Una primera reacción —quizá la más generalizada— fue una mecánica y sentimentaloide respuesta violenta: ¡pena de muerte para los mareros! El hilo se corta siempre por lo más fino. Sin querer en modo alguno dulcificar o aminorar la conducta antisocial de los pandilleros que provocaron la masacre, lo importante es intentar entender el fenómeno en su totalidad. En ese sentido, entonces, los hechores materiales, los jóvenes que operaron las armas (¡por Q200!, según se dijo), son el último eslabón de una larga cadena.
Las maras, se sabe, son un síntoma social producto de una sociedad desgarrada, empobrecida hasta la médula y con una monstruosa historia de violencia a sus espaldas. Pero más desgarrador y patético que todo eso es la utilización que pueden hacer de ellas los llamados poderes ocultos: grupos criminales que operan en el ámbito de una opaca dimensión política, enquistados en estructuras del Estado.
¿Por qué sucedió la matanza del hospital Roosevelt? ¿Quién es el responsable? En todo caso, no hay un culpable único: es una sumatoria de causas, histórico-estructurales en un caso, coyunturales en otro, interactuando todas. Quizá sería más útil preguntarse, dado que este es un hecho que supera la mera crónica policial y alcanza ribetes políticos, si alguien se beneficia de todo esto. La población común definitivamente no. ¿Habrá otros actores beneficiados?
Analizando acuciosamente los hechos, se encuentran más preguntas y dudas que respuestas convincentes. Por lo pronto, es preocupante encontrar que el reo finalmente rescatado fue trasladado al hospital para un examen de sangre. ¿Mala práctica o complicidad?
Sin la más mínima intención de apelar a teorías conspirativas (ese día casualmente se daba, al mismo tiempo de la matanza, el sobreseimiento del caso Bufete de la Impunidad y quedaban libres la magistrada Blanca Stalling y la exdirectora del hogar seguro Anahí Keller), hay datos que abren interrogantes. Quizá no haya vinculación entre ese sobreseimiento y lo que estaba sucediendo en el hospital, pero, sin dudas, hechos de la magnitud del sucedido en el Roosevelt no pueden entenderse solo como casualidades.
Lo cierto es que la violencia descontrolada continúa en el país. Y eso, más allá de pomposas declaraciones, tiene una lógica. Tal violencia va de la mano de la corrupción y de la impunidad reinantes. La ineficiencia del Estado —que sin dudas la hay— es un corolario de esa corrupción y de esa impunidad. Enviar un preso a un hospital público solo para un estudio hematológico es una expresión de todo ese paquete: ¿ineficiencia, corrupción, Estado debilitado? Se había dicho que eso no volvería a suceder, teniendo en cuenta anteriores experiencias (una matanza similar en el hospital San Juan de Dios). ¿Por qué sucedió? Es evidente que la satisfacción de la población es lo que menos interesa. ¿Sucedería esto en un hospital privado de jerarquía? ¿No es posible atender una situación similar en la enfermería del centro carcelario?
Resulta significativo también, y refuerza la situación de corrupción e impunidad —que no es sino otra forma de demostrar la violencia en que seguimos viviendo—, cómo puede operar un grupo criminal. Eso evidencia la catástrofe social que nos envuelve. ¿Quién puede matar por encargo por 200 quetzales? ¿Qué opción tiene un joven de las (mal llamadas) zonas rojas? Sobrevivir penosamente —si consigue trabajo—, emigrar de ilegal ¿o la mara? Es cierto que no todo joven de estas zonas ingresa a una pandilla (contrariando el prejuicioso mito dominante), pero la puerta para la transgresión está siempre abierta (recordemos que personas que no vienen de barrios marginales también transgreden, pero, por vericuetos de la ¿politiquería?, al mismo tiempo de la masacre, otras estaban saliendo en libertad en la Torre de Tribunales). La desesperación social reinante (la catástrofe humana latente, podría decirse) permite que por 200 quetzales se pueda ir a matar.
La violencia, la cultura de muerte y el desprecio por el otro están enraizados en la historia del país. Los 245 000 muertos de la guerra son una pesada y no procesada herencia que aún cuenta mucho. La impunidad que se desprende de eso (¿quién se hace responsable de tanto crimen?) marca la historia. A partir de la pobreza crónica y de esa impunidad es que puede haber maras que desprecian la vida y que por unos pocos pesos matan a discreción.
La violencia lo envuelve todo. También la respuesta inmediata que surgió: el pedido de pena de muerte. Aunque se fusile a unos cuantos mareros, ni la salud pública del hospital Roosevelt mejorará ni los asentamientos precarios desaparecerán. Y los corruptos de cuello blanco siguen saliendo impolutos de la cárcel. En otros términos, las causas que encendieron la guerra siguen presentes. Por tanto, aunque con otra modalidad, la guerra continúa.
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