I
El año de 1989 es un volcán que no se apaga. Lo tenemos en la memoria porque es el año en el que la guerra bajó a San Salvador. Desde el 11 de noviembre, la guerra se movió, tuvo caras, cientos. Llegó a las colonias de la capital, las de lujo y las populares, y se instaló entre nosotros. Y pienso que aún no se ha ido. La conquista de la ciudad, de la capital, parecía el inicio de la revolución amparada en el apoyo de la insurrección popular, pero pasaron otras cosas. El volcán de San Salvador, desde donde bajó la guerrilla, sigue encendido en la memoria, aunque su última erupción fue en 1917. En 1989 hizo erupción otra cosa: la ofensiva guerrillera más grande hasta entonces, la ofensiva Hasta el Tope, que entre otras cosas fue la antesala de la paz.
El año pasado, Beatriz Alcaine, Julio López, Claudia Olvera Sule y yo nos juntamos a comer en el centro de Ciudad de México. Julio y Claudia habían regresado de un largo viaje a El Salvador. Beatriz regresaba a esta ciudad, que fue su exilio. Entonces, Julio nos contó que había terminado el rodaje de su película La batalla del volcán, su obsesiva relación con la historia a través de la ofensiva Hasta el Tope. Julio López, hijo de salvadoreña y guatemalteco, nació en el exilio de sus padres en México, en 1981. No tuvo un recuerdo de la guerra ni de la ofensiva. De ahí la obsesión.
Las batallas del volcán se libraron, como las de la memoria, en varios campos de lo simbólico y de lo material. El interés de Julio era colocar en la historia ese acontecimiento, que es con frecuencia tema de conversación entre nosotros los nacidos entre 1975 y 1985. Durante años hemos hablado de la ofensiva del 89. Para mí también ha sido un tema recurrente. Pero haber estado allí y la situación —estar, vivir, la experiencia, el trauma— me impidieron por muchos años comprender desde la historia.
Julio nunca vio el volcán. No estuvo en San Salvador los primeros años de su vida y volvió al país después de la firma de los acuerdos de paz. Su primer recuerdo de la ofensiva es su madre frente a un televisor, desencajada, pálida. Era 16 de noviembre. Los jesuitas Ignacio Ellacuría, Ignacio Martín-Baró, Segundo Montes, Juan Ramón Moreno, Amando López y Joaquín López y López, además de Elba Ramos y su hija Celina, habían sido masacrados en el campus de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA). Sus cuerpos fueron abandonados por el Ejército en un jardín, rodeados de rosas. Esas eran las escenas de nuestra guerra.
Esa primera mirada de la guerra desde lejos, en incertidumbre, en desconocimiento, situó a Julio en la ofensiva y así permaneció varios años, hasta 2013, cuando comenzó este proyecto. Para muchos salvadoreños, la ofensiva funciona como un sitio de la memoria, es decir, como un espacio simbólico en el que se deposita la memoria, según acuñó Pierre Nora. Lo importante que presenta Nora en su gran proyecto Los sitios de la memoria es que el sitio es una construcción simbólica compartida. Y aunque su categoría fue creada desde la experiencia francesa, en algunos países como España o Nicaragua se han encaminado reflexiones en esta dirección.
Sobre la conceptualización, Nora ha dicho: «La curiosidad por los lugares donde se cristaliza y se refugia la memoria está ligada a este momento particular de nuestra historia, momento en el que la conciencia de la ruptura con el pasado se confunde con el sentimiento de una memoria desgarrada, pero en el que el desgarramiento despierta aún bastante memoria para que pueda plantearse el problema de su encarnación. El sentimiento de continuidad se vuelve residual a los lugares. Hay lugares de memoria porque no hay más medios de memoria»[1]. Es decir, para este caso, noviembre de 1989 se convierte en sitio porque el sitio no es necesariamente un espacio público o privado. De ahí que me gusta pensar en Julio situado en la ofensiva.
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Lo primero que situó a Julio fue el desconocimiento. Después, el conocimiento al respecto se pudo convertir en espacio, en sitio. Por eso ha dicho: «Aunque ese desconocimiento inicial lo fui solventando en mis años de niñez y adolescencia en El Salvador, siempre tuve un sentimiento de incomprensión sobre la guerra civil. Ahora me doy cuenta de que, aunque desde entonces sabía que la guerra había marcado indeleblemente a mi familia y al país entero, yo nunca había podido entenderla o descifrarla. Y eso, inconscientemente, me generaba angustia y malestar».
De una forma menos historiográfica, la ofensiva ha sido siempre, para mí, un lugar al cual volver, ya que el 17 de noviembre de 1989 (o el 18, ya no sé), cuando salí de mi casa de infancia, cuando salí de la ofensiva, salí para siempre: no volví jamás a mi casa, a mi infancia, a mi experiencia primera. La ofensiva de 1989 es un lugar al cual volver en la memoria porque es un lugar al que precisamente nunca volvimos. Muchas vidas, muchas familias, muchas casas se rompieron en pedazos para siempre.
Durante la comida Julio contaba sus hallazgos: desde su reflexión sobre la ofensiva en la historia hasta la metodología que siguió para estructurar este documental, que funciona como un espejo encendido en el que nos vemos e incendiamos. Yo había pedido camarones y no puedo recordar su sabor, pero recuerdo el nudo en la garganta y las ganas de llorar con cada palabra de Julio: un militar y un guerrillero que juntos señalan los lugares donde se apostaron, dos guerrilleros que entran a un multifamiliar en la colonia Zacamil y se encuentran con la dueña del departamento en el que se parapetaron, le piden perdón y ella dice: «No tenga pena. Así tenía que ser». Así tenía que ser... Comencé a morder los camarones, los ojos, los bigotes, las colas. Mastiqué sus cascarones rojos y me los tragué como tantos años me tragué, como tantos años nos tragamos, esos recuerdos confusos, ese pasado que no pasa, ese pasado presente. No quería llorar y por lo mismo no paraba de comer: si dejaba de masticar, me deshacía en llanto.
Julio consiguió lo que no han conseguido aún los acuerdos de paz ni las transiciones políticas (de la guerra a la paz, de la paz a la democracia, a saber). Logró que las gentes enfrentadas y sobrevivientes se vieran a los ojos, se hablaran sin odio y algunas hasta se pidieran perdón. Los juntó a todos: sobrevivientes guerrilleros, soldados y civiles. Juntó en sus rodajes a un país que lleva más de 25 años dividido.
Lo que hizo fue abrir un camino en la memoria empantanada y atravesarlo sin miedo hasta atravesar la historia. Abrió esa herida, como la llaman los que no quieren conocer el perdón ni la reconciliación, y tocó esa carne viva 24, 25, 26, 27 años después. Su evaluación militar presenta la ofensiva como la última gran batalla militar de la Guerra Fría. Tiene sentido si miramos un mes después el Muro de Berlín cayendo. Tiene sentido si pensamos que, en el terreno de operaciones de la Guerra Fría, Centroamérica fue uno de sus campos más minados. Pero sus conclusiones son importantes no porque recubran de cierto heroísmo de izquierda esta operación militar, sino porque hicieron pasar su investigación cinematográfica por la historia.
Las operaciones de la historia en El Salvador no pasan precisamente, o únicamente, por la academia, y así debe ser. Debe ser así porque por años nos desperdigamos en miedos y caminos diferentes. Y ahora que no somos niños no tenemos miedo de formular preguntas que no han querido imaginar y menos responder varios de los protagonistas políticos. Por supuesto, como ellos, también tenemos miedo a las respuestas, pero las buscamos, estamos allí, como Julio, en el volcán de la memoria, mirando ese cráter tan cerca y tan lejos, tan dormido y tan despierto, y quizá quisiéramos verlo explotar.
El trabajo de La batalla del volcán demuestra que la memoria de un niño es la historia de un país. Julio no tenía esa memoria y la buscó. Nosotros teníamos esa memoria y no queríamos recordarla o comprenderla. Mi hipótesis es que la memoria que Julio no tuvo lo hizo llegar a reconstruir la memoria de todos. Lo hizo, como le he dicho, construir la historia de un país. Ese niño que ve a su madre desencajada es un niño que de adulto pregunta por el desencajamiento, un niño que de adulto puede preguntar y contestar a un país.
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II
Nadie nos dijo nada antes ni después de 1989, ni siquiera después de 1992. Nadie nos dijo que lloraríamos de pronto al escuchar un helicóptero o los cohetes —los cuetes— de Año Nuevo. Nadie nos dijo que buscaríamos en las caras de otras gentes a la vecina que nunca más volvimos a ver, al familiar que desapareció, al padre muerto. Nadie nos dijo: «Tendrán diez, siete, cinco años, y la guerra estará encima de su casa, atravesando todo, incluso sus ventanas». Nadie nos dirá que el miedo fue tan grande que el presente es una bomba suspendida sobre nosotros que no termina de caer. La historia, con cierta elasticidad de metáfora, cae sobre nosotros como las bombas de 1989, que cobraron tantas vidas y nos permitieron a nosotros, a los otros, seguir viviendo.
Una noche, tiempo después, en la misma ciudad, Julio, Federico y yo nos sentamos en la mesa de un bar para celebrar un documental de Julio, cada uno de nosotros, a su modo, roto por la historia. De nuevo Julio hablaba de La batalla del volcán, y nosotros oíamos con devoción. De pronto tuvo una epifanía: del dolor de la guerra que partió tantos países y tantas gentes tenía que surgir algo que no fuera destrucción. No podía ser de otra manera. «Se lo dije a mi madre», dijo Julio. Le preguntó por el amor. Julio y Paty, su hermana, nacieron en el exilio de sus padres centroamericanos. Todos vivimos, de cierto modo, la guerra propia. Pero es importante contar, me parece, que concluimos que, ante tanta desesperación, ante lo terrible, muchas gentes se amaron. Es una posibilidad de salvación después de conocer, de experimentar tanto el lado oscuro de lo humano, lo terrible.
Quiero pensar estas columnas, mi escritura en Plaza Pública, como una posibilidad de pensar el pasado desde una especie de disidencia: pensar el pasado desde el pasado mismo de quien piensa, encontrar en la infancia la pregunta que se responderá en tiempo presente. En mis primeras columnas dije que la gente se está casando, que mis amigos están teniendo hijos y que yo estoy, de cierto modo, aún sujeta a mis preguntas. Pero debe ser así. Julio y Claudia recibieron el 9 de noviembre a su hijo, el primero, un par de días antes del aniversario 27 de la ofensiva. Muchas veces hablamos de cómo nuestros padres nos concibieron en esa época de locura y decidimos pensar que fue por alguna forma de amor. Así como el amor de algunos de nuestros padres los salvó de la pesadilla de la guerra, así el amor está salvando estas memorias rotas.
Hoy y mañana nacerán los hijos de mis amigos. Hoy, mañana y el resto de noviembre se cumplirán 27 años de la ofensiva Hasta el Tope. Hoy y mañana las preguntas seguirán, pero no tienen que perpetuarse. Un día tenemos que responderlas. Creo en el nacimiento del hijo de mis amigos como creo en la posibilidad de preguntar a la historia. Creo que solo desde la intimidad podemos transformar lo político.
Bienvenido, Camilo Ik.
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[1] La primera edición de Nora es de 1984. La versión en español que cito proviene de Entre memoria e historia: la problemática de los lugares, disponible aquí (el sitio web está temporalmente fuera de funcionamiento por rediseño).
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