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Huir, volver y querer salir de Guatemala otra vez

En el transcurso de todo este tiempo han sido llamados “refugiados”, “perseguidos”, “migrantes”, “desplazados”, “exiliados”, “retornados”, “desarraigados”, “indocumentados”, “resarcidos”, “guatemaltecos”, “hondureños”, “bolivianos”, y recientemente, los más jóvenes: “apátridas”.
“Tierra y Libertad”, por ejemplo, ha quedado fuera de los programas sociales impulsados por los últimos dos gobiernos “porque sin documentos no significamos un voto”, dice César Hernández.
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Huir, volver y querer salir de Guatemala otra vez

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¿Qué sucede cuando huyes de tu país a causa de la guerra? ¿Qué sucede cuando tras 24 años fuera hay una posibilidad de regresar? ¿Qué sucede si al volver el Estado de tu país de origen te dice que eres víctima de la guerra pero que no existes, que no puedes ejercer ningún derecho ciudadano, sin trabajo, sin educación? Esta es la historia de los 192 guatemaltecos retornados de Bolivia en 2007, hoy ubicados en Livingston, Izabal, y su batalla para ser reconocidos como ciudadanos. Es la narración de un compendio de promesas rotas. Una lucha para existir ante la ley. Una lucha para escapar de nuevo.

—Nosotros, durante 24 años, desde Bolivia, soñábamos con regresar a Guatemala. Ese era un sueño de todos los días. Ahora estamos aquí y, luego de diez años de estar en Guatemala, soñamos con marcharnos, con regresar a Bolivia.

Para César Hernández, Guatemala nunca ha sido un país sino una emoción. A sus 51 años, la patria es un sentimiento fabricado de recuerdos, contradicciones, abandono e ilusiones donde pesa más lo roto que aquello por realizar.

—Pensábamos: “Allá se firmó la paz. Allá ya hay democracia”, — dice ahora triste, abrigado por una manta liviana en medio de la oscuridad, dentro de su vivienda sin electricidad ni agua potable, que en la puerta tiene una sucia calcomanía que dice: “Gobierno de Guatemala”. Tras su voz, el canto de las cigarras es monótono y el calor insoportable. Afuera la oscuridad lo cubre todo.

La casa de César es la número uno de 33 que hay numeradas dentro de la finca “Tierra y Libertad”, en el nororiente de Livingston, Izabal. Hace ya casi diez años que 42 familias fueron ubicadas por el Programa Nacional de Resarcimiento (PNR) en este lugar que intenta parecerse a un pequeño residencial, en el que no funcionan los servicios básicos. Todos ellos —192 personas en total— procedentes de Bolivia, aterrizaron en Guatemala el 31 de marzo de 2007 en el aeropuerto Mundo Maya de Santa Elena, Petén. Se trataba del último gran grupo de refugiados del conflicto armado interno que luego de 24 años fueron repatriados a Guatemala. Para entonces, muy pocos sabían de su existencia, de su condición de refugiados en Bolivia. Durante dos décadas fueron olvidados por el Estado de Guatemala. “Luego de diez años de haber regresado, las cosas siguen exactamente igual”, lamenta César.

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Durante los años 80, los desplazamientos humanos a causa de las guerras en Centroamérica eran una marea humana que no se detenía. La migración fue intensa. Tan sólo de Guatemala 45 mil refugiados fueron reconocidos por el Alto Comisionado para los Refugiados de las Naciones Unidas (ACNUR), 100 mil refugiados estuvieron dispersos, más de 1 millón se desplazaron internamente, y hubo miles de exiliados y asilados, además de los miles que huyeron a Estados Unidos como migrantes indocumentados.

Un refugiado es aquella persona que, según el ACNUR, “debido a fundados temores de ser perseguida por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social u opiniones políticas, se encuentra fuera del país de su nacionalidad y no pueda o, a causa de dichos temores, no quiera acogerse a la protección de tal país”. Son grupos que no gozan de la protección de su propio Estado y suelen ser perseguidos dentro de su país.

La mayoría de los repatriados guatemaltecos se refugiaron en México. El gobierno de ese país, con el apoyo del ACNUR y la comunidad internacional, acondicionó más de medio centenar de campamentos en los Estados del sureste. En los años 90, el gobierno guatemalteco creó la Comisión Nacional para la Atención de Repatriados, Refugiados y Desplazados (CEAR), la que durante una década, en medio de engorrosos procesos de negociación con las comunidades, dirigió el proceso de retorno al país de la mayoría de refugiados.

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Muchos de los que ocupan “Tierra y Libertad” aún hoy se preguntan sobre la manera en que su vida ha transcurrido en tres países diferentes a lo largo de casi 30 años. Los mayores recuerdan la guerra en Guatemala, la huida que se detuvo en un campo de refugiados en Honduras donde permanecieron  casi dos años y un último traslado a Bolivia a finales de 1983 donde muchas de las familias empezaron a crecer, algunos se habían casado con hondureños, y la mayoría tuvo hijos bolivianos...  En el transcurso de todo este tiempo han sido llamados “refugiados”, “perseguidos”, “migrantes”, “desplazados”, “exiliados”, “retornados”, “desarraigados”, “indocumentados”, “resarcidos”, “guatemaltecos”, “hondureños”, “bolivianos”, y recientemente, los más jóvenes: “apátridas”.  

—Muchos de nosotros no pertenecemos a ningún lugar—se queja Rosalio Ramírez, que se fue a Bolivia con apenas seis años de edad, huyendo de la guerra.

—No somos nada de eso que nos han llamado. Somos extraños. Yo me siento extraño, —comenta César Hernández.

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A ellos, el conflicto armado interno los alcanzó en los departamentos de Zacapa, Izabal y Chiquimula, a principios de los ochenta. En ese entonces, Honduras era un enorme campamento para muchos de los que vivían en los municipios fronterizos con Guatemala, para todos los que huían de los combates entre soldados y la guerrilla. Más de 800 personas mantenían el estatus de refugiados en el “El Tesoro”, el campamento en el cual vivieron a inicios de los años 80 los guatemaltecos que hoy ocupan la finca “Tierra y Libertad”. “Eran champas de nylon donde vivíamos. Los dos ejércitos, de los dos países nos hostigaban en el campamento de refugiados”, recuerda Pedro Lucero Ramírez, hoy de 63 años.

 El estatus de protegidos se vio amenazado cuando a inicios de 1983, en el campamento de refugiados, el Ejército hondureño secuestró a 17 guatemaltecos:

—Siete recuperaron su libertad y diez quedamos capturados durante tres días.

—¿Por qué a ustedes? —se le pregunta a Pedro Ramírez.

—Fuimos vistos como personas peligrosas. En la cárcel, algunos de los capturados fuimos torturados.

—¿Por qué los enviaron a Bolivia?

—Nosotros creemos que se aprovecharon de nosotros. Se habló de Canadá. Pero no entendíamos el idioma. Luego nos dieron como opción Bolivia, en Sudamérica. Aceptamos. Supuestamente, el ACNUR dijo que Bolivia era similar a nuestra cultura, a nuestra sociedad. Nos mandaron para allá.

Simone Dalmasso

Lo cierto es que el 29 de marzo de 1983, Guatemala se adhirió al Estatuto de los Refugiados de 1951 y el Protocolo de 1967, adoptado por la Asamblea General de las Naciones Unidas. Lo cierto fue que —como consta en el diario Prensa Libre de esa época— el Presidente de facto, Efraín Ríos Montt, argumentaba que cumplía así con las obligaciones de derechos humanos. La atención brindada a los diez guatemaltecos capturados por el Ejército de Honduras sería el primer ejemplo ante el mundo de cómo el ACNUR tenía presencia en Guatemala. El destino para los diez apresados por el Ejército hondureño y sus familias, en consecuencia, fue Bolivia: 24 años en Bolivia. Toda una vida, antes de pensar en regresar y ahora piensan en cómo salir de Guatemala.

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La historia reciente de “Tierra y Libertad” se resume en una serie de promesas incumplidas. Proyectos que no concluyeron o regularizaciones de nacionalidad que nunca llegaron. Los problemas más serios de identidad iniciaron el mismo día en que retornaron a Guatemala. Al día de hoy, ni la Dirección General de Migración (DGM), ni el Ministerio de Relaciones Exteriores (Minex), ni siquiera el PNR tiene documentos oficiales que acrediten la llegada de 192 refugiados procedentes de Bolivia en 2007. Es como si ese día nunca hubiera sido marcado en los calendarios de las instituciones del Estado. Como si ninguno de los vecinos de “Tierra y Libertad” hubiese regresado del todo a Guatemala. Además sus documentos —pasaportes, cédulas viejas, carnés bolivianos— fueron retenidos durante seis meses por Migración. En el caso de algunos tan sólo un sello borroso acredita que un día de marzo de 2007 entraron a Guatemala. Es parte de lo que denuncia constantemente esta comunidad. Un reclamo para poder existir jurídicamente. Percy Juárez, actual director del PNR, indica simplemente que la información se ha perdido, que se debe reconstruir todo el caso, y confirma que al parecer el vuelo desde Bolivia hacia Petén —travesía poco frecuente—, junto con sus casi 200 pasajeros, no fue reportado o bien el reporte de su aterrizaje se perdió.

“Los papeles de nuestra llegada a Guatemala los perdieron”, lamenta Manuel de Jesús de la Rosa, presidente del Consejo Comunitario de Desarrollo (Cocode) en “Tierra y Libertad”. Junto a su familia, no obstante, De la Rosa quiere demostrar que  ellos regresaron al aeropuerto de Petén, en 2007. Es la hora de la cena, y es su esposa, Vilma Elvira Villeda, quien trae las fotografías de aquel día que dicen: “fue alegre”. Fiesta, comida, y sobre todo: promesas. Son las imágenes del día de su regreso. Sus hijos y nietos más pequeños merodean la escena y sonríen aunque ellos no recuerda n. “La vida cambiaría. Daría un giro de 360 grados para bien. Eso nos decían”, sonríe Vilma.

Desde entonces tratan de regularizar la identidad de las 42 familias. ¿Quiénes son? ¿De qué país? ¿Qué derechos puedo exigir?, son parte de las preguntas. En la actualidad, luego de diez años de odiseas para validar su existencia legal dentro de Guatemala, al menos 43 de los retornados carecen de documentos de identidad. No existen ante ningún Estado. Sus trámites de identidad han quedado en un limbo migratorio que no les permite ejercer sus derechos como ciudadanos. Otros, al menos 14, esperan con fe que el trámite de sus documentos ante el Registro Nacional de las Personas (Renap)  finalice y puedan ser ciudadanos guatemaltecos.

“La desesperación es grande. Muchos no pueden cobrar un cheque. Sin papeles no pueden trabajar. No se pueden casar. No hay chance de abrir una cuenta bancaria. Tampoco decir que han estudiado en la escuela de acá o de Bolivia. Muchos tampoco pueden registrar a sus hijos que también nacen sin documentos”, dice Manuel de la Rosa.

Hay bolivianos que son hijos de guatemaltecos. Hay bolivianos, hijos de hondureños. Hay bolivianos, hijos de guatemaltecos y hondureños. Hay hondureños, también, que son hijos de guatemaltecos. Y ahora hay guatemaltecos, que son hijos de bolivianos sin documentos.

Para el abogado de la Asociación Puente Norte y especialista en temas de migración, Pedro Pablo Solares, este es el caso más dramático de indocumentación adentro de las fronteras de Guatemala. “Esto es desidia gubernamental e internacional”, enfatiza. El abogado explica que Guatemala es un Estado que no tiene una legislación clara para resolver el problema de las identidades. “Suele ser un problema grave en los consulados guatemaltecos ubicados en Norte América. Pero que suceda en Izabal, dentro de Guatemala, evidencia un Estado débil ante estos casos. Luego de la firma de la paz nunca se planteó un marco legal para responder a la necesidad de identidad de muchos de los retornados”, indica.

En otras palabras, el Estado exige identidad pero al mismo tiempo la niega.

“Nosotros no éramos guerrilleros, somos víctimas de la guerra”, dice Rosa Elvira Gutiérrez, que llegó a Bolivia con apenas cinco años.

“No sabemos cuántos retornados pueden estar en esta situación; o cómo pudo el PNR, desde 2007, hacerse cargo de gente que nunca logró la certeza de sus documentos”, dice Solares. El abogado también muestra descontento ante tanta burocracia, sobre cómo para validar la existencia legal siempre es necesario portar un papel para justificarse ante el Estado. “Otros países más desarrollados no exigen la portación de una tarjeta para ejercer derechos civiles. Mientras más desarrollo y democracia, menos necesidad hay de demostrar quién sos ante un Estado. El Estado simplemente te protege sin preguntar”, dice.

Con los guatemaltecos retornados desde Bolivia sucede lo contrario. Huyeron de la guerra. Los secuestraron. Los torturaron. Los obligaron a buscar refugio en Bolivia. Regresaron luego de más de dos décadas, y al estar de vuelta, los ubicaron en una finca lejana, improductiva, y los dejaron sin identidad.

* * *

Corren, juegan, saltan, gritan, aplauden, ríen. Los niños de “Tierra y Libertad” son infatigables. Esta mañana han ido a la escuela. Prepararon su mochila, terminaron sus tareas, pero el maestro de primaria —a cargo de primer, segundo y tercer grado— nunca llegó. Entre ellos hay hijos de bolivianos, que a su vez son hijos de los guatemaltecos que se refugiaron en Sudamérica desde 1983. Si sus padres tienen problemas con la documentación, los niños de “Tierra y Libertad” también. María Luisa Ortiz de la Rosa, Maluca, es una de ellas. Ella es boliviana, pero su inscripción de nacimiento en Bolivia, hace nueve años, no aparece entre los registros civiles de aquel país. Al parecer, cuando nació, el padre boliviano olvidó darle un nombre y un apellido, aunque siempre aseguró que lo había hecho. Ahora ella asiste a la escuela y no tiene una forma de acreditar su educación. Tiene un nombre pero no tiene un documento que respalde que sea verdadero. Para el Estado ella no existe, a pesar  de que justo ahora, frente a nuestros ojos, corre, juega, salta, grita, aplaude, ríe junto a los otros niños. María Luisa es una niña que no existe, que no tiene patria, que en el futuro deberá luchar para probar que es parte de este mundo. Mientras tanto, con nueve años, es uno de los seres más vulnerables que vive en Guatemala.

En “Tierra y Libertad” hay al menos otros dos niños en la misma condición.

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Son las 7 de la mañana y Manuel de la Rosa nos ha llevado al lugar más alto de “Tierra y Libertad”. Quiere que, gracias a una fotografía, todos vean la finca en su totalidad. A esa hora, el calor de Livingston ya se impone sobre la propiedad comunitaria. La finca, según datos del PNR, costó Q5 millones. Los vecinos, sin embargo, estiman que su costo real era de Q3 millones. “Acá le hicieron el favor al terrateniente. Acá nada se puede cultivar”, dice el presidente del Consejo Comunitario de Desarrollo (Cocode), en tanto camina entre piedras y matorrales, ascendiendo hacia la cima. Desde arriba, apenas, entre los árboles, se observan 33 techos de lámina oxidada, una escuela y un salón comunitario. En total, sin embargo, es un terreno que abarca por lo menos 165 manzanas (cinco para cada familia).

—Es este el lugar de las promesas rotas, —dice don Manuel desde la cima de una pequeña colina.

Simone Dalmasso

Allá abajo, entre las rocas, De la Rosa explica que han intentado cultivar distintos productos y realizar algunas tareas. “Había Q935 mil por parte del PNR para impulsar varios proyectos”, dice, pero las cosas no salieron tan bien como pensaban, como les prometieron. El dinero se esfumó o nunca llegó. Recuerda también que cuando recién regresaron, todo el mundo se acercó para ver lo que necesitaban. La cooperación internacional, el presidente Óscar Berger, el Ministerio de Agricultura, el PNR, el Fondo Nacional para la Paz (Fonapaz), el Renap, la DGM, la iglesia, los medios de comunicación… Poco a poco, sin embargo, con los años todos se replegaron, se fueron alejando, y los proyectos fracasaron. La piña nunca fue dulce. La flor de Jamaica se secó. La cría de tilapias se frustró  pues los tres enormes tanques no pudieron ser oxigenados. “Esta tierra no es buena para cultivar”, repite De la Rosa y hace un gesto para que se preste atención alrededor: “Tierra y Libertad” ha quedado, luego de nueve años de existencia, en medio de enormes plantaciones de palma africana.

—La planta para hacer aceites es una de las pocas fuentes de trabajo. A veces las huleras nos contratan. Pero para la mayoría de los vecinos es un problema porque sin documentos, los grandes empresarios pagan lo que ellos quieren. Un jornal sale en Q70 u Q80. A nuestros jóvenes, sin papeles, les pagan Q50 o menos.

En “Tierra y Libertad” dependen del pie con que se levantan los caporales de la zona. Así subsisten, así buscan trabajo.

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¿Qué gana una persona con tener identidad ante un Estado débil? ¿Más allá del control social? ¿Más allá de ser un voto más para las elecciones? “Se piensa que el DPI es un documento muy seguro y muy fuerte. Sin eso no tienes nacionalidad”, indica Pedro Pablo Solares. “Pero cuando no puedes probar tu identidad el Estado te abandona”.

“Tierra y Libertad”, por ejemplo, ha quedado fuera de los programas sociales impulsados por los últimos dos gobiernos “porque sin documentos no significamos un voto”, dice César Hernández.

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Solares explica que el peligro más fuerte es para los menores de edad que carecen de documentos. Las opciones de vida se limitan. “El sistema te presiona, te machaca, y es en realidad el Estado el que ha violado todos tus derechos”. Salir de la comunidad, viajar, buscar nuevas opciones de vida. Todas las posibilidades de vivir se reducen a la comunidad, con servicios deficientes, sin agua, sin electricidad, sin nada. La educación es la primera traba que encuentran los niños sin documentos. El problema de salud es general. El desempleo es una de las consecuencias más graves de no existir ante el Estado.

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La comunidad “Tierra y Libertad”, como cada vez menos lo hace, se ha reunido para contar su historia —otra vez— a los visitantes. La han contado en el pasado a distintas instituciones, estatales y no gubernamentales, a periodistas, a investigadores de la academia. “¿Todo esto para qué?”, pregunta, entre el sarcasmo y la amabilidad, Rosa Elvira Gutiérrez. “Han sido demasiados los que han vivido a costa nuestra durante años”, añade.

La organización comunitaria también se empieza a desmoronar luego de tantas promesas incumplidas. La confianza se agota. El futuro siempre es incierto. El calor, en el salón comunal, es denso. En este lugar todos están obligados —no hay otra opción— a convivir juntos, aquí, en esta finca improductiva.

Espontáneamente los mayores, entre ellos algunos de los diez guatemaltecos originales, han ocupado un ala del salón. Los más jóvenes, como en un bando contrario, se ubican frente a ellos.

“¿Qué es Guatemala para ustedes?”, se les pregunta.

Los mayores responden que es el lugar donde querían ser enterrados. “Aquí nacimos, aquí morimos”, dice Pedro Ramírez, uno de los ancianos.

Los más jóvenes no lo tienen tan claro. Desde muy pequeños, Guatemala fue una especie de utopía. Un lugar muy bueno para regresar en cualquier momento, donde los recibirían con los brazos abiertos. Sus padres, en tanto ellos crecían en Bolivia, les dibujaron un país abstracto, una Guatemala funcional, incluso bonita. Con esa idea muchos de los jóvenes aceptaron regresar a Guatemala. Hoy contrastan su realidad y piensan de otra manera. No quieren estar en este país. Si hay una mínima oportunidad, se largarían, buscarían una forma de volver a Bolivia, “mi país”, dicen algunos entre murmullos. Varios de ellos ya han emprendido el viaje, solos, como migrantes inversos de un camino que va de Sur a Norte, buscan el sueño boliviano. Los que han hecho el viaje son un ejemplo en la comunidad de que es posible retornar a Bolivia.

—En Bolivia uno sí existe. No como acá—dice Benito Reyes, de 23 años.

—Yo ahora entiendo a mis padres cuando decían que soñaban con Guatemala. Nosotros, acá, soñamos con Bolivia—dice Rosa Gutiérrez.

“No queremos ser ingratos. Yo amo a Guatemala. Pero amo mucho más a Bolivia”, dice Carlos Gutiérrez, de 33 años, con tercer año universitario en Auditoria en la Universidad  de Bolivia. Aquí, a Carlos, para regresar a estudiar, le pidieron Q25 mil en la Universidad de San Carlos de Guatemala, por ser extranjero. “A la más mínima oportunidad nos regresamos a Bolivia. En Guatemala las promesas están rotas. No existimos legalmente. Allá, con nuestro carné viejo de identidad, podemos volver a la vida jurídica”. La estrategia de Carlos es migrar a México, demostrar que es boliviano, y conseguir su deportación, no a Guatemala sino a Sudamérica, donde creció.

Simone Dalmasso

Hay bolivianos que viven en “Tierra y Libertad” que arrastran multas ante la Dirección General de Migración desde que llegaron a Guatemala, por exceder su permanencia en el país más allá de los tres meses que le dieron al momento de su llegada en 2007. Los que se han aventurado a las fronteras se han enterado que su deuda asciende a casi Q36 mil, sólo para que los dejen salir de Guatemala. “Justo ahora es un momento para aprovechar. El Presidente anunció la reducción de un 90% en el pago de multas a los extranjeros que viven en el país. Podemos salir de Guatemala casi exonerados”, se emociona Carlos, que en los últimos años se ha dedicado a la grabación de discos en Río Dulce, Izabal, sin posibilidad de inscribir su negocio en el Registro Mercantil. “En Bolivia sería distinto. Podría estudiar, podría trabajar”, agrega.

Los mayores entienden este sentimiento. No culpan a los jóvenes por pensar en regresar a Bolivia. Ellos también piensan a veces en salir de Guatemala, pero las fuerzas, como dice don Efraín García, de 86 años, ya no son las mismas.

Muchos de los jóvenes esperan sus papeles como un salvoconducto para salir de Guatemala. Escapar.

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Hace poco menos de un mes, a principios de junio de 2016, el Renap, convocado por la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado en Guatemala (ODHAG) y por el padre claretiano Javier Hernández, de la parroquia de San Antonio de Padua, en Livingston,  se acercó a evaluar el problema de los retornados indocumentados de “Tierra y Libertad”. Eduardo Sazo, el encargado de llevar el caso desde el registro de ciudadanos, desde hace dos años, explica que hay una posible solución para que, sobre todo los hondureños radicados en ese sitio, encuentren una forma de obtener sus documentos. Es un detalle técnico para modificar el Reglamento de Inscripciones del Registro Civil de las Personas. “Necesitan una carta de presunción de nacionalidad que debe ser emitido por la embajada de Honduras en Guatemala”, dice Sazo. Con ese requisito, 14 hondureños que también fueron considerados víctimas de la guerra,  podrán ejercer ciudadanía frente al Estado de Guatemala.

“De 192 casos originales, quedan pendientes de regularizar 43: 20 a cargo de Migración, 14 del Renap y nueve que deben ser tratados por el PNR”, explica Sazo.

Muchos de los bolivianos, “los que venimos por amor”, como dice Yenny Giovana Ruiz Rodríguez, boliviana, de 46 años, “y los que cumplieron la mayoría de edad acá en Guatemala”, aún deben resolver el tema de los pasaportes vencidos. No obstante, explica el párroco Javier Hernández, las gestiones están hechas para que el cónsul de Bolivia en Costa Rica  —la única embajada de Bolivia en Centroamérica—, entregue nuevos pasaportes. “El problema para los bolivianos será a la hora de indicar su fecha de entrada a Guatemala. Esos datos se perdieron”, indica Hernández.

El PNR —desde hace seis meses cerrado y sin atención al público— no tiene respuesta para los nueve casos que debe revisar. Percy Juárez, su director, se limita a decir que todo está en evaluación, que no hay fondos luego de la reducción de su presupuesto el año pasado. Con estos trámites, dice, no hay certeza de que los residentes de “Tierra y Libertad” puedan conservar el status de retornados: “es algo que está en evaluación”, explica.

Así diez años en un terreno infértil. Así 24 años exilados. Así huir. Así volver para pensar  en una nueva forma de escapar de Guatemala.

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