La mañana del 24 de junio de 1982 fue secuestrado el médico Juan José Hurtado Vega en la ciudad de Guatemala. Alrededor de cuatro individuos armados –no lo recuerda bien, lo cual es comprensible– lo obligaron a bajarse de su automóvil y se lo llevaron probablemente a un cuartel militar, donde lo sometieron a un mes de aislamiento e intensas torturas que incluyeron fuertes dosis de drogas para extraerle información.
Dos de sus hijas reúnen la serie de textos –independientes pero complementarios– que componen Sobreviviente, un libro que se lee con el alma en vilo. Ellas escribieron sus propios relatos de cómo desde Nicaragua experimentaron lo sucedido. Las otras narraciones son del mismo Juan José Hurtado, de su esposa Elena y de otros dos de sus hijos. A esos textos se añade un peritaje profesional sobre la tortura. El conjunto es un estremecedor aporte a la historia de una época que se resiste a irse, a permitir que las heridas se conviertan en cicatrices y a que el país enrumbe en la dirección que los Acuerdos de Paz señalaron.
Juan José Hurtado Vega era un hombre bueno al que cualquier persona con inquietudes sociales hubiera querido conocer. Ese es el anhelo –irrealizable para quienes no lo tratamos– que suscitan esos testimonios sobre un pediatra con diversas inquietudes intelectuales (estudió medicina y antropología), con intensa dedicación a la docencia y con actividades extracurriculares que lo llevaron a invertir los fines de semana en capacitaciones en salud que se apoyaban en el teatro, los medios audiovisuales y el arte.
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Hurtado Vega tuvo la fortuna de sobrevivir a las torturas y el secuestro. El destino habitual de los secuestrados por los cuerpos de «seguridad» era la muerte, seguida de la desaparición de su cuerpo o de su emplazamiento en un lugar donde fuera encontrado con visibles señales de tortura que sirvieran de escarmiento vicarial a quienes cuestionaban un sistema injusto y cruel. Pero en su caso la presión nacional e internacional surtió efecto y, contra todo pronóstico –salvo el de su esposa–, fue liberado el 29 de julio de 1982.
Las presiones diplomáticas y mediáticas fueron factores externos de esa sobrevivencia. El factor interno fue imprescindible y consistió en varias estrategias. Una de ellas fue la disociación de su propio cuerpo para resistir al dolor: «Sentía que me alejaba de mi cuerpo y que desde lejos me veía y me daba cuenta de que me estaba muriendo».
Otra fue el establecimiento de una suerte de normalidad, basada en el sentido de posesión: «el hombre –sostuvo Hurtado Vega– no puede vivir sin tener algo que le pertenezca, se autoidentifica con pequeñas cosas. [Yo] Insistía en que tenía pequeñas cosas, ajenas a mí, pero que me identificaban conmigo mismo… La idea era predominantemente posesión de cosas materiales/reafirmación de mí mismo»
Estas palabras –como las del líder campesino Emeterio Toj, otro sobreviviente– nos transportan hasta las oscuras ergástulas donde el sadismo más desenfrenado trabajaba codo a codo con las técnicas de extracción forzosa de información. Pasión y ciencia tomadas de la mano para machacar mejor. Le debemos ese conocimiento horrible pero necesario.
Sus palabras levantan el pudoroso velo que se ha tendido sobre un pasado que sigue ahí. Ojalá resuenen en una Guatemala que vive de espaldas a esos hechos, como se nota que vivía María Teresa Sosa, esposa de Efraín Ríos Montt, cuando le dice a la hija de Juan José Hurtado que indaga por su padre: «¿Por qué esa cara tan triste?... ¿O es que no cree en Dios?... Si la vida es hermosa y Cristo murió para que nosotros no suframos. Todas nuestras penas debemos ponerlas en sus manos».
El pasado y el presente se aproximan en estos relatos. Los lectores atentos van encontrando los lazos que los unen. La vida de Hurtado Vega muestra esos nexos. Fue secuestrado por el ejército de Efraín Ríos Montt, cuya hija es ahora una fuerte candidata presidencial. Él iba a ser sometido a un proceso judicial con los dados cargados de anticomunismo –a pesar de que él no era un comunista–, y por eso podemos decir que sobrevivió a un uso arbitrario del aparato judicial. Pero hoy podemos constatar que ese uso arbitrario también sobrevivió. Hurtado Vega fue difamado como hoy se difama a muchos de los mejores hijos e hijas de Guatemala. Tuvo que salir al exilio para salvar su vida, así como muchos lo han tenido que hacer hoy para escapar a la trituradora judicial. El pasado nos persigue. La terrible experiencia del doctor Juan José Hurtado Vega y este libro tienen el sentido de alertarnos contra la terca persistencia de ese pasado.
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