La república decapitada por Daniel Ortega
La república decapitada por Daniel Ortega
“No hay gobierno que pueda caminar con dignidad sobre cadáveres” dice Elena Salamanca. Lo dice por Nicaragua. Pero también lo dice por Centroamérica, una región que ha dado la espalda, que ha ignorado los crímenes que ocurren en su propio vecindario.
Este texto es la continuación de mi artículo Ortega y la república descabezada, publicado en 2016, cuando Ortega era, de nuevo, candidato a la presidencia de Nicaragua por el FSLN. Entonces planteé una relación de continuidad -y no ruptura- entre el gobierno de Anastasio Somoza y sus hijos y la perpetuidad en el poder de la familia Ortega Murillo. Su violencia actual es brutal y Centroamérica está obligada a volver los ojos hacia Nicaragua.
Nicaragua tiene la potencia de ser metáfora y praxis para Centroamérica. Y de pronto está convertida en su mayestática narrativa en la serpiente que muerde su cola. Ahí está Daniel Ortega con casi 40 años en el poder, entronizado en la violencia como única silla. Él y su esposa han convertido a la nación en una corporación, y para mantener el poder sobre la ciudadanía y el territorio usan la violencia como único lenguaje. Una historia que ya conoce Nicaragua, la vivió entre 1930 y 1970 con el general Anastasio Somoza y sus hijos Luis y Anastasio.
Los Somoza estuvieron en el poder por 40 años: Anastasio Somoza fue presidente por 20 años (1937-1956) y la sucesión de sus hijos alcanzó dos décadas más. Daniel Ortega lleva 40 años en hegemonía: entre comandante de las Fuerzas Sandinistas de Liberación Nacional (FSLN), presidente de la República, jefe del congreso y de nuevo presidente de la República.
Ortega y Somoza convirtieron a la nación en una corporación familiar. Los bienes del Estado pasaron, por endogamia y corrupción, a ellos y sus familiares, controlaron la propiedad, los medios de comunicación y usaron a la Constitución como moneda de cambio a la medida de sus necesidades de perpetuidad.
Ortega y el FSLN representaron la contrahegemonía, rompieron con el discurso militar y represivo de los Somoza. Al menos en 1979. En 2018, a un año de celebrar los 40 años de la Revolución Sandinista -nombrada en honor a Augusto C. Sandino, antiimperialista asesinado a traición en 1934-, su contrahegemonía se ha resquebrajado como los rostros de los próceres en los murales escolares, como se desploman los monumentos de cemento -desde 1979 no son de mármol- y como se rayan los discos en los fonógrafos. La serpiente deglutió con gula su propia cola.
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El gran problema de la construcción institucional de una contrahegemonía en el caso nicaragüense, es el perverso giro a la hegemonía, no sobre la estructura del Estado sino en la administración de la violencia como lenguaje, método e identidad institucionalizada. Esto es importante si me mira desde la construcción de una nueva clase política propiciada por el desarrollo de la revolución de 1979 y el asentamiento del partido político del FSLN. Antonio Gramsci analizó la experiencia inglesa y el desarrollo industrial para apuntar la forma en que la burguesía se vale de estas construcciones: “induce a la burguesía a no luchar a fondo contra el viejo mundo, sino a permitir subsistir de él aquella parte de la fachada que sirve para velar su dominio” (Cuadernos de la cárcel, tomo I, p. 117). Esto es importante para señalar que la operatividad del FSLN como partido político durante varias décadas creó una burguesía sandinista incapaz de cuestionar la construcción hegemónica de la izquierda, de la historia oficial de la revolución y de un líder único. Como apunté antes: el FSLN se volvió en una institución personalista.
Ortega ha convertido a la violencia en el lenguaje del Estado de Nicaragua y el lenguaje del Estado, como sabemos, es ley. Así, la violencia es su ley. Van, más de 300 nicaragüenses asesinados por el Estado, la mayoría jóvenes. Lo dicen las organizaciones de Derechos Humanos y lo reconoció también la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Ninguno de estos apuntes es información desconocida. No hay nada nuevo bajo el sol de los Ortega-Murillo. Pero es imperativo recordar.
Los historiadores estudiamos procesos y no creemos en los mitos de la historia circular que tanto gustan a los políticos para manipular sus coyunturas. Pero contra toda dicción y contra toda mitificación, Centroamérica aparece a veces como esa serpiente que muerde su propia cola.
Soy una historiadora que escribe procesos históricos como procesos humanos. Si solo creyera en las fechas, sería una cronologista, si solo creyera en la literatura, sería una cronista, si solo creyera en los datos, sería mejor dedicarme a la estadística. Soy una historiadora que cree en la historia desde abajo, en la tensión entre los constructores de la historia entre los disidentes y, claro, las élites. Mi interés son los campos en tensión, las disonancias, las orillas, los márgenes, las fronteras, las disputas, las resistencias. Creo que contar la Historia desde los espacios que no son oficiales ni pétreos es entender que los procesos históricos están abrazados por las individualidades de quien creen, crean, construyen, destruyen, controlan, generan caos, aman, odian, sienten rabia, sueñan. Nicaragua lo ha demostrado. En su primer mes, los estudiantes, los campesinos, los indígenas, las mujeres, la diversidad sexual, salieron a la calle y exigieron puntos específicos sobre el rumbo de la nación y la presidencia de Daniel Ortega y la Vicepresidencia de Rosario Murillo, una pareja que encalló en el poder y ha llevado al naufragio social a la nación.
Quienes salieron a la calle han formado el bloque histórico que planteaba Gramsci. El último trimestre, en Nicaragua, se formó el bloque histórico como soñaba en sus cartas del exilio Juan José Arévalo después del golpe de Estado a Jacobo Arbenz en 1954, se formó el bloque histórico como ocurrió, efectivamente, en 1979.
En Nicaragua hoy no es 1979, aunque lo parezca por las fotografías de las barricadas ciudadanas construidas en las calles y las colonias, esas barricadas que registraron para la historia Susan Meisellas y Pedro Meyer entre 1978 y 1979.
En Nicaragua es más bien 1972: un país después de un terremoto. Managua, la ciudad capital, ha perdido su centro, el presidente ha saqueado al país y el patrimonio está al borde del despojo.
En 1972 fueron malversadas y usurpadas las donaciones para reconstrucción del país, en 2018 han sido los patrimonios de la nación los que corrían riesgo de saqueo de parte del propio Estado: primero, natural con la reserva Indio Maíz, y luego el fiscal con la reforma de pensiones. El terremoto de Nicaragua hoy son las masacres y las torturas, dirigidas por las fuerzas del Estado.
Nicaragua y la historia intelectual
Este año debía ir a Nicaragua en mayo, al encuentro Centroamérica cuenta, organizado por Sergio Ramírez. El evento fue cancelado: “se vuelve incongruente en las presentes circunstancias”, apuntó Sergio Ramírez, uno de los más dignos y estoicos opositores a la violencia del Estado.
La posibilidad de disentir es uno de los contrapuntos más importantes de la Historia centroamericana. Nicaragua nos ha heredado un gran legado de historia intelectual y de historia desde abajo. Ha estado en los extremos como en los extremos ha estado la historia de la Humanidad. Su lucha ha sido por mucho humana: con traiciones, arrebatos, fracasos y gloria. El episodio actual es quizás el más oscuro y recuerda, sin duda, infinidad de escenas ocurridas antes en Nicaragua. Una república que constantemente es asfixiada y decapitada por quienes tienen el poder.
Pero no solo en Nicaragua. La historia política e intelectual centroamericana se entrelazan. Ahí está el presidente de El Salvador, Manuel Enrique Araujo, en 1912 escribiendo al presidente de Estados Unidos William Howard Taft para exigir que sacara a los Marines de Nicaragua, que dejara de intervenir un territorio soberano; Araujo fue asesinado un año después en una plaza pública. Ahí están los intelectuales hondureños en 1917 llamando a Centroamérica para unirse en medio de la tormenta de la Gran guerra del mundo, para fortalecerse y resistir las intervenciones imperialistas -aún no era octubre y no se desmoronaban los imperios-. Ahí están los estudiantes de Guatemala en 1919, aglutinados bajo la esperanza de la democracia y la representación ciudadana, dispuestos a derrocar, y derrocando, al tirano Manuel Estrada Cabrera. Ahí está en 1947 el presidente de Guatemala Juan José Arévalo lanzando un llamado contra el imperialismo en las naciones de Centroamérica y el Caribe, y ahí está, en 1954, otro presidente de Guatemala, Jacobo Arbenz denunciando la intervención de la frutera United Fruit Company y de Estados Unidos en la política de Guatemala.
La mayoría de estos ejemplos son, por supuesto, historias desde las élites, en las que figuras de poder consolidan disidencias y las sostienen desde el lenguaje del Estado. Pero hay otras voces, como las de los estudiantes, que las rompen. En mi tesis doctoral, demuestro cómo en 1944 la oposición logró articular protestas en cuatro de los cinco países de la Centroamérica histórica. Desde abril en San Salvador, hasta octubre en Guatemala, pasando por junio en Guatemala y Managua y por julio en Tegucigalpa. En los cuatro países, las ciudadanías protestaron contra las reformas constitucionales en búsqueda de reelección perenne de los cuatro presidentes militares en la región. Lo que ocurrió en 1944 fue la consolidación de ese ansiado bloque histórico que llevó a mujeres -que no eran ni siquiera ciudadanas-, estudiantes, campesinos, obreros, intelectuales, empresarios e incluso militares a oponerse y disentir de los regímenes militares. Esta mirada es importante para señalar que las ciudadanías centroamericanas se han manifestado en contra de la reelección inconstitucional en el tiempo.
Históricamente, la disidencia aparece como posibilidad política. Estas huelgas escalonadas fueron más efectivas en El Salvador en abril y mayo (huelga de brazos caídos) y en Guatemala (junio). En junio de 1944, en Managua, muchos ciudadanos se manifestaron en contra de la reelección de Anastasio Somoza. Los manifestantes fueron reprimidos por la policía, como registró el consulado de México en Managua, que entonces fue un lugar de refugio para los perseguidos. Una gran lista de refugiados demuestra que los manifestantes fueron mujeres, amas de casa, estudiantes, obreros e intelectuales. Esto enlaza operativamente a Somoza y Ortega: además del uso de la fuerza del Estado, la policial, se articula un control del Estado desde todos sus niveles y modos de producción. En el caso salvadoreño de 1944, Maximiliano Hernández Martínez no controlaba la empresa privada ni era parte de la oligarquía, y a pesar de la ley de censura no tenía potestad ni control sobre medios de comunicación, como explicó en su momento. Somoza, y ahora Ortega, funcionan de una forma contraria. Es un lugar común comparar a Ortega y Somoza, pero mis años de investigación de este periodo histórico me permiten articular similitudes pertinentes.
Nuestras disidencias han permanecido en el tiempo en Centroamérica, algunas conectadas y otras en completa discontinuidad, pero no hemos sabido organizarlas y estudiarlas para darle sentido al derecho político de disentir como disienten miles de nicaragüenses estos días y de los que hacemos oídos sordos todas las fuerzas de la región.
Una región de espaldas
Desde mayo, el gobierno de Costa Rica condenó las acciones represivas y vejatorias en Nicaragua. En julio, el gobierno de El Salvador comunicó, al fin, su postura sobre la crisis de Nicaragua: apoya al compañero Daniel Ortega. El gobierno de El Salvador no ha sabido discernir en los últimos años la separación entre gobierno y partido político. Por eso lo de “compañero”. Su respaldo es un espaldarazo a la violencia y una gélida traición a los estudiantes y al pueblo de Nicaragua. Hace tanto que el gobierno de mi país no me representa y solo me sirve para renovar el documento de identidad y el pasaporte para continuar en diáspora. Pero no se trata de que me represente a mí, se trata de que represente a la democracia, y en una crisis de identidad mayor a todas luces, que crea que representa a Izquierda como institución histórica. Y no: no las representa.
Les voy a explicar por qué: No hay una izquierda que pueda caminar con dignidad entre cadáveres y represión. No puede haberla. Aunque ya han caminado sobre los cadáveres de Roque Dalton y Mélida Anaya Montes, entre varios asesinados a traición, los principios éticos de la izquierda no se vinculan a la represión del pueblo a través de hegemonizar la violencia y volver la violencia ley. Es sencillo, hasta donde se ve. Luego vendrán las revoluciones y las reformas, pero en resumen la violencia del Estado no debe oprimir al pueblo, eso es lo que las élites de poder (oligárquico, empresarial, institucional, de producción) han hecho por siglos.
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A excepción de la UCA de El Salvador, las universidades de la región no se han atrevido a condenar, ni siquiera a enunciar, la constante represión a los estudiantes de la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua, la Universidad Politécnica y la Universidad Nacional Agraria. Será porque las universidades se han vuelto centros de negocios y no centros de producción de pensamiento, asunto apremiante en Nicaragua que fue señalado mucho antes de esta crisis por la académica Ileana Rodríguez cuando la UCA de Managua cerró el Instituto de Historia de Nicaragua y Centroamérica, apenas entre marzo y abril de este año.
Muchos autonombrados intelectuales orgánicos de los partidos de izquierda se han podrido en el discurso de la guerra fría y censuran y amenazan a los que disentimos de la posición intelectual ante las masacres y la represión. Han argüido intervención norteamericana -han dejado a la Guerra fría en el microondas en proceso de descongelamiento-, apoyo de la derecha -un fantasma de una derecha hegemónica que en Centroamérica está bastante resquebrajada- y una sarta de posibilidades que no responden sobre los asesinatos diarios en Nicaragua. Solo para recordar, traigo un punto de Gramsci, padre de la categoría de intelectual orgánico:
“El elemento popular “siente”, pero no siempre comprende o sabe; el elemento intelectual “sabe”, pero no siempre comprende y especialmente “siente”. Por lo tanto, los dos extremos son la pedantería y el filisteísmo por una parte y la pasión ciega y el sectarismo por la otra. No es que el pedante no pueda ser apasionado, todo lo contrario; la pedantería apasionada es tan ridícula y peligrosa como el sectarismo y la demagogia más desenfrenados. El error del intelectual consiste [en creer] que se pueda saber sin comprender y especialmente sin sentir y ser apasionado (no sólo del saber en sí, sino por el objeto del saber) o sea que el intelectual puede ser tal (y no un puro pedante) si es distinto y separado del pueblo nación, o sea sin sentir las pasiones elementales del pueblo, comprendiéndolas y en consecuencia explicándolas y justificándolas en esa situación histórica determinada, y vinculándolas dialécticamente a las leyes de la historia, a una concepción superior del mundo, científica y coherentemente elaborada, el “saber”; no se hace política historia sin esta pasión, o sea sin esta conexión sentimental entre intelectuales y pueblo-nación”. (Cuadernos de la cárcel, tomo IV, pp.346-347).
Lo demás, diría Gramsci, es la conjunción del saber y el sentir, la mediación entre los que tienen voz y representación y entre los que no las tienen y la formación del bloque histórico. Esto no ocurre ahora en la región. Ni en el campo intelectual ni el campo político.
Los gobiernos centroamericanos han hecho triunfar con descaro lo que los unionistas del siglo XIX e inicios del XX llamaban separatismo: la desconexión total de la cultura y la historia de naciones reunidas en un territorio común, un itsmo, un cinto que une masas continentales en América. Hoy más que nunca los gobiernos centroamericanos son egoístas con los procesos regionales, no solo políticos sino ecológicos, económicos y humanos. Una región de espaldas es la que entroniza cada día más la violencia del gobierno de Daniel Ortega y Rosario Murillo.
Dividir una región tan pequeña y tan frágil ha sido la estrategia de los siglos de diferentes fuerzas externas y por supuesto de fuerzas nacionales: grupos familiares y empresariales que prefieren Estados pequeños de frágil control a una región diversa con posibilidad de disidencia. Nada es nuevo bajo el sol de Nicaragua. Ni bajo el sol de Centroamérica. Pero permitir que ese sol tueste hasta la última carne de sus hijos, de sus ciudadanos, de sus desamparados, es un crimen y lo saben las dirigencias de las cinco naciones históricas del istmo. No hay gobierno que pueda caminar con dignidad sobre cadáveres.
Sobre la autora: Elena Salamanca (San Salvador, 1982). Escritora e historiadora. Se dedica a la historia de los conceptos políticos y la historia intelectual. Es candidata al Doctorado en Historia en el Colegio de México y en sus tesis investiga al unionismo centroamericano como fuerza de oposición a través de las relaciones entre unionismo, ciudadanía y exilio en México en las décadas de 1930 a 1950. Es Maestra en Historia por El Colegio de México (2016) y Máster en Historia Iberoamericana Comparada por la Universidad de Huelva, España (2013). Ha publicado los libros La familia o el olvido (El Salvador, 2017 y 2018), Peces en la boca (México, 2013 y El Salvador, 2011), Landsmoder (El Salvador, 2012) y Último viernes (El Salvador, 2008 y Suecia, 2010). Su obra ha sido traducida al inglés, francés, alemán y sueco.
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