Cuando las instituciones no funcionan, se utilizan. Y cuando esto se hace, las tentaciones de controlar el poder y abusar de él las terminan corrompiendo. La coyuntura actual está determinada por tres fases que, de forma conjunta, hacen del financiamiento ilícito el pecado original de la democracia.
La primera fase se relaciona con la debilidad del Tribunal Supremo Electoral (TSE) para suspender a los dos partidos involucrados en la recepción de fondos ilícitos. La segunda es aquella en la que confluye la soledad del presidente con una decisión estatal de declarar unilateralmente no grato al comisionado Iván Velásquez. Finalmente, la tercera juega a dos bandas: la finalización del mandato de este y la subutilización del Congreso en la ratificación del poder paralelo.
El TSE y el Registro de Ciudadanos se han venido convirtiendo en la bisagra que sostiene el pecado original de la democracia. Ambos jugaron al gato y al ratón sobre las responsabilidades en las auditorías practicadas al extinto Líder, a la UNE y al FCN sobre el origen de los fondos denunciados por el MP y la Cicig.
Como máxima autoridad electoral, el TSE ha tenido una presencia y actuación que ha sido de mutis institucional. La fuerza con la que inició la suspensión de adjudicaciones de diputaciones al inicio de la legislatura hizo creer en una autodepuración del Organismo Legislativo y en un TSE involucrado de lleno en la lucha contra la corrupción. Sin embargo, la fiscalización de fondos llegó a través de una auditoría practicada a solicitud del MP y de la Cicig. Las auditorías de oficio que debieron realizarse y cancelar a los partidos habrían colocado a la UNE y al FCN en otra posición. En esta coyuntura existe una ausencia, inacción y falta de acompañamiento en los procesos empujados contra ambos partidos políticos. En lugar de salir debilitados, hoy tienen el poder de incidir en el rumbo de las investigaciones que acusan al presidente.
La segunda fase entraña la soledad de un presidente en una grabación al estilo Rosenberg. La percepción inicial sugirió un mandatario cada vez más aislado, un gabinete no consultado y una agudización de la violencia (con calificaciones previas de terrorismo de Estado). Hizo deambular a la opinión pública con que había clavado su propio ataúd. La bandera, la oscuridad y la mirada baja no reflejan que al hoy presidente se le abran los pasillos del Palacio Nacional, con un gabinete que aparezca más sólido que ayer. Respeta el amparo de la Corte de Constitucionalidad a favor del comisionado y revive el amor con una bancada tránsfuga mágicamente alineada. Hoy hasta los alcaldes aparecen supeditados al poder oficial.
Sus apoyos se encuentran en un discurso nacionalista, en la amenaza del uso de la fuerza y en la ambigüedad de las élites y de las instituciones religiosas, que no quieren un escenario de incertidumbre. El presidente refinó la confrontación en esta lucha, se apoyó en el conservadurismo religioso y aderezó este con un nacionalismo exacerbado. Por el momento ha logrado dividir la lucha contra la corrupción hasta convertirla en una lucha ideológica. A diferencia del 2015, el presidente no se ha topado con una plaza unificada, pero sí con los frenos y contrapesos que ejercen los órganos de control (PGN, PDH, CGN) que se han pronunciado en contra de la arbitrariedad.
Finalmente, la última fase se presenta como aquella que amortigua y reproduce la institucionalidad paralela. Una opción no descartable —sobre aquellos grupos que con celular en mano empujaron al presidente a la ONU y le sacaron la firma para expulsar al comisionado—. Se frotaron las manos ante un doble objetivo: debilitar al MP y a la Cicig y asestar el golpe maestro de finalizar el mandato. Nada mejor para los Estados mafiosos que una institucionalidad sin cabezas. Quizá en su cometido no esperaron que un grueso del poder local y el Congreso juraran fidelidad, pero, atemorizados, acusados y con serios argumentos de credibilidad, se envalentonaron para apoyar a su presidente. Sí, aquel mismo al que dejaron con la responsabilidad del presupuesto, de la Ley Electoral y de las reformas a la Constitución.
El Congreso ha ido declinando su rol. Se ha hecho el ausente en la reforma del sistema legal. Abandonó el esfuerzo del diálogo nacional y les respiran en la nuca el caso Odebrecht y una enorme lista de procesos legales. ¿Votarán a favor de quitarle el antejuicio cerca de 80 diputados que se ven investigados o procesados?
Ahora imagine una transición de dos años con un presidente no investigado, una Cicig en transmisión de dirección y una institucionalidad sin nuevas reglas que definan al menos cambios sustantivos en la administración e independencia judicial, así como una ley electoral que condicione el financiamiento electoral ilícito.
¿Ya lo hizo? Pues ese es el país que hoy tenemos.
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