Pero vivimos el tiempo de las «represalias». ¡Cuánta razón tiene Leily Santizo! Es un tiempo marcado por la venganza y ésta es motivada por quien se sintió humillado o, peor, amenazado. Es el tiempo donde pareciera que cualquier denuncia procede, donde cualquier sin razón es válida para proteger el privilegio y el robo a los bolsillos del Estado. Cualquier medio es legítimo para mantener la impunidad, cualquier precio se paga para asegurar la corrupción. Toda represalia es permitida en silencio por familias de «buenos» apellidos y abogados de bufetes elegantes.
Entre lo poco evidente, resaltan tres obviedades. Primero, la amalgama de perfiles de redes sociales que responden a la intimidación y el desprestigio, que usan un léxico bélico, reivindicando mecanismos de guerra sucia que lastimaron a miles de familias. Usan infantilmente emojis de combis para evocar la criminal panel blanca, gifs añejos de películas de guerra gringas y se regocijan hablando de «pollos al horno». Siguen, acosan y publican sin ningún resquemor, momentos diarios de fiscales y de juezas. Se llaman a sí mismos «héroes», estandartes de la familia y de la vida y, enceguecidos por la venganza y la represalia, se alegran de un «halcón caído». ¿Dónde, en todo eso, se habla de justicia? Pero, aún, ¿dónde hablamos de democracia?
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Además, el caso de Leily Santizo está en reserva, poco se conoce de él. Una fundación se arroga la autoría de la denuncia. Ante la escasez de información, vale preguntarse cuál es el mérito de la denuncia, o bien, del denunciante. Por supuesto que el silencio da espacio para atar cabos: las evidentes conexiones que dicha fundación mantiene en el despacho de la todavía Fiscal General, los intereses de impunidad que esta fundación representa y el posible apoyo en la persecución a abogadas vinculadas a la lucha contra la corrupción, son elementos que se ciernen en medio de la elaboración de una nómina de seis nombres para el siguiente período en el Ministerio Público.
Por último, hay una doble función en el caso de Leily Santizo y de otras voces disidentes que han sido perseguidas haciendo mal uso de la justicia guatemalteca. Por un lado, los procesos penales abiertos buscan inmovilizar liderazgos y organizaciones sociales y, por otro, infundir miedo en cualquiera que busque canalizar la indignación provocada por tantos problemas que compartimos en este país. Así, esa articulación perversa entre organizaciones que fundan terror, fiscales y jueces que lo permiten y netcenters que lo divulgan, se convierten en una estructura que arremete contra cualquier posibilidad de futuro democrático en Guatemala. Por lo tanto, le roban a usted, a mí y a las generaciones que están por venir, el medio para alcanzar condiciones de vida digna en el presente inmediato y en el futuro.
La política de la represalia –hermana de la política de corrupción y de privilegio– es antónimo de la democracia. Si hay quienes viven en el tiempo del golpe de Estado y del autoritarismo, de la desaparición forzada y las listas de persecución, es precisamente porque no han estado a la altura de las reglas de la democracia que se habían venido consolidando con mayúsculos desafíos en las últimas décadas. Han debido, en las sombras, comprar el juego a los jugadores, y las reglas de la política nacional. Y a eso le llaman «democracia», «estado de derecho», «desarrollo» y «justicia». Todos ellos, tan llenos de odio, no buscan dialogar, pues pertenecen a otro tiempo. Necesitan del sojuzgamiento, del silencio y del olvido.
Pero en este país nunca se ha dejado de luchar, ni de denunciar y de señalar lo que parece democracia, pero no lo es. No olvidamos a quienes buscan oprimir y silenciar. Ni antes, ni ahora.
A Leily Santizo, toda mi solidaridad.
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