo que supongo que es, es baja. Recaigo en ella una de cada diez veces; el resto del tiempo tengo los músculos tensos. No vienen buenos tiempos. Trump construirá un universo encima de las cenizas intelectuales de nuestro, Bobbio dixit, multiverso. No hay razón para creer que la virtud y la moral empujan a Trump. Alexis de Tocqueville decía que el Experimento Americano basaba su excepcionalismo en la idea de inclusión, no en la tiranía de las mayorías. Trump impondrá su ley, no los consensos. Es, al decir de David Ignatius, el Maquiavelo americano: “Para Maquiavelo, el liderazgo tenía que ver con el ejercicio decisivo del poder, no con la moralidad. La tarea del príncipe era crear un estado fuerte, no necesariamente uno ‘bueno’”.
El ejército de asalto de Trump quemará los libros; lo que conocimos debe dejar de existir. El relato de Obama —cuya reelección Trump calificó de “tragedia”— ha de ser borrado de la Historia —y eso es un imposible, por supuesto, pero ese enemigo común a repeler amalgamará voluntades por un tiempo. Su retórica electoral no dejó dudas: si vio un desastre en la administración Obama, si por treinta años los políticos no fueron capaces de resolver los problemas, la Revolución Trump —como la denominan sus seguidores, sobre todo los nacionalistas y supremacistas blancos— debe barrer con todo.
El problema inherente a las pretendidas reinvenciones de las naciones es que suelen fracasar y dejan a esas mismas naciones que procuraban relanzar uno o dos escalones por debajo del punto de partida en que las tomaron los mesiánicos. En términos económicos, no hay una sola voz —ni una— que proyecte demasiadas expectativas de éxito a las ideas de Trump. Sus votantes acabarán frustrados otra vez —o peor— como con otros políticos pues sufrirán de manera directa las consecuencias de las acciones de su gobierno. La política en materia de comercio exterior provocaría una contracción en el empleo privado de casi 5% en dos años. El plan tributario de Trump ampliará el déficit —nada extraño cuando se trata del GOP, que en la oposición se exhibe como soldado espartano del presupuesto equilibrado pero en el gobierno es un emperador romano del gasto— y alguien ha de pagar las exenciones a los más ricos, vía consumo o mayor carga personal. Trump tiene mucho por ganar si lanza un plan de infraestructura billonario de inmediato, pero aún cuando el público festeje las obras que movilizarían el mercado interno, queda una gran pregunta republicana: ¿habrán controles suficientes para evitar que los megaproyectos no desaten una fiesta de corrupción que avergonzaría hasta a los autócratas del subdesarrollo?
Fuera del dinero, que suele dar alas a los tiranos cuando las cosas van bien, hay un problema aún mayor: la convivencia misma. Los primeros micro atentados —insultos, ataques personales— preanuncian una resistencia mayor a las personas diferentes. Y diferentes han demostrado ser los objetos de esos atentados: latinos, una chica musulmana, varios muchachos negros. En Arizona, varios niños en las escuelas han preguntado a sus maestras si podrán volver a clases. Un muchacho afroamericano preguntó a mi hijo si volveremos a México —él cree que somos mexicanos—, una posibilidad que le angustia, dice, porque Matteo es su amigo. Un hombre blanco mayor insultó a una periodista brasileña que trabaja para The New York Times en el suroeste del país porque hablaba en español por su móvil. Un jardinero me dijo algo parecido. Y el joven que trabaja con él. Un vecino de origen mexicano, profesor universitario, meneó la cabeza cuando le pregunté por lo que se viene. Lo ven raro, dice. Lo miran raro. O tal vez él ya está paranoico, dice, porque tras veinte años viviendo en el país es la primera vez que siente con tanta intensidad que él es extraño.
Paranoia y miedo erosionan el pegamento de las relaciones sociales, la confianza en El Otro. Quien se siente atacado deja de tener una vida normal, pasa a existir en el sobresalto y la expectativa profética de lo peor. Y lo peor ya ha estado sucediendo y ante nuestros ojos: seguidores de Trump han golpeado a personas, comenzando por un migrante ecuatoriano que dormía en las calles de Boston a mediados de 2015, siguiendo por un hombre negro en un mitin en North Carolina en marzo de 2016. Trump condenó a regañadientes los ataques de Boston, nunca dijo nada sobre el asalto al hombre negro —unos minutos antes se jactaba del malevaje de antaño.
Uno de esos ataques del pasado —el golpe a un protestante negro— fue protagonizado por un anciano (que acabó procesado), pero una buena proporción de la violencia pasada y actual tiene como promotores a jóvenes y adolescentes. Uno podría acostumbrarse a los ancianos detrás de Trump, al cabo, eso pone un límite natural a los apoyos, condicionados por la expectativa de vida. Pero las ideas no mueren, por supuesto, y los planteos trumpianos —ese mazacote de dislates horribles— serían un problema cada vez mayor si detrás de ellos se aglutinan generaciones más nuevas, entre los veinte y los cuarenta años. Quien tiene a los niños, tiene el futuro de la Historia a mano: argamasa para moldear. Hoy, una Juventud Trumpiana, dada la retórica del jefe, no sería ninguna buena noticia para la salud democrática de Estados Unidos.
Los avances sociales pueden ser borrados del mapa por la nueva derecha de Trump. El legado de Obama puede desaparecer como si no hubiese existido. Trump no es un político normal sino un hombre acostumbrado a tomar las decisiones sin supervisión ni balances, a no rendir cuentas a nadie ni a explicar por qué las toma. Su show de TV era sintomático: Trump se deshacía de la gente sin explicar demasiado. Si un presidente se mide por la vastedad de su intelecto también es reconocible por la gente que elige para acompañarlo; en el gabinete de Trump encajaría sin roces el Senador Palpatine. Uno de sus asesores principales de la transición en temas migratorios, Kim Kobach, es el responsable de la restrictiva ley migratoria de Kansas, un halcón intransigente —tal vez una denominación usual e inexacta pero definitivamente práctica, pues el halcón es un ave rapaz que mata con precisión. Los responsables fiscales son contadores resecos: tanto entra, tanto sale. El neonazi Steve Bannon, un antisemita confeso, será el jefe de estrategia de Trump y pocos dudan del regreso del tosco y autoritario Corey Lewandowski, uno de sus ex jefes de campaña. La discusión al interior del gabinete en las sombras de Trump es tan violenta que Eliot Cohen, subsecretario en el Departamento de Estado de Condoleezza Rice, llamó a otros conservadores a “quedarse lejos”. “Esto va a ser feo”, tuiteó.
Vienen tiempos difíciles. Me temo que el proceso de un mundo con reglas de acero será real, con mayor o menor profundidad. La clase política y los intelectuales a menudo han subestimado las tendencias autoritarias como si tuvieran un sacerdote interior clamando por dar una oportunidad a la redención de los malos. La periodista y activista rusa Masha Gessen, una opositora firme de Vladimir Putin, llamó en The New York Review of Books a tomar a Trump, un autócrata, a face value: “Creánle. Quiere decir exactamente lo que quiere decir. Cuando se encuentren pensando, o escuchen a otros reclamar, que está exagerando, esa es nuestra tendencia innata a buscar la racionalización”. “Las instituciones”, escribió, “no los salvarán. (…) Muchas de esas instituciones están enclaustradas en la cultura política más que en la ley y todas —incluidas las que están consagradas a la ley— dependen de la buena fe de todos los actores para cumplir con su propósito y defender la Constitución”.
Hay demasiado en juego. Tomó décadas a las organizaciones civiles conseguir que los argumentos en favor de las minorías sean comprendidos y me temo que esa es una compresión aún frágil, no una batalla definitivamente ganada. No estoy seguro de que el conjunto de la sociedad americana haya asumido que heteros y gays somos iguales. Me temo que los derechos de las personas musulmanas penden de un hilo y que los latinos no la pasarán nada bien, sospechosos de ocupar un lugar que no merecen. No tardará en fluir, oficializada, la denominación de migrante ilegal en reemplazo de indocumentado, un término que ni siquiera había conseguido ganar la mente y el corazón de las mayorías. Ni los negros, que tienen sus batallas dadas y han llevado al presidente más progresista del último medio siglo a La Casa Blanca, pueden considerarse tranquilos. El aire ya se supone más pesado.
Trump es sangre fresca para el sistema sanguíneo de los peores ejemplos de la humanidad. La derecha extremista, los nacionalismos fanáticos y el racismo tienen candidatos renovados en Europa. Francia, Austria, Alemania e Italia soportan la presión creciente de una derecha cavernícola. Una nueva Edad Media política podría ser inaugurada con un simple mandato —no ya una reelección— de Trump. Una Corte Suprema de Justicia conservadora es todo lo que se necesita para oficializar el pensamiento retrógrado. Las cámaras oficialistas, apenas distinguidas hoy de Trump por minucias ideológicas, pueden legitimar el desguace de programas críticos para la salud de la sociedad. Mayor militarización de la policía, caza de brujas de inmigrantes, segregación ideológica y religiosa: The Dark Ages pueden estar a la vuelta del año.
Winter is coming.