En el año 1993 el Presidente Jorge Serrano disolvió el Congreso e intentó dar un golpe de Estado que no se consumó porque los magistrados de la Corte de Constitucionalidad (CC), presidida por el respetable jurista Epaminondas González, supieron comprender su papel histórico. Gracias a su independencia y coraje, gracias a su condición de juristas dignos, Guatemala no tuvo que pasar por un amargo proceso de destrucción institucional sin rumbo previsible.
El resguardo constitucional es una garantía preciosa para quienes aspiramos a vivir en democracia y bajo la protección de un Estado de derecho. Esta es la función principal de un órgano tan sui generis como la CC. Su razón de ser es servir de control jurisdiccional al abuso de poder, impedir los desmanes autoritarios y resolver crisis políticas extremas como la que hoy estamos viviendo.
Desafortunadamente, Guatemala entró en un proceso de descomposición institucional. Actos vergonzosos como el no entregarle el cargo a Gloria Porras, una de las magistradas electas, inauguraron la actual magistratura de la CC. Quienes actualmente ocupan los cargos, no solamente no tienen las calidades de reconocidos juristas que se esperaría, sino que tienen ataduras muy cuestionables que se dejaron pasar. Aun así, el pueblo de Guatemala esperaba que, ante la crisis política, dejaran de lado sus compromisos y afinidades para cumplir con dignidad su misión.
Tampoco la Corte Suprema de Justicia pasa el examen de confiabilidad y legitimidad. Los actuales magistrados debieron entregar sus cargos hace cuatro años y, sin embargo, mediante ardides y confabulaciones del sistema político corrupto, se mantienen en sus puestos porque les resulta conveniente, no obstante la violación jurídica que ello implica.
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Esta corrupción profunda de las altas cortes ha generado una debacle del sistema de justicia. De allí surgen jueces de la estatura moral de Jimi Rodolfo Bremmer o Fredy Orellana, capaces de manipular el proceso penal hasta convertir en grotesca la función judicial. Los procesos a su cargo son todos declarados bajo reserva, las audiencias se suspenden de forma caprichosa, empujan hasta el absurdo los tipos penales para hacerlos encajar a su gusto y han encontrado en la Ley Contra la Criminalidad Organizada el instrumento ad hoc para implicar a cualquier ciudadano en crímenes atribuibles a organizaciones criminales. Hoy, un medio de comunicación o un partido político pueden ser considerados como tales, sin que ningún órgano superior limite la aplicación fraudulenta de esta ley.
El andamiaje funciona en impecable coordinación con el MP que emerge como un superpoder en el seno del Estado. A través de la Fiscalía Especial Contra la Impunidad (FECI), ha desarrollado un modelo de lawfare que, de forma repetitiva, aplica a los ciudadanos incómodos, sirviendo como vengador de acciones pasadas (en contra de exfiscales y jueces independientes), o como represor de los derechos a la libertad de expresión o de defensa en juicio. Estos procesos se inician sin ninguna base, a partir de una conveniente denuncia. Le sigue un agresivo proceso de allanamientos y recolección de indicios (como lo ha manifestado el propio fiscal Curruchiche) para fabricar un proceso que, bajo la protección de la reserva absoluta, impide la defensa del acusado. Con estas prácticas, ha dejado de ser un órgano de investigación y persecución criminal, sujeto a las limitaciones que establece la Constitución y las leyes, para convertirse en una especie de órgano inquisitorial. Queda atrás toda la ciencia jurídica que repudia estas acciones y que, tras años de paciente evolución, configuró el «debido proceso».
La grave crisis en la que está sumida actualmente Guatemala es el resultado de una fabricación encomendada a la FECI para desconocer los resultados del proceso electoral. Al comprender la posibilidad de que su situación de privilegio e impunidad se viera perturbada por un cambio de gobierno, todos los actores corruptos, acomodados en el abuso de poder, sin controles y sin contrapesos, sintieron que se abría un agujero bajo sus pies. Activaron entonces la que se ha convertido en su herramienta preferida.
La tergiversación que han hecho de las leyes y procedimientos para evitar que se concrete la toma de posesión de Bernardo Arévalo, presidente electo, han espantado no solamente a los juristas nacionales; se han convertido en un escándalo internacional. Son inolvidables los gestos de asco profesional que las acciones de la FECI causaron en los embajadores reunidos en Asamblea Extraordinaria ante la OEA, o las críticas de los diputados del Parlamento Europeo.
La reacción de repulsa generalizada obedece a que estas acciones no resisten un análisis técnico jurídico imparcial. Son monstruosidades aparatosas que ningún abogado decente avalaría. Configuran un abuso de poder que es función de la Corte de Constitucionalidad detener. Resulta insólito que, lo que para el mundo entero es evidente, eluda la comprensión de los magistrados del más alto tribunal.
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A pesar de que el país está paralizado a causa del peligro que nos acecha, los ciudadanos no han hallado en el sistema de justicia una solución institucional. Ante el acorralamiento de los recursos y después de un largo e inexcusable silencio, la CC finalmente decidió desenmascarar su posición. De forma lamentable, optó por escupir a la cara del orden constitucional. En una redacción funambulesca, pasa por encima de principios legales que conoce ya un estudiante de primer año de derecho. Afirma, por ejemplo, que una ley de rango inferior (Ley contra la delincuencia organizada) es equiparable a una ley específica y de rango constitucional (Ley Electoral y de Partidos Políticos). Afirma que un juez de primera instancia puede suspender a un partido político sin antes haber sido citado, oído y vencido en juicio. Con estas declaraciones, destruye el fuero electoral y despoja al Tribunal Supremo de su supremacía.
Como si eso fuera poco, se colude con el Ministerio Público en su comparsa fraudulenta al aceptar como natural que se aplique la Ley contra la criminalidad organizada a un partido político, a sabiendas que este subterfugio es simplemente una manera de maquillar la represión. Permite que continúe el intento de golpe de Estado e, inclusive, lo dota de una mentida legitimidad.
En lugar de resolver la crisis política, la CC se alineó en el propósito de desvirtuar la Constitución y convertirla en un papel sin valor. Al actuar de esta forma venal y acomodada, destruye el propósito mismo de su existencia. Se vuelve vacía, inútil, una mera oficina de trámite que ya no sirve para reconducir al orden constitucional a quienes se han salido ampliamente de la línea que marca el límite entre la aplicación de la ley y el abuso de poder que conduce al autoritarismo.