Siguiendo el racionamiento de varios filósofos y sociólogos políticos, se sabe que la política y su estabilidad no pueden depender exclusivamente del ejercicio de la violencia contra los ciudadanos, como tampoco de la amenaza de su aplicación. Por eso en la sociología política es posible establecer una distinción muy elemental entre los conceptos de hegemonía y dominación. La dominación puede verse como lo primero: el uso —o la amenaza del uso— de la violencia con el fin de crear un nuevo orden o de conservar uno existente. De ahí, incluso, autores como Benjamin, que en uno de sus estudios seminales sobre la violencia y su crítica distinguía entre violencia creadora y violencia conservadora.
Esta distinción entre formas de violencia nos indica que, por un lado, prácticamente todas las formas de dominación cristalizadas en regímenes políticos históricos (ojo, aquí no hablamos de tipos ideales) han tenido un origen violento, al tiempo que sostienen, mientras se estabilizan, una violencia latente que puede reemerger eventualmente, cuando el régimen se siente amenazado (en Guatemala tenemos una cantidad grande de ejemplos que ilustran ambos puntos).
La hegemonía, en contraparte, se presenta como una forma de consenso relativo en el cual los ciudadanos aceptan el régimen político incluso si este les puede afectar negativamente. Aquí recomiendo los profundos estudios de Gramsci, los desarrollos de Fonseca sobre la crisis de hegemonía en el caso de Guatemala y la noción de violencia simbólica de Bourdieu.
El asunto es que los gobiernos, en tanto formaciones políticas históricas y de corta duración, tratan idealmente de mantener un balance delicado entre ambas expresiones de poder. En sí, gran parte del institucionalismo se dedica a buscar las mejores formas para lograr ese balance con el fin de estabilizar y mantener el orden. Es muy raro ver en países como Guatemala una situación en la cual se gobierna solo por medio de la dominación (violencia) o solo por medio de la hegemonía (consenso). De hecho, la relación entre poderes del Estado funciona como un mecanismo de ecualización entre ambas expresiones de poder, a menos que se caiga directamente en una dictadura, como ha sucedido tantas veces en Guatemala.
En los regímenes dictatoriales uno puede observar que la dominación resulta mucho más importante que la hegemonía, por lo que la ley, el Estado de derecho y las garantías civiles pasan a un segundo o tercer plano. Es decir, la posibilidad de crear un consenso relativo con el régimen disminuye tanto que lo único que le queda al Gobierno es el despliegue latente o fáctico de la fuerza y la violencia. Entonces, ante los últimos acontecimientos, ¿podemos pensar que estamos ya en una dictadura?
En Guatemala, los actores principales que han capturado y reconfigurado el Estado a su conveniencia, como explican Garay y Salcedo-Albarán en uno de sus libros, han atestiguado que la legitimidad que les había otorgado nuestra versión tropical de democracia liberal venía desmoronándose poco a poco desde 2015. Por ende, la posibilidad de sostenerse parcialmente con base en el consenso se fue esfumando cada vez más. La Cicig y cierta parte del poder judicial se fueron convirtiendo poco a poco en una amenaza que prometía reformar el orden de las cosas. Los casos de corrupción ya no tocaban exclusivamente a políticos que podrían haber sido sacrificados con el fin de mantener el statu quo intacto, sino que empezaron a aparecer empresarios pertenecientes a las cámaras con más influencia como actores centrales de la captura del Estado. Con esto, los grandes empresarios agremiados en las cámaras más poderosas del país fueron viendo que la crisis de hegemonía que se venía gestando también los afectaba a ellos.
Los intentos más desesperados de restaurar cierta hegemonía se canalizaron mediante la resurrección del anticomunismo, ahora autonombrado antiterrorismo, así como mediante la reinscripción del enemigo interno, ahora encarnado en lo que denominaron ideología de género, y la instrumentalización de las versiones más oscuras del pentecostalismo (algunos de sus líderes han sido incluso vinculados al narcotráfico). Sin lograr restaurar realmente un consenso relativo con el poder del gobierno de Jimmy Morales, movilizaron a una cantidad respetable de creyentes, a quienes incluso engañaron con el discurso de que la izquierda terrorista estaba atentando contra la familia tradicional y promoviendo una ley en favor del aborto. Igualmente, han invertido una gran cantidad de recursos en promover por redes sociales la idea de que la agenda anticorrupción es parte de una estratagema del comunismo internacional, ahora ya no financiado por la Unión Soviética, sino por el excéntrico multimillonario liberal George Soros.
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Paralelamente, el presidente se dedicó en estos años a consentir y fortalecer a la facción del Ejército de Guatemala que lo apoyó desde su candidatura en 2015. Los ascensos de oficiales han estado a la orden del día, igual que los incrementos al presupuesto, en evidente complicidad para cometer actos ilícitos (como los bonos al presidente y al ministro de la Defensa) y poner en escena fuerzas militares en sitios de catástrofe, con lo cual se ha buscado limpiar la imagen de una de las instituciones armadas más desprestigiadas del mundo. Asimismo, el nombramiento del ministro de Gobernación Degenhart, quien se dedicó desde el inicio a desmontar la poca institucionalidad alcanzada en la Policía Nacional Civil, ha sido un indicador de que el presidente ha buscado privilegiar los sectores del Estado potencialmente capaces de desplegar violencia.
Lo que coloquialmente se ha denominado golpe lento se materializa, pues, en ese afán del Gobierno, amparado por militares, narcotraficantes, algunas Iglesias pentecostales y empresarios corruptos, que hace prevalecer el uso potencial de la fuerza sobre la aspiración a reconfigurar el proyecto de hegemonía que se venía gestando desde mediados de los años 80.
Las redes de poder detrás del presidente llegaron a la conclusión de que la creación de un consenso relativo debería quedar relegado a un plano inferior, lo que no significaría necesariamente el uso directo de la fuerza violenta. Con lograr que la Policía desconozca la autoridad de las cortes basta, por lo menos de momento. A partir de esa reconfiguración capturada del poder del Estado, las resoluciones de las cortes dejan de tener la importancia que pudieron haber tenido en otros momentos. Incluso las órdenes de la Corte de Constitucionalidad dejan de tener relevancia en la medida en que las instituciones del Estado capaces de ejecutarlas le sean leales, más que a la Constitución, al presidente y a la reconfiguración fáctica del poder.
El presidente y sus ministros de Relaciones Exteriores y de Gobernación han mandado un mensaje muy claro al impedir el ingreso del investigador de la Cicig. Pasamos a un momento de desbalance absoluto. Ahora lo más importante es la dominación creada por medio de una potencial violencia de Estado que desconoce el poder del Organismo Judicial. Los únicos que establecen un consenso con esto son quienes se benefician directamente de esta reconfiguración del poder político, incluso algunos jueces que han sido cómplices en la pérdida de legitimidad de su propia autoridad.
¿Cómo se posicionan los colegios profesionales (especialmente el Colegio de Abogados), los partidos políticos, las asociaciones de prensa y las universidades, entre otros, en este contexto?
Estamos a las puertas de una dictadura: la dictadura de las mafias.
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