¿No se habrán dado cuenta de que, producto del fortalecimiento en el plano jurídico, contamos con el andamiaje mínimo para ayudar a develar las estructuras criminales que han sido solapadas por administraciones a las que ellos mismos les han apostado más de la cuenta? ¿Seguirán sin asumir su responsabilidad histórica de ser los principales erosionadores de la institucionalidad pública y, por ende, de ser quienes propiciaron la creación de estructuras paralelas tipo La Línea, por ejemplo? Quizá a lo que ahora apelan es a desplegar nuevos instrumentos para repotenciar ese malogrado aparato y quieran darle respiración boca a boca, pese a que hace rato se decretó su muerte por inanición, luego de que desde diversos frentes se lo ha cooptado, se le han restado competencias, se han reorientado sus recursos y se han descabezado los cuadros técnicos.
La institucionalidad democrática (los impulsores del Enade la querrán sin apellido) es el resultado de una construcción sociopolítica y jurídica, por lo que no cabe el reduccionismo de pensar en su diseño solamente para salvaguardar los derechos de unos cuantos. De ahí que conceptos como la seguridad jurídica sean, en realidad, grandes corredores engañosos y resbaladizos por donde lo que en realidad transita es el reino de dejar que las cosas pasen sin límites. Bajo ese postulado se han construido las instituciones, que han servido para alentar que haya privilegios, que la justicia sea parcializada, que el Congreso sea el reducto por excelencia para hacer del erario público la gran apuesta y que las municipalidades también hayan sido convertidas en otro sitio para los negocios espurios. Ese modelo se ha resquebrajado desde su interior. Ha hecho implosión. Seguir insistiendo en reanimar ese monstruo de mil cabezas implica resignación y al mismo tiempo minimizar el impacto de los acontecimientos que nos rodean desde abril.
Apostarle a un nuevo diseño institucional requiere precisamente de esfuerzos totalmente distintos al Enade, donde un sector o parte de él quiere seguir erigiéndose en el salvador, en el unificador de las tensiones, en el portavoz de las buenas nuevas. Así no construyen nada esos sectores de poder que, luego de las depravaciones conscientes que han generado década tras década, ahora quieren iniciar acciones de mitigación.
Así como la calidad de una democracia se demuestra en la capacidad que esta tenga de asegurar a los ciudadanos sus derechos económicos y sociales básicos para tener una vida digna, así también otro indicador indispensable es contar con un conjunto de instituciones sanas, independientes, con capacidad de afrontar presiones, que no sean un reducto para el control de los vociferantes. Manuel Ortega Hegg precisa que «la institucionalidad democrática es producto de arreglos eficaces que garantizan en lo fundamental que la sociedad y el Estado convivan sin desconocer los conflictos, los desacuerdos y las tensiones que son propios de la pluralidad política y cultural». Si compartimos esa imagen objetivo, resulta profundamente absurdo invitar al expresidente español José María Aznar, personaje cuestionable que dejó profundas huellas de corrupción y desestructuración en el Estado, legado totalmente contrario a lo que pretendemos erigir en Guatemala.
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