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Clara Narváez, 66, enseña la foto de una de las víctimas de la represión de Estado cobrada por la crisis política nicaragüense. Detrás de ella, muy pocas personas tomando el bus de regreso a Managua / Simone Dalmasso

Huida silenciosa al barrio nica de Guatemala

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Huida silenciosa al barrio nica de Guatemala

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Mientras miles de hondureños y salvadoreños migran públicamente en largas caravanas a Estados Unidos, el fenómeno migratorio en Nicaragua está invisibilizado. La represión en el país que preside Daniel Ortega reconfigura un área roja del centro de Ciudad de Guatemala con negocios del país vecino. Dos estaciones de bus, donde antes llegaban comerciantes, reciben ahora personas más jóvenes con familia en Guatemala o rumbo a Estados Unidos que se sienten amenazados tras participar en las protestas contra el Frente Sandinista.

Una mujer preocupada finge estar de buen humor. En una primera impresión, aparenta estar relajada. Sonríe cuando una empleada de su comedor le pide dinero para cambio o cuando su hija mayor sale de su diminuta cocina a saludar. Sonia de Baltodano platica amable bajo el ensordecedor ruido de los cláxones de las camionetas que pasan por el lugar. Todo parece estar tranquilo, pero esta nicaragüense de 58 años mira nerviosa la pantalla del smartphone que tiene encima del mantel de colores.

Hace 30 años que Sonia dejó su país con su marido y sus tres hijos, en dirección a Estados Unidos. Su esposo, Roberto, hijo de un pastor evangélico, quería que ella abandonara la lucha sandinista, en la que llevaba inmersa nueve años. A su esposo le disgustaba —y aún le disgusta—, la política. Cuando llegaron a Guatemala, Roberto la convenció de no seguir al norte. Montaron un negocio de remesas en el espacio donde desde hace seis años tienen su comedor, el Jehová Jireh. Ahora, Sonia De Baltodano espera impaciente hasta que su hijo menor, de 30 años, llegue esta madrugada a Guatemala.

En Nicaragua, a los comedores les llaman comiderías o fritangas. Y en esta área del centro de Ciudad de Guatemala, también. Es la Nicaragüita, o la pequeña Managua, o la zona de nicas, en la novena avenida, entre la 16 y la 15 calle, donde se concentran cuatro restaurantes, cuatro hoteles, y otras tantas tiendas de productos típicos, alrededor de las dos estaciones a donde llegan los buses de Nicaragua. Son las estaciones a las que, hasta abril de 2018, llegaban sobre todo comerciantes a vender sus productos en Guatemala. Pero desde esa fecha, cuando estalló la rebelión popular contra el gobierno nicaragüense, llegan más y más jóvenes huyendo de la represión política.

Sobre un corto tramo de la transitadísima novena avenida está el barrio nica. Un área que en 40 años pasó de ser zona hotelera para turistas centroamericanos, a recibir a muchos migrantes nicaragüenses exiliados por la dictadura de Anastasio Somoza, a ser hoy parte de una zona roja, en la que los vecinos hablan sobre el riesgo de pasear por aquí y vigilan a los visitantes, y en la que propietarios de buses, choferes y comerciantes del sector advierten del nuevo perfil de viajero que llega en los buses de la madrugada.

“Señora, tenga cuidado que la van a robar, acá es mero peligroso”, grita una mujer de lado a lado de la novena avenida mientras otro señor trajeado añade sin parar de andar: “Le van a robar, se lo agarran y le roban. Y la prostitución…”.  Lo dicen porque este tramo comercial de la avenida queda en medio de un sector de narcomenudeo, venta ilegal de alcohol y paso de migrantes indocumentados. No es una zona de viviendas, apenas hay unos cuartos en alquiler dentro de una de las estaciones y un apartamento encima de la otra estación. La mayoría de los que trabajan en el barrio no tienen residencia oficial en el país y viven en otras zonas de Ciudad de Guatemala.

Una de las estaciones colinda con la única cantina de la avenida. A las doce del mediodía, el reggaetón suena intenso, aunque sólo hay dos clientes bastante borrachos. Linda Orozco, guatemalteca de unos 30 años, es la dueña del bar y vive hace tres años en un apartamento encima de su negocio. Sentada en la entrada de la cantina, habla poco y no quita el brazo del hombro de su pareja para platicar. Su pareja tampoco se quita los lentes de sol mientras observa cómo Orozco acepta responder parcamente. “Los nicas son muy trabajadores”, dice para explicar cómo es la convivencia en el barrio.

Simone Dalmasso

La Nicaragüita es hiperactiva hasta que el bus sale a la una de la tarde. El barrio suena altísimo a camionetas, carros, cláxones y gritos con acento nica. Huele fuerte a gallopinto, plátano frito y carne asada para llevar en el bus. Pero luego, se hace el silencio. Alrededor de la novena avenida, hay un montón de fachadas desvencijadas y muchas cantinas que funcionan como prostíbulos. Dos calles más adelante está la que popularmente es considerada como la calle más roja del centro, la 18 calle, por lo que la Nicaragüita tiene fama de área problemática, como toda esa parte del centro histórico.

La sonrisa que exhibe Sonia de Baltodano mengua hasta desaparecer. El miedo tensa su fina boca en menos de diez minutos. Su hijo Jairo dejó Jinotepe con una muda en la bolsa, a las 4 de la madrugada del 26 de junio. Ese día, se quedó en Diriamba, un municipio cercano, hasta que agarró la camioneta a la capital de su país al día siguiente. Salió a las dos de la madrugada del 27 de junio, en un bus de Managua, con destino a Ciudad de Guatemala. Su madre está angustiada y le escribe a cada rato para saber si todo va bien. Tiene que llegar alrededor de las tres de la mañana del 28. El bus suele tardar 24 horas, pero el de Jairo no es un viaje, es una huida.

Cuando el pasado 19 de abril, los estudiantes se convirtieron en la imagen de la lucha contra Daniel Ortega y su esposa Rosario Murillo, Jairo Largaespada aún no formaba parte de la protesta. Era un pintor y enderezador que había vivido hasta los 18 en Guatemala. Tras una relación de cinco años con su pareja, estaba viviendo en casa de su abuela Thelma, la madre de Sonia. Residía en Jinotepe, un municipio al sur de Managua, cabecera del departamento de Dolores Carazo, de donde es toda su familia.

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A principios de mayo, cuando los militares trataron de tomar el departamento a pie con apoyo de vecinos sandinistas, Largaespada, un nicaragüense que nunca había tenido interés en la política, aunque su madre fue exguerrillera, se unió a unas barricadas, de las que seis meses después ya no queda nada porque los paramilitares y la policía las destruyeron, no sin antes dejar alrededor de 400 muertos, centenares de desaparecidos, torturados y huidos.

Jairo tuvo que salir a escondidas porque su nombre aparecía en una larga lista de enemigos del régimen de Ortega. Todo aquel que estuviera o esté en los tranques, que es como llaman a las trincheras que la oposición social zanja en las calles, se enfrentaba a que los vecinos sandinistas soplaran sus datos al gobierno. En menos de dos meses desde que se incorporara a la lucha, ya era un enemigo.

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Jairo Largaespada tiene que llegar a las tres de la mañana a la estación de bus de la Nicaragüita. Sonia, su madre, una mujer de cara ancha, nariz chica y pómulos marcados, hace el cálculo desde su silla. Hoy lleva un delantal verde con flores amarillas, unos aretes pequeños, anillos y un colgante de oro con una clave de sol, porque su marido es músico. Pero hace 30 años iba vestida de verde oliva. Sonia de Baltodano alcanzó la categoría de teniente coronel del Frente Sandinista de Liberación Nacional. Nueve años pasó vestida con uniforme de guerrillera, tres de los cuales vivió “enmontañada”, que es su forma de decir que huyó a las montañas. Trabajó en un ministerio y, a veces, dice, llevaba falda.

Sonia de Baltodano huyó de la violencia política y se fue a Guatemala mientras el régimen de Somoza se hundía. Hace una década, cuando los homicidios alcanzaron el nivel más alto en Ciudad de Guatemala —49 por cada 100,000 habitantes—, mandó a Jinotepe al menor de sus tres hijos para evitar la violencia pandillera. La madre de Jairo no imaginaba entonces que la violencia política de Nicaragua se lo iba a regresar a escondidas. En un giro dramático de los acontecimientos, Jairo Largaespada huyó del sistema por el que su madre luchó.

La migración por la violencia en El Salvador, Honduras, Guatemala, y en menor medida en Nicaragua, ha sido creciente en la última década. La falta de apoyos sociales de los gobiernos y la amenaza de grupos criminales de control territorial, sobre todo pandillas y narcotraficantes, provocaron que una mayoría huyera o tratara de huir a Estados Unidos. Es lo que se denominó desplazamiento forzado por la violencia. Después de la grave crisis de niños refugiados de 2014, cuando México se convirtió por decisión de Barack Obama en la frontera sur del país vecino, las opciones se redujeron y los pobladores del Triángulo Norte de Centroamérica empezaron a considerar a los países del entorno como un lugar para vivir.

Simone Dalmasso

Centroamérica tiembla estos días con cada paso que dan los miles de hondureños, guatemaltecos, salvadoreños y nicaragüenses que echaron a andar en caravana como visible bandera para huir. Muchos van a Estados Unidos, pero algunos ya contemplan el refugio temporal en México. El éxodo de más de 7,000 hondureños que salieron de su país a mediados de octubre y que recorren estos días México es una histórica representación simbólica de la respuesta ciudadana a un gobierno incapaz de ofrecerles un presente. Lo mismo sucede con el grupo de salvadoreños que replicó a principios de noviembre el modelo de la caravana masiva hondureña con el objetivo de migrar en condiciones más visibles y seguras por el seguimiento mediático. No ha huido un grupo grande de guatemaltecos ni nicaragüenses, pero decenas de migrantes originarios de estos países se han unido a las caravanas. Es una huida más silenciosa, pero como los demás, ponen su rostro en las fotos y en los videos para hablar de un hambre, de un desempleo y de una violencia que no quieren tolerar más.

En Nicaragua, la cruenta represión estatal ha hecho que los que huyen prescindan por miedo del seguimiento mediático internacional. Ellos se van sin levantar la voz en el camino porque temen a su gobierno. Y el efecto se nota principalmente en Costa Rica. El país que tradicionalmente ha sido receptor de miles de personas nicas que huían de la pobreza, ahora lidia con las más de 23,000 solicitudes de asilo presentadas desde que empezó la crisis política, según datos de la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur).

Históricamente, en la Nicaragüita, los buses se estacionaban en un pequeño parqueo sobre la novena avenida que ahora está cerrado. A principios de los 90, un par de grupos de pequeños empresarios se unieron bajo dos cooperativas y empezaron a funcionar dos estaciones de bus, una enfrente de la otra, sobre la misma avenida, —una más rudimentaria que la otra—.  Tras el inicio de las protestas contra el gobierno a principios de abril, hubo unas semanas en las que sólo llegó un bus. Ahora, cada día, a la una de la tarde, salen dos buses hacia Nicaragua con gente de todas las edades. Ahora, en el bus que arriba cada noche —a una hora inconcreta entre las dos y las cuatro de la madrugada—, llega gente más joven; muchachos que, como Jairo, se sienten amenazados en su país. Algunos tienen algún familiar en Guatemala.

Parado afuera de la estación con mejor mantenimiento, Pedro Téllez, un orondo y alto nicaragüense de 23 años, cuenta que lleva cinco años como ayudante de chofer. Una vez por semana viaja a Guatemala, y sentado junto al chofer ha observado que la edad media de los pasajeros bajó considerablemente en cuestión de seis meses. No habla con ellos, la gente viaja con miedo y Pedro prefiere no meterse. “Es por la situación política”, dice, parado frente a un bus negro con palmeras. Es la frase que repiten todos en el barrio. Él no va a mudarse, advierte con gesto circunspecto. Tiene familia y trabajo en su país.

Pero los jóvenes llegan y se van. El caso de Jairo Largaespada, que tiene familia en el barrio, es particular. No se quedan en los hoteles de los alrededores de la Nicaragüita. En la madrugada salen de este barrio rumbo a otra parte de la ciudad o del país. El hotel España tiene una media de 35 habitaciones ocupadas de un total de 76. Hace muchos años que es un hotel de paso. Lorena Cortés, la gerente, hace un recorrido por un edificio de tres niveles con muchos recovecos y ningún ascensor, que ha sufrido varias medio reparaciones. Lorena conoció en junio a una pareja joven que huía de Nicaragua, que vino a buscar empleo a Guatemala y consiguió una plaza en los cines Capitol.

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La mayoría de los huéspedes se queda un día, pero también hay gente como Freddy Mena, de 37 años, que vive en el hotel desde hace cuatro años y trabajó hasta septiembre de 2018 en un comedor, el de doña Cony, ubicado a media cuadra del comedor Jehová Jireh, el de Sonia de Largaespada.

Tres meses antes, un día de junio pasado, Freddy contaba las razones que lo trajeron a Guatemala. La dueña del comedor donde en ese momento trabajaba, no estaba. Hacía días que se había ido a Nicaragua, pero nadie explicaba por qué. Una señora la sustituía en la cocina mientras su hija adolescente se entretenía con el celular y sus audífonos, sentada en una mesita en la que comía sin ganas un plato de gallo pinto. Mientras, Freddy trapeaba afanosamente el piso del estrecho y oscuro comedor. La niña ofrecía un fresco de mango y el hombre que limpiaba, flaco y platicador, se dispuso ahora a freír cerdo en la estufa que da a la calle.

“Mi viejita me enseñó a lavar y cocinar”, dijo Mena, que de joven quiso ser guerrillero, como lo fue su madre. Su padre, un ingeniero zapador, murió en 1987. “El nicaragüense es como masoquista, desde 1978 [el Frente Sandinista] viene matando”, reflexionó este nicaragüense de familia sandinista que ya no cree en la causa.

En este tramo de la novena avenida, el acento es suave y alto, completamente nica porque domina el efecto del vetivén de pasajeros. Dentro de los negocios, el tono cambia porque muchos son guatemaltecos que trabajan desde hace años en el sector. Entre junio y julio, huéspedes del hotel, choferes, taxistas y trabajadores de los comedores hablaban más que nunca de Nicaragua. Para septiembre y octubre, en las últimas visitas al barrio, las pláticas se habían disipado porque la prolongada represión política en el país vecino ya hacía sospechar a la gente que las dificultades no eran cosa de unos meses.

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Como en plaza de pueblo, el núcleo fuerte de las pláticas se concentra delante de la estación que funciona como estacionamiento. Delante del bus diario que sale a la una, y que cada día pertenece a un propietario distinto, siempre hay un chofer, un ayudante, el dueño del bus y los taxistas que cada día esperan a llevar clientes. Como en tertulia, charlan de sus cosas y observan atentos a los visitantes. Para octubre, ya ninguno quiere hablar abiertamente de política. Un chofer nicaragüense de unos 50 años se excusa entre dientes porque el jefe está al lado y está a favor del gobierno. No quiere problemas. Hablen o no hablen, en el mentidero del barrio, donde se concentran las pláticas, son siempre hombres. Siempre.

En un cuartucho que funciona como oficina en la estación grande, una mujer narigona y pelo en cola le ordena a otra mayor que limpie una cucaracha del piso. La que ordena es la propietaria de un bus con palmeras dibujadas que no quiere dar su nombre. La que limpia es una tímida mujer que huyó de Nicaragua hace seis meses. Sentada de lado y apoyada en una mesa, la dueña del bus admite que los viajeros son menos, que ya no hay turistas, y que son mucho más jóvenes. También que sale el triple de gente de Nicaragua en bus de la que viaja hacia allá. “Es un atentado ver cómo Guatemala, que ha sido un país peligroso, ahora sea el país al que huye la gente de Nicaragua porque no sabés cuándo un paramilitar te va a disparar”, dice seriamente mientras cobra un boleto.

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Ni un nicaragüense ha pedido asilo en la última década en Guatemala, y al menos un centenar han sido protegidos como refugiados por el Acnur a diciembre de 2017. De la veintena de nicaragüenses entrevistados, ninguno era residente. Todos dicen que no les interesa porque son ciudadanos CA4, es decir que pueden moverse con su documento de identificación personal sin formalizar mayor cosa. De Centroamérica, solo una persona hondureña pidió asilo en 2015, según datos del Instituto Guatemalteco de Migración, hasta junio de 2018. Sin embargo, los informes del Acnur aseguran que entre 2002 y junio de 2017, 868 personas de 41 nacionales han solicitado asilo, de los cuales el 47 %, unas 408 personas, son hondureñas y salvadoreñas.

De El Salvador es la mayoría de centroamericanos que solicitó residencia temporal en Guatemala en la última década: de 60 en 2007 a 450 en 2017. Honduras es el segundo (de 67 a 230) y Nicaragua representa la cantidad más baja de residencias temporales otorgadas, pero igualmente al alza: de 29 a 135 en diez años. Al 30 de junio pasado, dos meses después de que estallara la crisis contra Daniel Ortega, 60 nicaragüenses habían obtenido su residencia. Pero dada la lentitud del proceso burocrático, es poco probable que la violencia política haya tenido nada que ver.

En los 70, el hotel España estaba en su esplendor. A su puerta, y a la del Centroamérica o la del Belmont, llegaban los buses —que en Nicaragua llaman excursiones—, con turistas de El Salvador, Honduras y Nicaragua que querían conocer el país. Por aquel entonces, cuenta el cronista oficial de Ciudad de Guatemala, Miguel Álvarez, la Nicaragüita aún no se llamaba así y era un área que pertenecía al barrio La Habana.

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Con la guerra civil, a finales de los 70, muchos ciudadanos —algunos sandinistas y otros sin filiación política— huyeron buscando asilo en otros países. El 12 de junio de 1979, el diario Prensa Libre informaba en la página 32 que más de 1,300 personas habían sido asesinadas en barrios pobres de Managua, la capital de Nicaragua. Dos días después, el efecto de los asesinatos llegaba a la página 4 del diario y presentaba sus consecuencias: Numerosos nicaragüenses llegan a Guatemala. Eran sobre todo familias y estudiantes que escapaban de la convulsa situación política. La Dirección General de Migración de entonces, informaba que la cifra de personas era un 30 % más respecto a la cifra de residentes habituales, pero no indicaba cuántos residentes había. No daba cifras más concretas, pero la mayoría era gente que pedía visa por un mes y algunos querían iniciar el trámite de residencia.

Los hoteles seguían funcionando, pero los turistas dejaron de llegar y los viajeros nicaragüenses empezaron a quedarse en el centro de la ciudad. “La gente de Nicaragua empezó a apoderarse del barrio porque era un punto de paso”, cuenta el cronista.

Así se fue conformando la Nicaragüita, entre comiderías, una panadería, abarroterías, una venta de quesos, una farmacia y cuatro hoteles; estos últimos enfocados en huéspedes nicaragüenses con dueños guatemaltecos. Los pequeños negocios de propietarios nicaragüenses huidos de la guerra prosperaron en los años 80, pero la inseguridad creciente de la zona hizo que al final la mayoría se marchara del centro de la ciudad a otras zonas y quedaran unos cinco comercios en manos nicas y el resto, la mayoría, en manos guatemaltecas.

Simone Dalmasso

Por eso, hoy en día, aunque la avenida tenga acento nica, sólo hay tres nicas que dirigen comedores. En la medida del barrio, la familia de Sandra Ruiz armó un pequeño imperio: ella tiene un comedor que heredó de su mamá, su hermana tiene el de al lado y su madre montó hace 13 años una tienda de productos típicos enfrente. Tres guatemaltecas que venden Nicaragua a través de la memoria más potente, la del paladar.

Platicar con la gente sin gritar un poco es complicado en este ruidoso barrio, pero el olfato se desarrolla con facilidad. Carnita desmenuzada, queso frito, tajadas de plátano. El olor es fortísimo alrededor de las estaciones. Los platos son enormes en este restaurante que montó su madre hace 40 años por sugerencia de una amiga nicaragüense. Los platos son muy grandes en todos los comedores del sector. “Es zona roja a partir de la 17 calle”, dice Sandra mientras una joven le pide un plato de carne asada y un vaso de cacao para llevar en el bus. “Pero los nicas son gente despierta, trabajadora”, asegura esta mujer menuda y ancha que, lleva un delantal confeccionado en un país, Nicaragua, que jamás visitó.

*  *  *

El 25 de junio, Sonia de Baltodano recibe una llamada de su madre, Thelma, de 77 años, con quien vivía Jairo. Desde el arranque de la crisis política en Nicaragua, cuando un grupo de personas mayores protestó contra la reforma del sistema de pensiones y la violenta respuesta del gobierno derivó en movilizaciones estudiantiles, las llamadas son para saber cómo estaban las cosas en Jinotepe. Ese día, doña Thelma le advierte a su hija que saque a su hijo de Nicaragua. “Mi mamá me llamó muy atemorizada: te lo van a matar”.

Los miembros de los Consejos del Poder Ciudadano (CPC) funcionan de forma similar a los Comités Únicos de Barrio (CUB); son pequeños enlaces municipales en los barrios. Al estallar la represión en Jinotepe, las personas que vigilaban desde las barricadas empezaron a ser señalados por vecinos sandinistas. “Le amenazaron los CPC porque estaba en un tranque”, dice llorosa de Baltodano, mostrando su palma izquierda, mientras afuera pasa un estruendoso bus rojo. “Antes mi hijo no se metía en nada, pero como decimos allá: se revolvió todo”, añade poniéndose la mano en la cara.

En los días de espera hasta que llega Jairo Largaespada, la dueña de la comidería Jehová Jireh vio desde su negocio entrar a la estación de bus, entre llantos y amagos de desmayo, a doña Cony, la dueña de la comidería de la Nicaragüita. En Managua, le habían matado a un hijo y se iba a reconocer el cuerpo. En el barrio cuentan que a su hijo le dispararon por la espalda, que trabajaba en una municipalidad y que le mataron personas vinculadas al gobierno por confusión. Dicen. Nadie se atreve a hablar del asesinato abiertamente. Cuatro días después, el comedor está cerrado. La violencia cruza la frontera en ambas direcciones. “A partir de ahí, me puse nerviosa: nosotras la vimos pegando gritos desgarrantes”, dice la madre de Jairo.

Simone Dalmasso

Jairo Largaespada llegó finalmente a las 2 de la mañana del 28 de junio. Él, que ya hizo ese viaje muchas veces, confirma que en su bus de 60 plazas, por lo menos había 20 jóvenes hombres y mujeres. De paso o para quedarse, muchos de los que llegan a la Nicaragüita, huyen del régimen por el que sus padres lucharon 30 años antes.

Es 2 de julio, a la hora del almuerzo. Desde afuera del comedor Jehová Jireh, es legible el eslogan del mostrador de comida. Debajo del arroz, de las enchiladas, del gallo pinto, de la carne, se lee “Esfuérzate y se valiente”. El comedor que es fácil que se llene, está lleno con ocho comensales y la familia del negocio. En una esquina, junto a la refrigeradora de las bebidas azucaradas, Jairo está sentado en un taburete. Permanece absorto en su celular mientras su familia mira entusiasta el partido del Mundial entre Brasil y México. Como el comedor no se vacía, nos sentamos entre el mostrador y la estantería del televisor.

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Jairo llegó a Guatemala con su familia a los cinco años y se marchó de regreso a Nicaragua a los 18, pero se siente nicaragüense, como la mayoría de compatriotas que trabajan en el barrio. Tras llevar una vida tranquila viviendo con su novia y haciendo chapuces, cuenta que se separó tras cinco años de relación y que se llenó de enojo al empezar a ver las noticias provenientes de Nicaragua a principios de año. Se sumó a los tranques a principios de mayo, no recuerda la fecha, y sintió por primera vez el dedo acusador sobre su cabeza. “La gente del barrio que pertenecía a la Juventud Sandinista empezó a señalar a los tranqueros”. Jairo, que jamás se había preocupado por la situación política de Nicaragua, entre ellos: “No me importó nada porque era una sola causa: por una patria libre”.

—¿Estabas dispuesto a morir?

—Hay personas que dieron la vida por Nicaragua. Nicaragua entera se suma a patria libre o vivir —dice haciendo el gesto de un círculo.

Cabeza, corazón y cuello. Largaespada señala esas partes de su cuerpo, ahora tostado por el sol de la calle, para indicar a dónde les disparan a los disidentes del régimen de Ortega. En su tranque, afirma, no hubo ningún herido, pero sabe del riesgo que corría. Lo sabía su abuela Thelma, lo sabía su mamá y lo sabía su hermana Fabi, que fue la que más le presionó para que regresara a Guatemala. “Decidí venirme para acá y darles tranquilidad. Yo me sentía entre la espada y la pared, quería esperar a ver qué resolución había”, dice mostrando las palmas de las manos.

Simone Dalmasso

Antes de que la gente empezara a romper el adoquín de la calle para levantar el tranque, los vecinos sandinistas, dice, comenzaron a grabar con sus celulares. Aunque llevaba pasamontañas, igual que sus compañeros, al final eran vecinos de toda la vida y lo reconocieron. Un integrante del tranque vio cómo varias personas se reunían un día en una casa y se acercó a escuchar a la ventana. Dijeron varios nombres. Dijeron: Jairo Largaespada.

Durante los dos meses que pasó en el tranque, no trabajó. Su causa era su empleo y su sustento era la comida que los vecinos simpatizantes le llevaban. Agua, arroz y frijoles. Dormía no más de dos horas al día y lo hacía en el mismo tranque. De ahí, este hombre de gesto recio pasó de ser moreno a tener brazos y piernas quemadas.

—Y ahora, ¿qué?

—Primeramente, que Nicaragua sea libre, volver a mi Nicaragua libre y buscarme un trabajo para mientras. Si llego, voy a ser uno más en las listas.

—Y eso, ¿qué significa?

—Que me van a matar.                                                         

Cuatro meses después de huir, en octubre, Largaespada tiene trabajo en Guatemala. Vende boletos en la novena avenida, afuera de la estación grande del barrio, en la Nicaragüita.  Con su habitual visera, se pone delante de la estación a captar clientes por US$30 el viaje. Observa silencioso el bullicio hasta que atisba a un posible viajero caminar o bajarse de un taxi. Trabaja cada mañana, hasta que sale el bus, enfrente del comedor de su mamá. Más de tres meses después de salir de su país, no piensa regresar aún. Su madre, dice él, está más tranquila, porque literalmente lo mira cada día desde su negocio.

La represión política, como si fuera una herencia, un mal chiste histórico, es la que hizo huir primero a una madre por defender un partido del que ahora el hijo huye.

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