¿Justicia transicional para las élites?
¿Justicia transicional para las élites?
Los marxistas tienen un punto interesante relacionado con la instrumentalización del Estado. Sostienen que el problema de la corrupción no solo es una cuestión de clase, sino que se encuentra en el corazón del capitalismo mismo. Y aquí no solo hablan de la apropiación de la plusvalía, como aparece en las viejas fórmulas de economía política. Tiene que ver con que, sin la captura del Estado, el capitalismo es imposible[i].
Los casos de corrupción que vienen destapando el Ministerio Público y la CICIG dan cada vez más elementos para vislumbrar que, además de la clase política, son los grandes empresarios quienes más han participado, promovido y naturalizado la corrupción en Guatemala. Hay indicios que cada día parecen dar más razón a esa hipótesis.
Esta situación de incertidumbre que sienten los empresarios ha acentuado una recomposición de las posiciones que hoy los conforman (no, no son una articulación ni homogénea, ni monolítica). Como se ha señalado recientemente todo apunta a que las viejas categorías de estudio de élites (como la división entre tradicionales, tradicionales en transición y emergentes) van perdiendo actualidad analítica. La cárcel, al convertirse en una posibilidad real, es un factor que trastoca el horizonte de lo posible; un factor que ha de ser considerado profundamente no solo por ellos, sino por sus operadores y analistas.
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El actuar sui generis de actores como los aglutinados alrededor de la Cantina, que apoyan abiertamente la lucha anticorrupción, es un caso extraño, pero que no queda al margen. A eso se suma el errático posicionamiento de los directivos de la Fundesa, que un día no parecen apoyarla y otro sí, y también el renovado protagonismo de actores históricamente señalados de manipular la política usando todo el peso que su dinero les permite, como Dionisio Gutiérrez. Además, se puede postular la hipótesis de que existe una fisura entre miembros del Comité Coordinador de Asociaciones Agrícolas, Comerciales, Industriales y Financieras (CACIF), que se divide entre los viejos contrainsurgentes espalda plateada y otros jóvenes más “moderados”, que decidieron, pragmáticamente, posar en la controversial foto del Frente Contra la Corrupción.
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El asunto de fondo es que la burguesía guatemalteca está recibiendo no solo señales inequívocas de que los tiempos van cambiando, sino golpes directos, duros y en incremento. Estos han quedado de-codificados no solo en el caso de Arzú, en donde la impunidad al parecer está garantizada, por lo que no significa demasiado. El verdadero mensaje apareció primero en el caso de Corrupción y Construcción, que implicó a Porras Zadik (hermano de uno de los miembros de la Cantina), y más adelante otros, como el de Traficantes de Influencias, que implicaron a personajes originarios del más rancio linaje finquero y palmero, como Hugo y Milton Molina, y que en la actualidad se encuentran prófugos. En pocas palabras, son cosas que nunca habíamos visto antes en Guatemala y que no se sabe si los sorprenden más a ellos que a nosotros.
Como se señalaba arriba, pareciera que estos casos destapan esa idea tan difícilmente desechable del marxismo. Y esta no es necesariamente que el Estado opere como un instrumento para mantener a las clases trabajadoras sometidas bajo un régimen de dominación (aunque sí lo es, como se verá más adelante), sino que el Estado ha sido una piedra angular para facilitar el crecimiento y apropiación del capital. La crisis que se plantea, entonces, se relaciona con el hecho de que los empresarios han de decidir si quieren optar por un modelo económico, político y social independiente de estas prácticas, o si quieren seguir navegando impunemente en la ola de la corrupción.
Esta crisis, entonces, plantea la necesidad de realizar una transición, lo que obviamente conlleva al desarrollo de un modelo de justicia transicional. ¿Pero transición a qué?, ¿a simplemente detener el encarcelamiento de empresarios? Esta idea ha sido ya planteada por varios de sus operadores que aparecen indirecta o directamente en las planillas de sus distintas facciones, ahora amorfas, así como por otros actores independientes.
Al parecer, la primera en plantear la necesidad de pensar en el modelo fue Dina Fernández, directora fundadora de Soy 502, tras la declaración de non grato que el Presidente Jimmy Morales hiciera en agosto del año pasado contra el director de la CICIG. Si bien, Fernández no hace una propuesta concreta, desarrolla una serie de preguntas que se pueden resumir de la siguiente forma: no podemos meter a todos los corruptos a la cárcel porque nos quedaríamos sin políticos y sin empresarios.
A esto, se suma el planteamiento de Phillip Chicola, quien propone un modelo público confesional, que no conlleva ninguna otra consecuencia más que un mea culpa masivo. Este mea culpa no atañe exclusivamente a los grandes corruptores de la política guatemalteca, sino que ha de ser enunciado por la totalidad de la sociedad. Es decir, no cuestiona directamente a los empresarios. (No hay que olvidar aquí que Chicola es asesor político del CACIF.)
Finalmente, el domingo recién pasado, Fernando Carrera (quien mantiene una independencia de las élites económicas, y que participó en el gobierno de Otto Pérez Molina primero como Secretario de Segeplan, luego como Canciller y finalmente como embajador de Guatemala ante la Naciones Unidas) avanzó en algunos aspectos del debate. Carrera definitivamente ha profundizado en la idea y le ha dado contenido a lo que Fernández y Chicola venían enunciando prácticamente como un “borrón y cuenta nueva”. Sin hacer referencia directa a ellos, señala que éstas ideas relacionadas al reconocimiento público son solo un primer paso, que ha de ser continuado por un proceso más complejo que implica que no exista más impunidad, que los hechos sean juzgados, que haya una reparación por el daño causado y una modificación del sistema de justicia en donde el encarcelamiento sea la excepción y no la norma.
Pero hay que profundizar en el análisis poniendo otros elementos en la mesa. Como se mencionó ya dos veces arriba, todo indica que los casos de corrupción ponen en evidencia algo que los marxistas vienen diciendo desde hace mucho tiempo. Si bien no es lo único que ha hecho, el Estado ha servido como un instrumento mediante el cual se considera normal ejercer un tipo de violencia contra las clases trabajadoras y subalternas, al tiempo que se ve como anormal que esa misma violencia se ejerza en contra de las élites económicas.
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La lucha contra la corrupción está, pues, haciendo visible este debate en la esfera pública, a pesar de quienes buscan desviarlo. Asuntos específicos, como que los tiempos prolongados (años, literalmente) que pasan los acusados en prisión preventiva, nunca habían sido un problema para nadie, con excepción de los directamente afectados. A eso, se suma que el derecho ha sido frecuentemente utilizado como un mecanismo para neutralizar a activistas políticos y defensores de derechos humanos, quienes quedan encarcelados por prolongados períodos de tiempo, precisamente por las prácticas mediante las cuales las élites económicas instrumentalizan a su favor el mal funcionamiento de la justicia guatemalteca. Esto también incluye la privatización de la seguridad que se usa para reprimirlos y la reinvención de categorías como el enemigo interno en figuras como el terrorismo.
Entonces, definitivamente que el debate por la transición (que puede o no incluir la justicia transicional) es central para recomponer el país. Pero este debate no ha de quedar anclado exclusivamente en el carácter de excepcionalidad que representa que ahora los miembros de la élite económica puedan sufrir la misma suerte de las clases trabajadoras, los activistas políticos y defensores de derechos humanos que se les oponen. El debate por la transición es, entonces, algo que debe abordarse integralmente, a modo de que responda de forma positiva para todos los sectores y clases sociales de Guatemala. Esa reforma al sistema de justicia ha de considerar cómo resolver el problema de los miles de personas que se encuentran privadas de libertad esperando juicio. Además, se han de buscar mecanismos no solo para detener, sino para castigar a aquellos que usen la justicia para neutralizar a líderes y activistas políticos que se le oponen a las élites económicas mismas.
El asunto de fondo, al final de cuentas, es que el problema de la corrupción es el problema de la justicia guatemalteca en general y la arbitrariedad con que ésta se aplica. No podemos pensar, entonces, en planificar un modelo transicional solo porque ahora los ricos de este país sufren lo mismo que el resto de guatemaltecos. Si vamos a pensar una transición, que ésta sea para algo que beneficie a todos. La justicia tiene que, por fin, empezar a ser justa. De lo contrario, por mucho que les arda, las élites económicas tendrán que asumir que los marxistas siguen y seguirán teniendo la razón.
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