Paralelamente, en el encuentro anual de la Plataforma Global para la Reducción del Riesgo de Desastres, nuestra sociedad fue declarada un «modelo de resiliencia comunitaria» gracias a los proyectos que se han ejecutado en los últimos años. Ambas noticias parecen contrastar severamente con un panorama desalentador, en el que las malas noticias están a la orden del día.
¿Cómo interpretamos ambas noticias? El escepticismo entre los analistas que conozco es marcado, lo cual hace que pasemos por alto lo que ambos datos nos están diciendo para el conocimiento de nuestra realidad. Durante muchos años me negué a pensar en tales informes por considerarlos inútiles o al menos francamente frívolos. Sin embargo, durante los últimos meses he estado investigando el tema desde una perspectiva académica y ahora creo estar más preparado para ofrecer una primera interpretación en el afán de develar el misterio. ¿Cómo podemos ser una sociedad feliz y resiliente?
Para empezar, he de confesar que empecé conectando estos datos con las reflexiones que he venido realizando desde hace más de diez años sobre el tema de la institucionalidad y la anomia del Estado. Así, la primera pregunta que surgió fue: ¿cómo se construyen las expectativas del futuro y las relaciones sociales en un entorno institucional incierto, anómico? Los especialistas han determinado un concepto para responder a tal interrogante: en ese contexto se tiende a desarrollar una anomia asiliente, que se define como una suerte de «incompetencia aprendida». Es decir, los individuos se acostumbran a la posibilidad del fracaso, a la certeza de la incertidumbre, a la sensación de desamparo y de miedo al futuro, el cual siempre se visualiza con cierta preocupación.
La evidencia recopilada a lo largo del proceso de investigación que he realizado durante este año apunta a explicar cómo tal anomia asiliente o incompetencia aprendida puede ser confundida con la felicidad y la resiliencia, tal como la conoce la literatura dominante.
Las entrevistas a profundidad que he estado realizando para el proyecto Convivimos parecen confirmar tal apreciación: las personas situadas en entornos considerados insalubres y peligrosos terminan desarrollando estrategias individuales, familiares y comunitarias para absorber la realidad circundante, lo cual es considerado como el primer estadio de la resiliencia, en el cual aceptamos que vivimos no donde queremos, sino donde Dios quiso colocarnos.
Una segunda capacidad resiliente es la posibilidad de, una vez aceptada la realidad, empezar a adaptarnos de forma creativa al entorno para minimizar el riesgo y potencializar las posibles ventajas del entorno. En tales circunstancias cobra especial significado el nivel de organización y el tipo de liderazgo con que cuenten las comunidades, además de los posibles apoyos institucionales o empresariales que puedan estar disponibles de forma inmediata.
El tercer estadio de la resiliencia, tal como enfatiza la literatura especializada, es la definida por la transformación de los problemas de corto, mediano y largo plazo. Es la que casi nunca se realiza, ya que para ello es indispensable contar con todo el apoyo del Estado y de la sociedad en su conjunto. Y en el contexto de un Estado capturado por intereses espurios y egoístas, tal posibilidad está designada solo para unos cuantos casos que niegan la posibilidad al resto.
Los chistes de mal gusto que se reproducen todas las semanas en las redes sociales sobre los casos de alto impacto son un indicador del grado de anomia asiliente. Se ha estabilizado en la mente de muchos ciudadanos la trivialización del dolor, de la muerte y de la corrupción en un recital de humor negro de muy mal gusto. Lamentablemente somos uno de los países más felices no porque hayamos superado los problemas, sino porque nos hemos ido acostumbrando a vivir en el desmadre: lo retorcido, lo prohibido y lo anómico para otras sociedades está normalizado en la nuestra.
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