Hace unos 4 000 millones de años, la Tierra era un planeta primitivo, de temperatura elevada, expuesto a una intensa radiación ultravioleta. En ese ambiente proliferaron alfombras microbianas, de bacterias y arqueas, que más tarde oxigenaron la atmósfera y empezaron a transformar la energía solar en nutrientes. La energía del Sol prodigó la vida y configuró los ecosistemas naturales en función de redes de flujos energéticos con balances favorables a la diversidad biótica.
Transformar la energía ha sido la acción esencial para progresar de formas de vida primitiva a estructuras sociales más complejas. Los beneficios para la humanidad han sido múltiples, desde la provisión de refugio y protección hasta la posibilidad de manipular los suelos y modificar el entorno en función de las necesidades colectivas. Y estos cambios se tradujeron, en gran medida, en el incremento de los estándares de la calidad de vida, en el desarrollo de capacidades creativas y productivas, en bienestar general.
El aprovechamiento creciente de fuentes energéticas propició los estilos de vida modernos. Las redes del comercio mundial se expandieron en torno a estos recursos naturales. Primero el carbón, luego el petróleo, los combustibles fósiles condicionaron las dinámicas económicas a escala mundial. En la actualidad, el mercado energético, con seis millones de millones de dólares, representa alrededor del 70 % del comercio total en el mundo.
Se trastocó el papel natural de la energía. Se privatizó el bienestar. En la complejidad de la modernidad, la energía pasó de ser catalizadora de vida a moneda de acumulación de riqueza mientras se acentuaban las diferencias sociales con las regiones más desfavorecidas y se dañaba la comunión con el entorno natural. Los reportes de la Agencia Internacional de Energía señalan que en 2012 las emisiones de carbono provenientes de combustibles fósiles aumentaron en un 51 % respecto a 1990, lo que provocó daños irreversibles al ambiente. Pese a las medidas para sustituirlos, se proyecta que por lo menos hasta el 2030 los combustibles fósiles representarán más de 3/4 del incremento en el uso de energía.
Restablecer el equilibrio en procura de la dignificación de la vida requiere entender la esencia íntima de las relaciones en la naturaleza, suplantar la tecnología de la explotación por la tecnología de la solidaridad. La energía es un bien universal.
Las tareas pendientes para Guatemala son desafiantes porque nuestra realidad está marcada por inequidades energéticas que tienen estrecha relación con reclamos fundamentales sobre salud, alimentación y acceso al agua para riego y consumo humano.
Las estadísticas de consumo energético nacional señalan esas asimetrías esenciales. La leña, un combustible tradicional de baja calidad y perjudicial para la salud, sostiene casi el 90 % de la demanda de energía del sector residencial. El acceso a la electricidad en el área rural tiene números por debajo del promedio en América Latina. Aun con un alto potencial para la generación de energía renovable, la energía moderna y eficiente sigue siendo un bien inalcanzable para muchos. Las transferencias de tecnologías de energía limpia se instalan a espaldas del contexto local sin proyectar daños sociales. Como ejemplo, Alta Verapaz, el departamento más pobre del país, presenta el menor índice de cobertura eléctrica. Paradójicamente, Alta Verapaz es el departamento con mayor número de hidroeléctricas y el segundo en potencia instalada para la generación de electricidad.
La cantidad de energía solar que la Tierra absorbe en una hora es mayor que la energía total que la humanidad consume en un año. El Sol se encuentra a la mitad de su existencia y generará energía durante otros 5 000 millones de años. Resta ver si el pragmatismo nos alcanza para compartir esta energía entre todos.
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